
Duele la muerte, aunque sea ajena. A veces como una puñalada en el corazón, otras como un golpe que quiebra tu verticalidad y te hace caer de rodillas, orante de un credo que ni siquiera profesas, oficiante de un rito desconocido, esotérico, al que ni siquiera rindes pleitesía. Duele la muerte, sí, y aunque digamos que no duelen menos algunos abandonos, el desamor, las pérdidas, ninguno de estos avatares es tan irreversible, irreparable, desgarrador, como la muerte física.
¿Qué quedará de nosotros? ¿Qué de nuestros orgullos, nuestras hambres y deseos, nuestra vanidad y nuestro egocentrismo?
Alguna vez, en otra década, heredé, comprándola, la casa de un hombre que había muerto lejos de ella. A sus hijos solamente les interesaba el dinero. Fantaseaban con adquirir sus propios deshechos futuros, su propia basura. Tuve que tirar la ropa del finado y limpiar cajones donde guardaba sus cartas y sus fotos, los recibos de ese teléfono que ya no volvería a usar y los pasajes de los autobuses que nunca más tomaría. Encontré gemelos de camisa desparejados, programas de teatros ya desaparecidos, agujas, hilos y hasta algún botón perdido que jamás volvería a ocupar aquel lugar preciso que alguna vez había ocupado; ese lugar que esperaba un regreso que se supone necesario con una desolada, redonda sombra de vacío. También me deshice de un montón de postales ajadas, enviadas por una desconocida que con toda seguridad había sido para él, el hombre muerto, la más amada, la más apetecida.
Otra vez, en otra fecha, esta mucho más cercana, heredé por simple abandono la habitación de alguien que escapó en silencio de la ¿poco gratificante? ¿aburrida? ¿insostenible? ¿simplemente horrorosa? cotidianidad que le ofrecían. En un único cajón de color verde desesperanzado, un montón de tarjetas y folletos que habían sido sueños, proyectos de vida, ilusiones desvanecidas de un posible futuro compartido, se mezclaban de forma por demás promiscua, casi podría decir obscena, con algún documento personal donde el ahora alejado mostraba una juventud aún mayor de la que llevaba encima en el momento mismo en que decidió desandar el camino y volver a su lugar de origen, a sus bien conocidos, quizás protectores, espacios infantiles; a sus, por ajetreados, más tranquilizadores fantasmas familiares.
¿No imitaría yo su huida si todavía pudiera hacerlo? Estúpida pregunta. Hace años que, casi sin darme cuenta, por pura vocación de supervivencia, tuve que elegir el cobijador desamparo del exilio, y por esa elección precipitada, sin ninguna otra elección posible, parezco obligado a quedarme hasta la muerte donde estoy; desprendido de todo lazo familiar, nostálgico y desarraigado.
La muerte duele, sí, pero mientras esperamos su llegada con la secreta y estúpida esperanza de que nos olvide para siempre, de que nunca jamás llame a nuestra puerta, ¡cuánto y qué profundamente duelen algunas despedidas!