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miércoles, julio 13, 2011

duele la muerte


Duele la muerte, aunque sea ajena. A veces como una puñalada en el corazón, otras como un golpe que quiebra tu verticalidad y te hace caer de rodillas, orante de un credo que ni siquiera profesas, oficiante de un rito desconocido, esotérico, al que ni siquiera rindes pleitesía. Duele la muerte, sí, y aunque digamos que no duelen menos algunos abandonos, el desamor, las pérdidas, ninguno de estos avatares es tan irreversible, irreparable, desgarrador, como la muerte física.
¿Qué quedará de nosotros? ¿Qué de nuestros orgullos, nuestras hambres y deseos, nuestra vanidad y nuestro egocentrismo?
Alguna vez, en otra década, heredé, comprándola, la casa de un hombre que había muerto lejos de ella. A sus hijos solamente les interesaba el dinero. Fantaseaban con adquirir sus propios deshechos futuros, su propia basura. Tuve que tirar la ropa del finado y limpiar cajones donde guardaba sus cartas y sus fotos, los recibos de ese teléfono que ya no volvería a usar y los pasajes de los autobuses que nunca más tomaría. Encontré gemelos de camisa desparejados, programas de teatros ya desaparecidos, agujas, hilos y hasta algún botón perdido que jamás volvería a ocupar aquel lugar preciso que alguna vez había ocupado; ese lugar que esperaba un regreso que se supone necesario con una desolada, redonda sombra de vacío. También me deshice de un montón de postales ajadas, enviadas por una desconocida que con toda seguridad había sido para él, el hombre muerto, la más amada, la más apetecida.
Otra vez, en otra fecha, esta mucho más cercana, heredé por simple abandono la habitación de alguien que escapó en silencio de la ¿poco gratificante? ¿aburrida? ¿insostenible? ¿simplemente horrorosa? cotidianidad que le ofrecían. En un único cajón de color verde desesperanzado, un montón de tarjetas y folletos que habían sido sueños, proyectos de vida, ilusiones desvanecidas de un posible futuro compartido, se mezclaban de forma por demás promiscua, casi podría decir obscena, con algún documento personal donde el ahora alejado mostraba una juventud aún mayor de la que llevaba encima en el momento mismo en que decidió desandar el camino y volver a su lugar de origen, a sus bien conocidos, quizás protectores, espacios infantiles; a sus, por ajetreados, más tranquilizadores fantasmas familiares.
¿No imitaría yo su huida si todavía pudiera hacerlo? Estúpida pregunta. Hace años que, casi sin darme cuenta, por pura vocación de supervivencia, tuve que elegir el cobijador desamparo del exilio, y por esa elección precipitada, sin ninguna otra elección posible, parezco obligado a quedarme hasta la muerte donde estoy; desprendido de todo lazo familiar, nostálgico y desarraigado.
La muerte duele, sí, pero mientras esperamos su llegada con la secreta y estúpida esperanza de que nos olvide para siempre, de que nunca jamás llame a nuestra puerta, ¡cuánto y qué profundamente duelen algunas despedidas!

domingo, junio 12, 2011

de MADRID, al MATADERO


Tomabámos una gaseosa en un bar cercano al Matadero madrileño.
-Para entrar en estos movimientos artísticos de vanguardia hay que ser estúpido-, dice Monsieur Ch, sentado en una silla de tijera, junto a mí: gafas de sol aleopardadas cubriéndole los ojos y, como en aquella canción del pop español, top en los Hit Parades de hace unos cuantos años, "auténtico veneno (crítico) en la piel". No me atreví a decirle "¿¡Adónde vamos a ir a parar!?" porque estábamos en la Capital del Reino y los dos sabíamos muy bien cuál sería nuestro destino más o menos próximo.
Demostrando que todavía podemos hacer dos cosas al mismo tiempo, mientras sorbíamos nuestras gaseosas hojeábamos en plan pas de deux otoñal unos folletos primaverales de la Moderna Movida Madrileña (también conocida como Las Tres Emes) en los que se destacaban algunos eventos que parecían sacados -o simplemente salidos- del célebre mingitorio de Marcel Duchamp. Para eso mejor detenerse en las nuevas tiendas de los sanitarios Roca, donde también se empeñan, y con mejores resultados, en rodear de arte a nuestras deposiciones.



Madrid, como siempre, estaba preciosa y el Matadero -¡Más, por favor!- es un espacio espléndido, con techos altos y paredes carbonizadas en donde dan ganas de hacer cualquier cosa, aunque sólo sea por puro horror al vacío.
Llegamos a las tres y media de la tarde y, milagros de cierto incomprensible subdesarrollo funcionarial que supone que los espectadores de arte merecen ser castigados por sus extrañas aficiones, un guardia jurado de imponente figura nos dice que no podemos entrar hasta las cuatro. La vanguardia, o los que la cobijan, también quieren dormir la siesta.


Quizás impresione este lugar gigante con enormes plazas interiores y laboratorios de investigación artística y teatros y café-restaurantes y espacios para charlar, meditar, inventar, exponer, mostrarse, que conserva todavía con orgulloso desparpajo gore los azulejos que anunciaban su anterior destino: degüello de ganado lanar, degüello de ganado ovino, degüello de cerdos y, a la puerta de este último, ahora una sala numerada con un notable, rotundo, emparejado dos, toparse con una foto de la cara en primer plano de Rafael Amargo, dispuesto a venderse solo y sin edulcorantes, como si de una tacita de café Nespresso se tratara.
En las salas de exposiciones -muy espaciosas, oscurísimas, vacías- y como parte de PHotoEspaña 2011, se proyectan vídeos de distinta catadura. En uno de ellos nos mostraron cabezas de hombre filmadas de forma cenital. Sólo eso, que no es demasiado, ya que todas ellas se veían escasamente pobladas de pelo y con apariencia poco juvenil; las típicas crismas inadecuadas para un anuncio de suavizante capilar o de champú, las mismas que sus propietarios suelen tapar, pudorosos, con gorras, sombreros o peluquines. Como única compañía, un sonido gutural producido por la garganta de los modelos calvos fotografiados. Un contenido minimal e inexplicable al mismo tiempo, que sin embargo para mí tuvo mucho interés: pude comprobar que sigo moviéndome con bastante soltura y considerable equilibrio en medio de la oscuridad más cerrada.
La otra exposición, el otro vídeo -48, de Susana de Sousa Dias- cuenta algo muy serio: los actos inquisitoriales, siniestros y tenebrosos, de la dictadura más resistente de Europa: la de Oliveira Salazar, 48 años en la historia reciente de la cercana y ahora nuevamente amenazada Portugal.



Estábamos parando en un hotel de Chamberí, ese barrio residencial arbolado de acacias y plátanos que, caminándolo, me hizo inventar una estrofa que dice:
Estas señoriales casas
con sus señoriales frentes
estas señoriales calles
con sus señoriales gentes...

Suelen sucederme cosas así, no deberían preocuparse.
Antes, cuando mi invención se mantenía controlada, sin desbocarse, solía cantar temas acordes con el lugar donde me encontraba: Valencia, es la tierra de las flores, chipún, chipún...Buenos Aires, mi tierra querida, barabirabinbín....Granada, tierra soñada por mí...tarará, tararí...April in Paris, tururúruruuuu...
Antes, sí; antes todo era distinto.
Ganado por un espíritu ALLENígena, producto post-visionado de su última incursión por la medianoche parisina, me quedé durante varias horas en una esquina de la Castellana para ver si pasaba algún coche antiguo decidido a arrastrarme hasta las calles del pasado, aquellas en las que mis amigos y yo éramos jóvenes que soñaban con cambiar el mundo...o al menos con darle un revolcón que conmoviera sus entrañas, pestilentes de tanto tragar sueños muertos.
Pero no, en ningún momento pasaron a buscarme, a pesar de que en muchos rincones de la ciudad se veían nuestros clones hermanos empeñados en cumplir lo que nosotros, mucho tiempo antes, nos habíamos prometido.
No siempre la realidad imita al arte.

El viaje continuó sin tropiezos, hasta que al doblar una esquina me encontré con Alejandra Pizarnik. Pero esto se los contaré en la próxima. Chau.



Todas las fotos -Liz en primer plano, Show-room Roca, Plaza del Matadero, Plaza del Sol y Banderola- son de mi propiedad...y tengo muchas más, por si a alguien le interesa.