Siguiendo los sanísimos consejos de
la petite v, ayer por la tarde corrí hasta la esquina deportiva de Decatlon y Balmes a comprarme un traje de la diseñadora transvanguardista Lucy Orta. No son baratos, desde ya les digo, aunque vale la pena tener alguno en épocas tan inciertas como estas. El que suscribe, hombre afortunado, encontró uno que le iba bastante bien de sisa y tenía una rebaja considerable sobre el precio de salida. Fechado en 1994, parece que a muchísima gente le da un cierto yoquesé la cifra que aparece en el apartado suma cuando se contabilizan los años transcurridos desde la edición-hechura. Por suerte yo no tengo esa manía. Será porque mi madre política siempre pensó que el trece era su cifra de la buena fortuna y una noche de excesos y confesiones, a fines del siglo pasado, en una pequeña cala de Ibiza, en medio de una Fiesta de la Luna Nueva con Camiseta Mojada y Daikiris de ron jamaiquino, presos ambos de una desorientación cósmica, producto a su vez de un psicodélico viaje astral con escala en Saturno y aterrizaje forzoso en el chiringuito "GG" (glamour gay) de la playa de Es Cavallet (nadie se podrá quejar de toda la información que estoy dándole), logró convencerme de que era mucho mejor tenerlo como amigo, al trece, digo, dado que cada mes de cada año tiene algún día llamado así y a pesar de sus malos antecedentes a nadie se le ha ocurrido borrarlo del puesto que siempre ha ocupado entre el doce y el catorce.
Para simplificar: me compré el
Pink Flamingo Refuge Wear de
Lucy Orta 1994 en cómodas cuotas mensuales pagaderas a partir del próximo septiembre.
-¿Se lo envuelvo para regalo?-, me preguntó la vendedora con una sonrisa de lo más
Kemphor.
Le dije que no era necesario, que prefería llevármelo puesto.
Más que aliviada, la simpática mujer me dió una serie de consejos para el cuidado del titanio cementado y yo salí de la tienda tan ufano como si me hubiera comprado unas
gafas Armani de última generación.No puedo decir que sea cómodo. Tengo alguna dificultad para doblar en las esquinas y la gente se enfada cuando rasguño sus piernas con los cantos algo afilados de los dobladillos inferiores. Lo bueno es que desde que me lo puse dejé de tragarme el polvo y oír el ruido de
las obras que rodean mi barrio, mi manzana, mi casa, ya no escucho el escape libre de las motos tuneadas ni el claxon fácil de los conductores ansiosos, y, ¡auténtico gran alivio!, ni siquiera me entero de cómo los políticos se reparten a su gusto y sin el más mínimo pudor los pocos votos que han logrado extraer a sus electores, conciudadanos, súbditos.