viernes, diciembre 30, 2011

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Mi farmacéutico, que es un tipo joven, amable, simpático y con una cara de rasgos muy marcados, de luminosa intensidad, me dijo el otro día:
-Todos los que dicen creer en estas fiestas son buenos durante los pocos días que ellas duran. Los incrédulos como tú y yo somos buenos durante todo el año.
Un año "nuevo" por delante y el panorama que se nos presenta no parece demasiado optimista.
Por supuesto no lo era cuando salí corriendo de Argentina para que las tres A (¿Amenaza, Atropello, Asesinato?) o cualquier otro grupo igualmente siniestro (o diestro, que en aquellos días todo era muy confuso) no pasara por encima de mi pobre cuerpo veinteañero sin siquiera detenerse para ver el estropicio producido.
Ni cuando, apenas cumplidos los diecinueve años, tuve que presentarme a una revisión para la mili, por aquellos tiempos obligatoria. Reconozco que para mí nunca fue menos sexi la exhibición de centenares de jóvenes desnudos formando unas colas que, a juzgar por las caras, parecían conducir de forma directa al infierno.
Tampoco puedo decir que fuera muy optimista mi entrada a los 25: "un cuarto de siglo", me decía, "y todavía no se que va a ser de mí en los próximos años."
Ese siglo, el primero de los míos, ha seguido trancurriendo sin detenerse ni un segundo y yo creci con él, mucho y casi sin darme cuenta.
Aquí estoy, sin embargo, ya en el segundo: vivito y todavía coleando.
¿Como una lagartija color esmeralda de la antigua isla de Formentera? ¿Como un picaflor vibrante en el mediodía estrepitosamente silencioso de Curuzú Cuatiá, Corrientes? ¿Como un perro salvaje, corriendo contento en medio de su jauría amiga por la desolada Costanera Sur de Buenos Aires?
Vivito, coleando y aún con ganas. El corazón herido convalesce con lentitud, a pesar de que, como dijera Borges de manera perfecta: "sólo una cosa no hay: es el olvido".
Seguimos pues... Seguimos.
Memoriosos, doloridos, sangrantes; sin saber muy bien por qué, seguimos.
Tal vez porque la ciudad donde nací todavía me espera y aún hay allí rastros notables de la lejana infancia, o porque y sus calles de aceras desastradas me cuentan valiosas historias antiguas que, a fuerza de vivir el estrepitoso día a día, olvidé casi sin darme cuenta durante el cambiante, a veces accidentado, trayecto de mi vida.
Seguimos, sigo. Porque durante los próximos doce meses quizás podré encontrarme con un libro, una película, una imagen, una persona que pulse nuevamente mis emociones escondidas, obligándome a sonreir con ternura o haciendo que una vez más llore de alegría.
Pero ahora mismo, hoy, 30 del 12, a horas del alejamiento definitivo de este año maltrecho, aunque sólo sea para exorcisar los muchos miedos, para alejar de nuestras vidas esa mala gente poderosa que amenaza nuestra felicidad por dura avaricia, por pura ambición desmedida, para mantener a distancia a los mediocres, envidiosos, resentidos y malvados sin razón valedera, pintemos nuevamente de rosa vibrante nuestras oscurecidas fantasías.

¡Feliz 2012 para todos aquellos que en realidad se lo merezcan!
(Y, como cada año de los últimos, el mismo regalo: La vie en rose, esta vez en versión callejera, discotequera y de concierto)

Ilustra: Autorretrato, 30 de diciembre de 2011.




viernes, diciembre 23, 2011

ÁNGELES Y EXTRAÑOS



“Be not inhospitable to strangers, lest they be angels in disguise.”
La leyenda aparece escrita en un muro de Shakespeare and Company, la librería que durante más de medio siglo estuvo dirigida por un estadounidense llamado George Whitman, hijo de un Walt Whitman que no era precisamente poeta, sino profesor de física.
Este George tan acogedor, tan hospitalario, se ha muerto hace unos días, poco antes de cumplir los noventa y ocho años. Espero que haya hecho este, su último viaje sin retorno, dejándose guiar por alguno de esos ángeles extraños a los que recibió amablemente, a pesar de encontrarlos por casualidad y camuflados como desangelados extranjeros.

Ahora, sumergido por completo en el paisaje festivo navideño, me pregunto dónde estarán nuestros ángeles extraviados, los que nos devolverán todo lo perdido. Pero, aunque la poderosa señora Merkel pareciera dominar al mundo con su cara magullada, de tristeza sin retorno, nuestro cielo no es el de Berlín, ese cielo encapotado, gris, plomizo y, según Win Wenders, plumosamente atiborrado de angelicales alas. Por esto resulta más que extraño ver de pronto -en una televisión en la que suele primar la agresión y el desvarío, donde las estrellas suelen ser los mafiosillos nacionales y los sádicos asesinos en serie de las reiterativas series de importación, todos con su habitual atrezzo de amputaciones y cadáveres- a seres de apariencia normal convertidos por obra y gracia de unas fechas precisas en volátiles embajadores de los diversos Olimpos posibles.
No se trata de una novedad de la temporada 2011, a punto de acabar. Esta es, como cada año, una época poblada de ángeles de distinto sexo, de obesos papás noel con y sin barba, de seres evanescentes dotados de doméstico perfil humano. Repetitivos personajes de ficción, protagonistas de películas con bajo presupuesto para ser proyectadas los fines de semana a la hora de la siesta, estos extraños personajes de alas transparentes se acercan a la tierra para desfacer entuertos, aligerar conflictos, reparar familias rotas y enterrar sin remordimiento los amores deshechos. Una vez acabada la tarea, y casi siempre con previo aviso en forma de tarjeta postal sobre la chimenea, se evaporan sin dejar rastro en medio mismo de una populosa calle neoyorkina o alzan vuelo en mitad de un semidesierto pueblo de provincias.

Blanche Du Bois, la frágil, estremecida, desubicada protagonista de Un tranvía llamado deseo, también prefería creer en la angélica bondad de los extraños. Tal vez porque sus seres más cercanos carecían de esa comprensiva piedad que ella, tan carente de todo sentido común, tan sobrada de fantasiosa sensibilidad, necesitaba más que ninguna otra cosa en ese momento preciso de su azarosa vida.
Al final de la historia, ¿podemos suponer siquiera que son angélicos desconocidos los que la transportan, ya sedada, al último infierno abarrotado donde con toda seguridad acabará sus días?
También había ángeles en Teorema de Pier Paolo Pasolini, pero aquellos, aquel en realidad, materializado en la por entonces joven, espléndida carnadura del siempre ambiguo Terence Stamp, no tenía demasiada piedad con los mortales: utilizaba con desparpajo todo lo que se le brindaba -sexualidad incluída- para luego dejar a sus eventuales anfitriones abandonados en medio de la nada; sin presente posible y con incierto futuro, sumidos en un enorme desamparo y sin meta precisa alguna, arrojados como inútiles objetos de descarte a una suerte desgraciada, caótica, suicida... La película, prohibida en varios países, entre ellos Argentina, logró sin embargo un premio importante de la Oficina Católica Internacional del Cine. Ingenuos, demasiado jóvenes, mis amigos y yo nos preguntábamos cómo esto había sido posible.
Hoy entiendo que, más pragmáticos que místicos, los señores asotanados de la OCIC habían descubierto el infierno de la modernidad; una nueva forma de castigo para los seres apasionados que pretendían poseer a un ángel que, ya se sabe, nunca tiene voz ni sentimientos propios: sólo obedece las órdenes mayestáticas e insoslayables que le llegan desde el cielo.


Imagen: Cielo sobre Berlín, de Win Wenders.

viernes, diciembre 16, 2011

Corazón, Corazón...


"Estoy descorazonada", me comunica una vecina a la que encuentro de forma casual en la farmacia más cercana a mi casa. La imagino con un agujero atroz en el pecho, una especie de ventana escaparate no acristalada que, sin moverme ni un milímetro de donde estoy, me permitiría ver los estantes llenos de potingues que tiene a sus espaldas. Casi al mismo tiempo supongo que mi vértigo nauseoso sería insoportable si en el momento mismo de nuestro encuentro, el buraco (contundente y sonora palabra que los porteños usábamos como sinónimo de agujero en nuestra jerga más doméstica) no hubiera estado escrupulosamente cubierto por la ropa de abrigo que la protege, diría que con exceso, del frio y húmedo invierno barcelonés.
Para evadirme de una situación incómoda para la que no tengo respuestas, paseo la mirada por los escaparates rebosantes de publicidades farmacéuticas, me acerco con los ojos hasta los muros del hotel de enfrente, divago sobre su siempre -y mayusculo para recalcar el adverbio SIEMPRE- iluminado chaflán de la calle Balmes, aterrizo durante algunos segundos sobre los balcones y ventanas de los edificios próximos y vuelvo a meterme de cabeza, y nunca mejor dicho, en la farmacia donde empezaba el cuento.
Ninguno de los lugares visitados se ve tan descorazonado como mi vecinal doña Luisa, puedo asegurarlo. Hasta podría decirse que están, más que surtidos, excedidos de corazones de todo tipo. Luminosos, intermitentes, de purpurina y de plástico, de cartón pintado o telgopor-poliespán coloreado a soplete, han desplazado a las estrellas de Belén con cola de cometa y a las imágenes bonachonas de esos vejetes extranjeros barbudos y canosos, esmerados repartidores de regalos, carbones y bienaventuranzas.
¿Publicidad de Anne Igartiburu o influencia solapada aunque muy directa del I Love neoyorkino de Milton Glaser?
Da igual de donde venga el invento: podemos asegurar que a pesar de casos muy concretos como el de mi descorazonada vecina, en Barcelona estamos sobrados de ese órgano tan vital y latente.
Sería interesante que para una próxima campaña navideña, alguien cualquiera, yo mismo tal vez, se inventara un símbolo identificable con el alma, para compensar, aunque sea virtualmente, la presencia de tanto transeúnte cercano desprovisto de todo rastro de ella.

Collage de Bertini, Barcelona 011

lunes, diciembre 05, 2011

De los Afortunados Infortunios

Los comercios barceloneses que todavía no han cerrado sus puertas para siempre jamás, cuelgan otra vez los trajinados farolillos de colores, las lucecitas intermitentes de origen chino y esa infinidad de símbolos paganos que suelen usarse para conmemorar unas fiestas que alguna vez fueron religiosas. Por estos días, junto a la cantidad algo menguada del dinero que "cada español gastará en los festejos navideños", algún desaprensivo de los altos estratos gubernamentales lanzó una consigna que de inmediato recogieron los medios más obtusos, aliados eventuales de algunos otros que suelen proclamarse ecologistas: los abetos navideños de moda "vuelven a ser los naturales". Esto quiere decir que una enorme cantidad de árboles -cerca de ochocienos mil- todos más altos que yo, y bastante más robustos, han sido talados por el pie para después ser clavados en una maceta con cemento y un símil superficial de hierba y hojarasca que oculta con verdor de anilina la total ausencia de raíces.
¿Pueden unas fiestas ser realmente felices cuando se desarrollan al lado de un muerto reciente?
Un amigo me dice que estos pensamientos tristes acarrean desgracia. Puede ser, le digo. Ya he pasado por diferentes técnicas -casi todas bastante efectivas- para ahuyentar miedos, depresiones, complejos e insatisfacciones o para aprender al menos a emparchar con cierta elegancia haute couture las heridas que nos dejan los destierros, los imprevisibles desarreglos sentimentales, los diversos abandonos, fracasos y pérdidas sin remedio.
Freud y Lacan no se equivocan, pero requieren tiempo, paciencia y auténtica profundidad en la mirada compartida; también suficiente inteligencia como para entender que conocernos no nos traerá necesariamente la felicidad. Las flores de Bach, Louise Hays, la jardinería, el bricolage, las medicinas alternativas, la meditación o el sushi pueden darnos paz en ciertos momentos de desesperación, calmar algunos síntomas tan molestos como recurrentes, aunque no podemos pedirles que curen de forma definitiva la esencia variable, cambiante, transitoria, perecedera de la vida.
No soy pesimista, es sólo que no puedo hacerme el distraído cuando escucho que cada día hay más desocupados, desalojos, pobreza. Me duelen con intensidad algunas cosas personales, injustas, arbitrarias, inesperadas, pero no duelen menos aquellas que rozan, amenazantes, los días futuros de toda la humanidad.
Noviembre fue un mes sin alegría y diciembre empezó con algunos desagradables episodios que pusieron a prueba el estado de mis nervios. De algunos de estos episodios, con toda seguridad los más hirientes, prefiero no hablar. Tendría que dar nombres y hacerlo sería regalar inmerecida publicidad a un puñado de seres mediocres que usan como única razón para sus actos mezquinos, enquistadas frustraciones y retorcidos rencores.
De los otros -absurdos accidentes domésticos, molestos sin llegar a ser dañinos- vale citar el más gracioso, casi un gag de película cómica: hace dos días me quedé encerrado en la cocina -¡vaya mala suerte!- un momento antes de la hora del almuerzo. Lo había preparado mientras hablaba por teléfono con Argentina y este detalle afortunado, no demasiado usual, tener un aparato telefónico junto a los fogones, me salvó de recurrir a unos gritos de socorro que tal vez nadie hubiera oído. Fue también de buena suerte poder llamar a una pareja de amigos que tienen una copia de mis llaves. Mientras uno de ellos llegaba de su casa a la mía, intenté por todos los medios a mi alcance abrir la endemoniada puerta. Imposible. Hubiera necesitado un destornillador y una pinza que no tenía. Mientras iba rompiendo cucharas de madera y mellando cuchillos de acero inoxidable, comía bocados del plato que me había servido un momento antes de quedarme con el maldito picaporte de bronce en la mano. El encierro no me había quitado el hambre. Cuando ya estuve afuera se me dio por pensar que también fue muy afortunado que el estúpido accidente no ocurriera en el cuarto de baño o en el pequeño lavadero donde apenas cabe una persona de pie.
"Desgracia con suerte", decía mi madre, muy afecta a esos recursos. Sin embargo, quizás sea verdad que mis pensamientos oscuros atraen cosas negativas.
Prometo cambiar.
Prometo olvidarme de todos los obreros ecuatorianos hipotecados de por vida por unas casas de precio abusivo en las que nunca vivirán.
Prometo también no volver a pensar en el fracking, esa nueva técnica para la extracción de petróleo, tan efectiva como destructora para los pocos restos aún no contaminados de nuestro demediado medio ambiente...

A propósito: ¿quién será tapa del "Hola" navideño?

Fotografía de Elliot Erwitt