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martes, octubre 11, 2011

un martes tras otro



Nunca me gustó estar, sentirme enfermo. Y no hablo de enfermedades graves, fatales, de dudosa resolución, sino de esos desarreglos físicos que nos obligan a guardar reposo, a consumir medicamentos y a dormir más de lo habitual. Siempre me pareció que eran una estúpida pérdida de tiempo, un suplantación molesta de la vida normal, un encierro obligado, involuntario; un agujero sin solución en tu agenda anual de actividades.
"Desde el lunes tal de tal hasta el lunes tal de cual, guardé cama por una indisposición que, a pesar de su ligereza, no me permitió desarrollar mi vida habitual..."
Guardar cama, decían mis parientes. Estar encamado, se decía en España hasta hace unos pocos años atrás, causando entre estupor y risa a los argentinos que, recién llegados, todavía conservaban la sana costumbre de encamarse acompañados y con la esperanzada intención de probar sus fuerzas en trajinadas contiendas, generalmente gratificantes.
Cuando estás enfermo, o indispuesto (no es necesario exagerar con los síntomas que te aquejan) te parece que ya nunca volverás a la normalidad...
Mientras, entre tu "nada que hacer" y tu "el cuerpo no me permite hacer casi nada", paseas por la red en busca de consuelo.
Allí está Robbie W, un tipo que se parece a tus amigos de Buenos Aires, canalla y tierno a la vez, tan egocéntrico como entregado, tan cariñoso como castigador. Hace unos años, paseando por un FNAC parisino, lo encontré, enorme, luminoso y virtual, cantando como nadie temas del clan Sinatra, ese mítico Rat Pack de muchachos tan malos y enamoradizos como él. Salí del local con el vídeo entre mis manos y el corazón saltando de alegría. Me gusta mucho este tipo ambiguo, asimétrico y moderno. Se nota que ha tocado varios límites y finalmente decidió no traspasar la frontera, quedarse de este lado. Fiel a sí mismo, pero con nosotros.













Autorretrato por Bertini

miércoles, julio 13, 2011

duele la muerte


Duele la muerte, aunque sea ajena. A veces como una puñalada en el corazón, otras como un golpe que quiebra tu verticalidad y te hace caer de rodillas, orante de un credo que ni siquiera profesas, oficiante de un rito desconocido, esotérico, al que ni siquiera rindes pleitesía. Duele la muerte, sí, y aunque digamos que no duelen menos algunos abandonos, el desamor, las pérdidas, ninguno de estos avatares es tan irreversible, irreparable, desgarrador, como la muerte física.
¿Qué quedará de nosotros? ¿Qué de nuestros orgullos, nuestras hambres y deseos, nuestra vanidad y nuestro egocentrismo?
Alguna vez, en otra década, heredé, comprándola, la casa de un hombre que había muerto lejos de ella. A sus hijos solamente les interesaba el dinero. Fantaseaban con adquirir sus propios deshechos futuros, su propia basura. Tuve que tirar la ropa del finado y limpiar cajones donde guardaba sus cartas y sus fotos, los recibos de ese teléfono que ya no volvería a usar y los pasajes de los autobuses que nunca más tomaría. Encontré gemelos de camisa desparejados, programas de teatros ya desaparecidos, agujas, hilos y hasta algún botón perdido que jamás volvería a ocupar aquel lugar preciso que alguna vez había ocupado; ese lugar que esperaba un regreso que se supone necesario con una desolada, redonda sombra de vacío. También me deshice de un montón de postales ajadas, enviadas por una desconocida que con toda seguridad había sido para él, el hombre muerto, la más amada, la más apetecida.
Otra vez, en otra fecha, esta mucho más cercana, heredé por simple abandono la habitación de alguien que escapó en silencio de la ¿poco gratificante? ¿aburrida? ¿insostenible? ¿simplemente horrorosa? cotidianidad que le ofrecían. En un único cajón de color verde desesperanzado, un montón de tarjetas y folletos que habían sido sueños, proyectos de vida, ilusiones desvanecidas de un posible futuro compartido, se mezclaban de forma por demás promiscua, casi podría decir obscena, con algún documento personal donde el ahora alejado mostraba una juventud aún mayor de la que llevaba encima en el momento mismo en que decidió desandar el camino y volver a su lugar de origen, a sus bien conocidos, quizás protectores, espacios infantiles; a sus, por ajetreados, más tranquilizadores fantasmas familiares.
¿No imitaría yo su huida si todavía pudiera hacerlo? Estúpida pregunta. Hace años que, casi sin darme cuenta, por pura vocación de supervivencia, tuve que elegir el cobijador desamparo del exilio, y por esa elección precipitada, sin ninguna otra elección posible, parezco obligado a quedarme hasta la muerte donde estoy; desprendido de todo lazo familiar, nostálgico y desarraigado.
La muerte duele, sí, pero mientras esperamos su llegada con la secreta y estúpida esperanza de que nos olvide para siempre, de que nunca jamás llame a nuestra puerta, ¡cuánto y qué profundamente duelen algunas despedidas!

lunes, junio 20, 2011

indignados: pocas palabras ¿bastan?


Todas las fotos las sacó mi cámara.
Hombre de paz, son los únicos disparos que hago en mi vida.














(C)Dante Bertini.BCN.2011