"La elite mundial acude perpleja a su cita anual en Suiza." Podrían haberse quedado en casa, se me ocurre pensar, mientras me los imagino, poooooor people, atrincherados tras trajes de corte impecable... o abandonando unos coches tan cómodos y relucientes como sus zapatos... o bajando de sus costosísimos aviones particulares, aunque eso sí: impregnados en todo momento por ese sentimiento, la perplejidad, que los diccionarios definen como "duda o confusión del que no sabe qué hacer o pensar en determinada situación". Para aquellos que ni aún con esta ayuda puedan hacerse una idea de lo que el vocablo perplejo significa, digamos que es similar a la cara del presidente Zapatero cuando, en el muy amañado cuestionario televisivo del lunes, un atrevido muchachote del norte le preguntó si estaba al tanto de que España proveía armas en cantidades más que notables a los mismos grupos y países que luego pretendía(mos) pacíficos. Por suerte nuestro José Luis -él suele tutear a todo el mundo, así que yo me atrevo a llamarlo por su nombre de pila- ha ido adquiriendo suficientes tablas, y sin cambiar demasiado su, por otro lado habitual, expresión de perplejidad, nos tranquilizó declarando con bastante firmeza en la voz y el presunto aval de ciertos documentos supuestamente guardados en algún cajón de su despacho, que las armas españolas jamás se usaban para herir ni matar a nadie. Suena increíble, pero no hay por qué sospechar de sus palabras. Existe gente muy extraña en este mundo; gente capaz de coleccionar las cosas más inauditas, más inesperadas. Misiles, por ejemplo. ¿No encontraremos entre estos coleccionistas de extravagancias, al menos unos cuantos interesados en hacerse cargo de esos pobres animalitos que, siempre según el diario La Vanguardia, están condenados a desaparecer en muy corto tiempo? "Alerta por el declive del pingüino emperador", anunciaba el titular del diario barcelonés, parafraseando el nombre de una interesante, muy dialogada película canadiense. Y ya puestos a hablar de películas -algunos de ustedes conocen mi fascinación por la mal llamada asociación libre (¡como si nuestro inconsciente pudiera permitir(se) algo semejante!)-, les cuento que el viernes de la semana pasada vi Revolutionary Road, la película de Sam Mendes basada en una cáustica, ya cincuentona novela de Richard Yates, otro "agudo cronista del desencanto vital de la América de clase media". Después de lo escrito, me cuesta confesar mi personal perplejidad en caso de un hipotético nombramiento como jurado del Oscar a la mejor interpretación masculina. El maldito Leonardo Di Caprio ha hecho tambalear mi certeza por la que suponía una estatuilla incuestionable: la de Sean Penn en su magnética recreación del líder gay californiano Harvey Milk. Sin embargo ni siquiera necesito preocuparme por mi futura perplejidad ante ese presunto dilema. La oscura, revulsiva, sensible, inteligente, magnífica película de Sam Mendes, con su mujer, la ahora menos redondeada aunque siempre voluptuosa Kate Winslet en el prota(a)gónico femenino, no ha logrado ni una sola nominación para sus no menos adjetivables actores principales. A estas alturas, ya no tan perplejo, me atrevo a preguntar: ¿qué esperaban sus productores? ¡Si es que este film no defiende de forma clara y tajante los valores más incuestionables de la sociedad occidental! ¡Si es que en ningún momento apuesta por la defensa de las minusvalías espirituales ni aboga a favor de los preceptos más sagrados e intocables de nuestra cultura! Los fans del binomio di Caprio- Winslet esperaban satisfacerse con una tórrida continuación de Titanic. ¡Pero es que ésta ni siquiera termina románticamente bien! ¿No se dan cuenta que con productos de este tipo nunca lograremos salir de nuestra cada día más creciente perplejidad?
Hacia finales de marzo recibí una carta suya. Estaba concentrado en El
Escorial y me pedía que nos encontráramos en Galapagar. Él me estaría
esperando en s...
Hace 1 día