Días atrás, a raíz de un post que ilustré "casi casualmente" con una sensual fotografía "tahitiana" de Gian Paolo Barbieri, recordé a Paul Gauguin. Es un pintor al que han dañado -sin pretenderlo, supongo- las mueblerías y grandes superficies, inundando sus estanterías y paredes con reproducciones, no siempre demasiado cuidadas, de sus obras más características. No es el único damnificado, por supuesto. Las obras del abigotado pintor parisino comparten cartel con el Guernica y los arlequines de Picasso, muchos preciosos retratos de Modigliani, varias de las invenciones surrealistas de Magritte, el cristo suspendido de Dalí y las niñas bailarinas de Degas. Son a la pintura lo que Marilyn es al cine o el Comandante Ché Guevara a la revolución social. Un ícono-resumen, la imagen que supuestamente vale más que mil palabras y nos libera de otras tantas acciones.Aquel día, recordando a Gauguin, me trasladé por un momento hasta la habitación que ocupaba en casa de mis padres durante mi más temprana adolescencia, el primer lugar que de alguna manera pude considerar "mi auténtica casa". Cercana a esa gran terraza superior donde mi padre y yo desplegábamos nuestras inquietudes de jardineros urbanos, había un cuartucho de tres por tres con una puerta acristalada y una pequeña ventana que se abría a un lavadero interior; un habitáculo sin demasiado interés, pero absolutamente despegado del resto de la vivienda. Abandonado durante años, aquel espacio sin ángel significaba una posibilidad de independencia que yo anhelaba y el resto de la familia, sobre todo mi madre, temía.
Como "no se puede conseguir todo lo que deseas pero sí lo que de verdad necesitas" -¡alta sabiduría la de los Rolling Stones"!- finalmente pude hacerme con aquella habitación. En pocos días logré reunir los pocos muebles imprescindibles entre aquellos deshechados por mis padres, una buena cantidad de enseres útiles que gracias al rechazo familiar se veían convertidos en incómodos habitantes de rincones siempre necesarios para cualquier otra cosa. Una cama de una plaza algo destartalada -la mía habitual "debía" quedar donde estaba-, una estantería muy estrecha y alta de madera barata que pinté de gris oscuro -mi querida biblioteca personal hasta mi alejamiento definitivo de aquella casa- y el baúl que había usado mi padre, don Giovanni Dante, en su traslado desde Italia hasta Argentina. Extraño destino viajero el de este artefacto: de Europa a Sudámérica y de allí de nuevo a Europa. Su cuerpo oscuro, de madera de nogal recubierta con una espesa, resistente e impermeable tela negra, ha paseado por varias ciudades italianas, ha recorrido Buenos Aires, Madrid, Canarias, Ibiza, París y, sólo en Barcelona, ha descansado en al menos cuatro casas. ¿Cuántos de su misma especie habrán viajado tanto? ¿Cuántos de ellos sobrevivirán a estos últimos y accidentados ochenta años?
Cuando los amigos de aquella época entraban por primera vez a mi cuarto, solían preguntar algo parecido a: ¿No te quedó demasiado oscuro? Aunque eran todos muy machitos, sus madres les pintaban las paredes de colores pastel, generalmente verde "Nilo" o rosa "Bouquet", sin siquiera preguntarles una opinión que probablemente tampoco hubieran tenido. Sí señores: mi cuarto era bien oscuro. Gris foncé(e), según los franceses. Me parecía que ya había bastante color en los lomos de los libros y en la manta escocesa que cubría la cama, así que pinté todo el cuarto, techo incluído, del mismo color de la estantería-biblioteca, para después clavar sobre la pared donde se apoyaba el baúl viajero negro una hermosa rama de árbol seca y ennegrecida que encontré en la calle. El otro adorno de las oscuras paredes era una reproducción a cuatro páginas -espléndido regalo navideño de la revista alemana Schöner Wohnen- de, -¡y al fin enlazo con el principio!- una magnífica obra de Eugène Henri Paul Gauguin: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?
Mientras escribo esto me doy cuenta que muchos años después, y sin ningún milagro de por medio, he logrado reverdecer más de una rama casi muerta y he podido dar bastante más color a mis paredes. También he llegado a contestar(me), siempre para mí y a mi manera, aquellas tres incómodas preguntas del pintor francés. Aunque si a nadie le molesta o/y saben disculparme, todo esto lo dejaré para otro día en el que no me encuentre tan cansado.
A la vuelta de mi casa hay una florería que sólo vende rosas. Sus dueños, ajenos a cualquier rebuscada metáfora, le han puesto "Au nom de la rose". Un nombre sin duda alguna borgiano, pensé yo en su momento, sin embargo cuando les hice un comentario al respecto ellos pusieron cara de no saber de qué les estaba hablando. Ayer por la mañana, después de un nada frugal desayuno en la cafetería del Flamant con el editor del libro que estamos diseñando/ilustrando, pasé por la puerta de la tienda de flores y me encontré con un cartel que decía: "Hoy, 24 de noviembre, Santa Flora: Regale Rosas". No sabía que había una santa con el nombre de mi madre, y aunque son muchos los hijos que piensan que sus madres merecerían un altar, yo estoy convencido de que la mía nunca hubiera llegado a estar siquiera nominada para la beatificación. Y no porque haya sido una mala mujer o estuviera desprovista de bondad y carisma, sino porque nunca tuvo patrocinadores ocupándose de la promoción de sus mil y un milagros domésticos. Mi pequeña y cariñosa madre. No pienso demasiado en ella, lo reconozco, pero ver su nombre allí, rodeado de rosas de todos los colores, me emocionó mucho. Como decía María Belinchón en su bolero "La estúpida": "lagrimita que te asomas negándote a caer, rueda, rueda tranquila, que nadie te puede ver". Cuando finalmente salí de mi estupor, compré tres rosas de color evanescente y origen ecuatoriano. "Son para mi madre", le dije al vendedor, sin aclararle que ya estaba muerta. "Estas huelen muy bien", me dijo él suponiéndola viva y con todos sus sentidos alertas. Ahora tengo las tres rosas al lado del ordenador, en un alto tubo de ensayo que suele oficiar de florero. Como ni siquiera conocía su existencia, le pregunto a Google quién era esta Santa Flora. Entre otras muchas respuestas me quedo con esta, la mejor redactada:



Sí... bien, es verdad; lo reconozco. El título es de lo más tramposo y demagógico, un intento seguramente inútil de este blog, a todas luces minoritario, por llegar a las audiencias masivas de, por ejemplo, Telecinco te la hinco (lo dicen ellos; yo sólo actúo como repetidor) o la cadena de radio Ser o no Ser. Pero para mi descargo, esta no es la única razón que me ha hecho titularlo así. Desde hace varios días tengo esa frase grabada en la cabeza y la única manera de exorcizarla es aceptando que el suceso sucedió Realmente, que la imagen que nos muestran por televisión una y otra vez es tan Real como real, que la escalofriante y sobreactuada escena no es parte de los Guiñoles del Guiñol y los personajes que aparecen allí sentados no son muñecos de gomaespuma, sino auténticos dirigentes mundiales que, además de poder, tienen en sus manos nuestros ya de por sí procelosos destinos.
Ayer, nueve de noviembre, este blog cumplió 




