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domingo, junio 12, 2011

de MADRID, al MATADERO


Tomabámos una gaseosa en un bar cercano al Matadero madrileño.
-Para entrar en estos movimientos artísticos de vanguardia hay que ser estúpido-, dice Monsieur Ch, sentado en una silla de tijera, junto a mí: gafas de sol aleopardadas cubriéndole los ojos y, como en aquella canción del pop español, top en los Hit Parades de hace unos cuantos años, "auténtico veneno (crítico) en la piel". No me atreví a decirle "¿¡Adónde vamos a ir a parar!?" porque estábamos en la Capital del Reino y los dos sabíamos muy bien cuál sería nuestro destino más o menos próximo.
Demostrando que todavía podemos hacer dos cosas al mismo tiempo, mientras sorbíamos nuestras gaseosas hojeábamos en plan pas de deux otoñal unos folletos primaverales de la Moderna Movida Madrileña (también conocida como Las Tres Emes) en los que se destacaban algunos eventos que parecían sacados -o simplemente salidos- del célebre mingitorio de Marcel Duchamp. Para eso mejor detenerse en las nuevas tiendas de los sanitarios Roca, donde también se empeñan, y con mejores resultados, en rodear de arte a nuestras deposiciones.



Madrid, como siempre, estaba preciosa y el Matadero -¡Más, por favor!- es un espacio espléndido, con techos altos y paredes carbonizadas en donde dan ganas de hacer cualquier cosa, aunque sólo sea por puro horror al vacío.
Llegamos a las tres y media de la tarde y, milagros de cierto incomprensible subdesarrollo funcionarial que supone que los espectadores de arte merecen ser castigados por sus extrañas aficiones, un guardia jurado de imponente figura nos dice que no podemos entrar hasta las cuatro. La vanguardia, o los que la cobijan, también quieren dormir la siesta.


Quizás impresione este lugar gigante con enormes plazas interiores y laboratorios de investigación artística y teatros y café-restaurantes y espacios para charlar, meditar, inventar, exponer, mostrarse, que conserva todavía con orgulloso desparpajo gore los azulejos que anunciaban su anterior destino: degüello de ganado lanar, degüello de ganado ovino, degüello de cerdos y, a la puerta de este último, ahora una sala numerada con un notable, rotundo, emparejado dos, toparse con una foto de la cara en primer plano de Rafael Amargo, dispuesto a venderse solo y sin edulcorantes, como si de una tacita de café Nespresso se tratara.
En las salas de exposiciones -muy espaciosas, oscurísimas, vacías- y como parte de PHotoEspaña 2011, se proyectan vídeos de distinta catadura. En uno de ellos nos mostraron cabezas de hombre filmadas de forma cenital. Sólo eso, que no es demasiado, ya que todas ellas se veían escasamente pobladas de pelo y con apariencia poco juvenil; las típicas crismas inadecuadas para un anuncio de suavizante capilar o de champú, las mismas que sus propietarios suelen tapar, pudorosos, con gorras, sombreros o peluquines. Como única compañía, un sonido gutural producido por la garganta de los modelos calvos fotografiados. Un contenido minimal e inexplicable al mismo tiempo, que sin embargo para mí tuvo mucho interés: pude comprobar que sigo moviéndome con bastante soltura y considerable equilibrio en medio de la oscuridad más cerrada.
La otra exposición, el otro vídeo -48, de Susana de Sousa Dias- cuenta algo muy serio: los actos inquisitoriales, siniestros y tenebrosos, de la dictadura más resistente de Europa: la de Oliveira Salazar, 48 años en la historia reciente de la cercana y ahora nuevamente amenazada Portugal.



Estábamos parando en un hotel de Chamberí, ese barrio residencial arbolado de acacias y plátanos que, caminándolo, me hizo inventar una estrofa que dice:
Estas señoriales casas
con sus señoriales frentes
estas señoriales calles
con sus señoriales gentes...

Suelen sucederme cosas así, no deberían preocuparse.
Antes, cuando mi invención se mantenía controlada, sin desbocarse, solía cantar temas acordes con el lugar donde me encontraba: Valencia, es la tierra de las flores, chipún, chipún...Buenos Aires, mi tierra querida, barabirabinbín....Granada, tierra soñada por mí...tarará, tararí...April in Paris, tururúruruuuu...
Antes, sí; antes todo era distinto.
Ganado por un espíritu ALLENígena, producto post-visionado de su última incursión por la medianoche parisina, me quedé durante varias horas en una esquina de la Castellana para ver si pasaba algún coche antiguo decidido a arrastrarme hasta las calles del pasado, aquellas en las que mis amigos y yo éramos jóvenes que soñaban con cambiar el mundo...o al menos con darle un revolcón que conmoviera sus entrañas, pestilentes de tanto tragar sueños muertos.
Pero no, en ningún momento pasaron a buscarme, a pesar de que en muchos rincones de la ciudad se veían nuestros clones hermanos empeñados en cumplir lo que nosotros, mucho tiempo antes, nos habíamos prometido.
No siempre la realidad imita al arte.

El viaje continuó sin tropiezos, hasta que al doblar una esquina me encontré con Alejandra Pizarnik. Pero esto se los contaré en la próxima. Chau.



Todas las fotos -Liz en primer plano, Show-room Roca, Plaza del Matadero, Plaza del Sol y Banderola- son de mi propiedad...y tengo muchas más, por si a alguien le interesa.

viernes, junio 11, 2010

un ave de ida y vuelta (tres)



...paso una y otra vez frente al elefante acróbata de Barceló instalado en la explanada delantera del edificio de Caixa Forum: "Gentileza del autor" dice un pequeño cartel al costado de la elefantiásica pieza y yo me pregunto si quedará allí definitivamente, porque si fuera así, ¡qué regalo exquisito para la ciudad este enorme gesto, irónico y festivo, del inagotable mallorquín! Barcelona, tan pobre en esculturas de calidad, no ha logrado nada parecido de este artista supuestamente cercano, y el gato gordo de Botero, callejero al fin, desprovisto de dueño, deambula de un lado a otro sin encontrar un destino definitivo donde aposentarse.
Finalmente, el último día de mi viaje entré a ver esta exposición retrospectiva y, entre todas las obras expuestas, volví a elegir, ya que nadie iba a cobrarme por hacerlo, el gran lienzo con tomates cortados, y recortados, (ver foto) sobre un fondo al que podría llamar con total impunidad blanco, si no fuera porque recuerdo aquel texto de Borges donde lo matizaba, como Barceló, de acuerdo a sus mil variantes posibles.
A unos metros de allí La Fábrica exponía fotografías de Diane Arbus, otro viejo conocido mil veces frecuentado; de esos que ya no te sorprenden, pero a los que siempre alegra, aunque resulte paradójico por la incisiva crudeza de sus temas, volver a ver una vez más. Era consciente de otra paradoja: me estaba despediendo de la colorida, luminosa y libresca ciudad rebosante de primavera, con aquel cortejo de fantasmales presencias fotográficas.
Un momento antes había dejado mis trastos en la consigna de Atocha y gastaba mis últimas horas de Madrid por las cercanías de la estación, con la misma sensación de permisible despilfarro conque se gastan los últimos centavos de una moneda extranjera de imposible uso en nuestro lugar de origen.
Esa misma mañana, mientras desayunaba en la Plaza de la Plateria, rodeado de gorriones espabilados (¡piaf, piaf!) que roban de los platos apenas te descuidas, y de gente amable con caras humanas que repetían en plan slogan, desde sus negras camisetas impresas, un texto del Romeo y Julieta de Shakespeare -"Lo que el amor puede, el amor lo debe intentar"-, había recibido una recomendación pictórica y un florido consejo: "tendrías que acercarte hasta la rosaleda del Botánico, aquí enfrente mismo, girando a la izquierda".
Me gustan las rosas y tenía pensado dar un paseo hasta el Palacio de Cristal, así que, por supuesto, fui hasta ellas. Vi mariposas y mirlos, cuadrillas de muchachos silenciosos camuflados de hoja ocupándose de la jardinería, señoras charlando animadamente debajo de árboles majestuosos y sobre todo muchísimos gorriones (¡piaf, piaf!) dispuestos a no dejarme olvidar del espectáculo, ¡Piaf!, que había visto la tarde anterior.
Dejo para el final mi encuentro con la magia imprevisible del teatro, que en este caso estaría presente inclusive más allá del escenario -un despliegue de talento que quizás, por despiste o ignorancia, pasará desapercibido para el gran público de España-, una magia a la que podríamos poner muchos otros nombres, pero, se llame de la manera que nuestras creencias permitan o decidan llamarla, estuvo presente en todo lo que sucedió la tarde del domingo a partir de mi llegada al Nuevo Teatro Alcalá, un espacio cómodo, precioso, entrañable y con una ubicación realmente privilegiada.
Todo comenzó cuando acerqué los labios al cristal separador de la taquilla para pedir lo que deseaba:
-Una entrada, por favor...Elija usted una desde donde se vea bien, que no conozco el teatro... y que además no sea de las más caras...Vengo desde Barcelona.
El taquillero me mira sin decir una palabra y me alcanza un trozo de cartulina por debajo del cristal:
-Llévate ésta. Lo verás muy bien, te lo aseguro.
-¿Primera fila del anfiteatro? Arriba? ¿No será muy lejos?
Sonríe ahora, el boletero con gafas:
-Te aseguro que lo verás mucho mejor de lo que puedas imaginarte.
Cuando una hora después entrego la entrada en la puerta principal del teatro, el joven receptor me dice:
-Aguarde un momento aquí. Ahora vendrá una compañera para ubicarlo.
La compañera es joven, bella y muy simpática; ágil, a pesar de su muy notable embarazo.
-Buenas Tardes, señor. Tengo una oferta para hacerle. Si no le molesta lo puedo ubicar en platea. Hay algunos espacios libres.
Digo sí, por supuesto. Fila cinco, primer asiento del pasillo izquierdo. Una posición inmejorable.
El montaje es perfecto, un prodigio de ritmo, iluminación y puesta en escena. La visión de los entretelones vitales de la Piaf es discutible, aunque se entiende porque la autora, Pam Gems, es inglesa y el gorrión de París sigue siendo uno de los símbolos sagrados de la nación francesa, esa amistosa enemiga.
Todo el público aplaude en pie. Fin del espectáculo.
Cuando salgo al foyer la guapa embarazada me pregunta mi opinión sobre la obra:
-¿Y, le ha gustado?
Asiento con auténticas ganas y un segundo después, como Borges y Barceló, matizo. Hablamos un rato sobre los proyectos futuros de la compañía y entonces me entero que no montarán la obra en Barcelona: cuando acabe la temporada de Madrid piensan dejar de representarla. Elena Roger vuelve a Londres para otro montaje inglés, gran parte del elenco retorna a su ciudad de origen, Buenos Aires, y sólo dos o tres de los bailarines piensan tentar suerte en Europa.
Antes de despedirme, le digo:
-Gracias por todo...y que el niño o niña llegue con mucha felicidad.
-Es un niño, ya lo sé- me dice contenta-. Se va a llamar Dante.
Escalofrío, vellos tiesos como espinas, incredulidad, emoción, asombro.
Le paso una tarjeta de primavera-verano:
-Es que yo también me llamo Dante... Es inaudito!
Nos tocamos las manos para alejar cualquier sospecha de alucinación y después de contarnos emocionados algo más de nuestras vidas, decido dejarle un volumen de amorimás que llevaba en el bolso. En la primera página escribí, sin que me ella lo pidiera, una dedicatoria:
"A Damiana, pero sobre todo, y perdón por esto, al futuro Dante".
Un delicioso viaje este que hice por Madrid.
Habría que creer un poco más en la bondad de los extraños.

Fotos de Bertini: Arbus and me, Charla-Botánico, Barceló-tomates, RomeoJulieta, Roger-Piaf.

miércoles, junio 09, 2010

un ave de ida y vuelta (dos)

No se en cuál momento exacto del relato madrileño abandoné el post anterior...y, lo reconozco, tampoco quiero saberlo.
La vida, y nuestros sentimientos, cambian por segundos. De pronto la euforia que me acompañaba se ha esfumado y no por eso voy a considerarme bipolar: hoy mismo, en dos blogs amigos se anunciaban muertes y hace unos minutos, por televisión, acabo de ver una película argentina realmente triste. En ella hay un grupo de gente que, desde Buenos Aires y Madrid, suelta globos cargados de deseos cada 31 de diciembre, con la ilusoria pretensión de que se encuentren en algún lugar del universo.
No lo hacen, por supuesto.
Es que, por mejor intención que le pongamos, por más gas que utilicemos para inflar nuestros deseos, hay encuentros realmente imposibles... Lacan dixit. Un domingo en otra ciudad nunca es domingo. Cuando estás en tu casa, los domingos conservan siempre su calidad de fiesta familiar; aunque no quieras enterarte, aunque pretendas negarlo. Invitas amigos, sales a comer fuera, te inventas un programa diferente, algún festivo y por lo general intrascendente programa de domingo.
Este domingo me encuentra solo en una ciudad por la que me puedo mover con la tranquilidad conque podría moverme en casa de un amigo muy cercano: relajadamente, sin miedos, con absoluta libertad, aunque sin usarle los chanclos y los calcetines al dueño de casa ni atreverme a abrir los cajones de su mesa de trabajo para curiosear dentro. Estoy decidido a ver Piaf esa misma tarde, a las 19.30. Es para mí la única función posible y no pudo perdérmela, así que me acerco al teatro para comprar una entrada. Podría haberlo hecho por teléfono o por Internet, pero prefiero la gestión directa: me permitirá conocer mejor el espacio, elegir dónde quiero sentarme. Una equivocación: la taquilla no abre hasta las cinco de la tarde. Voy a desayunar cerca del Parque del Retiro, a un Café dell'Arte de la calle de Alcalá. Ella es, junto a Serrano, Lagasca y la Gran Vía, una de mis favoritas. El café es buenísimo: de marca italiana y hecho por expertos. Para ser coherente pido también un sandwich tostado de mozzarella, tomate y jamón dulce. Italiano lo llaman ellos y está tan bueno como el café. Me siento en la terraza, al sol, comprobando que el de Madrid no escuece tanto como el de Barcelona. ¿Se hace necesario aclarar que no pretendo hacer con esto una competición solar entre dos ciudades demasiado afectas a las competiciones? Es poco más que un comentario epidérmico, sin mayor trascendencia. Como no tengo diario, bloc ni libro en los que escudarme, me ocupo en saborear lo que he pedido mientras miro la gente que pasa a mi lado: estoy sentado a pasos de una esquina de mucho tránsito, rodado y humano, y el movimiento, incesante, variopinto, jamás llega a ser caótico, atropellado, molesto. La gente está viviendo su mañana de domingo; una jornada poco particular, como tantas otras de su vida. Pasan con perros, con niños, con sombreros y gorras, con plantas, paquetes y periódicos. Un tipo muy acicalado lleva entre sus manos un pequeño ramo de flores muy grandes: dalias o crisantemos de colores brillantes. Lo exhibe delante de su cuerpo, como un Rey Mago doméstico, entregado a su papel de portador de mirra o de incienso. Hay alguien que será ¿sorprendido? por aquella ofrenda: ¿madre, hermana, amante, amigo? No me decido por ninguna opción, y cuando giro la cabeza para tratar de descubrir en las formas dorsales del portante al posible destinatario del regalo, mi mirada se cruza con la de una mujer morena que está escribiendo en otra mesa. Me acerco para pedirle una hoja de su bloc en espiral: he salido sin papel en blanco y quisiera anotar algunas cosas para que no se me pierdan para siempre en medio de Madrid. Apenas han pasado unos segundos y ya me encuentro sentado a su lado, enterándome de que soy un mediador, no un líder, y que mi labor sobre la tierra es la de servir como puente transmisor entre lo nuevo y lo viejo, entre el pasado y el futuro.
"Sin embargo", me dice, "no te confundas. Lo único que existe es el aquí y ahora". Es mexicana, hija de judíos franceses y se enorgullece de haber vivido por todo el mundo, deteniéndose particularmente en sus felices 24 años neoyorkinos, sus tres no tan felices en Barcelona y los varios que vivió en la India, dedicada al estudio de las enseñanzas y prácticas budistas. Le dejo una tarjeta de otoño-invierno para que se comunique conmigo. Se llama Sara, según me dijo, y no se si algún día volveré a tener noticias suyas. Mientras me explica su concepción de un nuevo mundo, suena el teléfono y Nuria me dice si nos encontramos un poco más tarde para comer juntos. Nos citamos en la Puerta del Sol y camino hasta allí alegremente, con alas en los pies, como un Hermes sin acento. Tanta ligereza se debe, estoy casi seguro, al perfume que me puse antes de salir: un Hermés de su línea verde. Este sí con acento en la segunda E, espléndida mezcla de maderas nobles con aromas cítricos, ácidamente frutales.
Nuria insiste en mostrarme el Casino de Madrid por dentro. Parapetado tras un mostrador que imagino de mármol, nos espera un tipo joven y relativamente guapo, de uniforme (¿verde?) a la inglesa y con la piel y el pelo notablemente grasos. No quiere que veamos nada de lo que hay dentro y aunque Nuria insiste en mostrarme los salones con la excusa de que soy un turista extranjero interesado en verlos, el portero uniformado es inflexible y repite no, no y no, como si de una cupletista antigua se tratara.
-Vamos -digo yo- porque si no me entrarán ganas de decirle que un lugar con tantas pretensiones debería cuidar mejor la limpieza, sobre todo en los caminos de alfombra de sus escaleras.
Al pan, pan, y al vino, vino. A la simpatía simpatía y a la necedad lo que le corresponde.
Desde allí, riéndonos, nos vamos hacia el Palacio de Oriente, con sus jardines bien cuidados y sus estatuas reales, que según me cuenta Nuria, estaban ubicadas en las alturas mismas del monumental edificio, hasta que una de las coronadas reinas tuvo un sueño en el que los conviados de piedra caían sobre su cabeza y, entre atónita y aterrada, decidió situarlas más a ras de tierra, bien por debajo de donde dormía.
Mientras los parasoles de las tabernas cercanas despiden nubes de agua fresca sobre nuestras cabezas, coros de jóvenes cristianos refrescan sus creencias cantando himnos litúrgicos junto a los canteros florecidos. Inspirados y hambrientos, nos zampamos dos buenos platos de ensalada verde copiosamente regados con claras bien frías, mientras yo decido que la narración de este corto viaje a la Capital del Reino se alargará un poco más de lo que en un primer momento había pensado.
¡Hasta la próxima, amigos!
Fotos de Dante Bertini: Viena dreams, elefante Barceló, Piaf, espaldas