lunes, agosto 22, 2016

VERANO, VERANO, VERANO (3)

Me ratifico. No me gusta el verano. Nunca me ha gustado.
Aunque debo reconocer que viví algunos veranos muy felices y, sobre todo en nuestra arbitraria, casquivana memoria, la felicidad siempre paga doble.



En mis casas siempre hubo plantas. Un vecino odioso al que por alguna razón mi terraza y yo le molestábamos, me dijo alguna vez: 
-¡Usted debe creer que esto es el Jardín del Edén! 
El tono de voz pretendía ser ofensivo, sin embargo yo lo oí como un elogio. Hasta hoy mismo pienso que su inconsciente resbaló en alguno de los escalones de la estrecha escalera que conducía a mi piso, traicionándolo.  
Me enteré muy tarde que el amor a las plantas era parte intangible de la, muy exigua en bienes, herencia paterna. Ganado por la aberrante creencia general, yo suponía femineidad a todo lo sensible. Mi padre parecía demasiado macho; se me hacía imposible imaginarlo dedicándose a las tareas consideradas "domésticas". Además, al menos desde que tengo conciencia, el Don Giovanni de nuestra familia pasaba muy poco tiempo en casa. Quizás fuera el tiempo que su agenda personal consideraba suficiente, pero puedo asegurar que no le alcanzaba para detener su atención en demasiadas cosas. Comer, dormir, ducharse, volver a salir. 
Alguna vez todo fue distinto, según me contaron. Yo creía que las macetas con despojos que adornaban la terraza las había puesto allí mi madre. Alguien, alguna vez, tal vez mi madre misma, me aclaró que no era así, que había sido mi padre el primer jardinero de aquellas macetas de tierra calcárea y ramaje seco.
Bastante después, viviendo, pude comprender que las cosas cambian tanto como las personas, los sentimientos o las necesidades. 
¿Alguna vez me gustó el verano? Jamás podría generalizar mi placer frente a una estación para mí tan molesta, sin embargo, aunque no pretendo olvidar los momentos felices que me trajeron diferentes veranos, cuando los pienso o los narro tiendo a cambiarles el clima en el que se desarrollaron. 
Parece que mi memoria no tiene termómetro incorporado. O será que cuando eres feliz, totalmente feliz, y esto es posible siempre y cuando no pretendas que este sentimiento sea eterno, el clima es lo de menos. 
Sigo buscándole razones a esta mala relación con el verano. Desde que vivo donde vivo, me faltan las lluvias. El verano mediterráneo es seco y la falta de lluvias agría mi carácter. Me siento como una planta de humedal en medio del desierto. Si faltara agua corriente, tanto ellas como yo estaríamos muertos en muy poco tiempo. 
Además, no soy deportista. Si no te divierte explorar fondos submarinos, trepar cornisas rocosas, pescar truchas o arrojar jabalinas, ¿qué puedes hacer? ¿Emborracharte en algún chiringuito? ¿Tirarte sobre una arena superpoblada bajo un sol de infierno, olvidándote de cómo te gusta dibujar, escribir, mirar películas, cuidar tus plantas o pasearte por tu casa gozando de estar vivo? Alguna vez probé un verano sin mar y playa. No fue divertido. Me recordaba demasiado a los veranos de la infancia en casa de mi abuela y de aquello lo mejor fue el encuentro con mi primo Ángel, un auténtico demonio.

Fui concebido en febrero y nací en noviembre, a mitad de la primavera argentina y del otoño español.
Se supone que soy del más fogoso signo de agua del zodíaco. Un auténtico oxímoron si sólo podemos pensar en agua fresca. 
Y no quisiera imaginar, aunque ya lo estoy haciendo, a mi bicho natal sumergido en una gran olla de agua hirviendo.

Habrá alguna razón muy poderosa que yo desconozco para que no me guste el verano. Quizás sea sólo eso: una cuestión de gusto. Pero me cuesta creerlo.

Foto de Dante Bertini

sábado, agosto 20, 2016

VERANO, VERANO, VERANO (2)

Mi casa, la paterna, estaba ubicada sobre la avenida Rivadavia, considerada por aquella época "la más larga del mundo"; una arteria con constante ruido de autos, ómnibus, tranvías, gente. Una orquesta de instrumentos autónomos que repetían día a día, minuto a minuto, la misma disparatada, agobiante y por momentos ensordecedora sinfonía.


Dicen que lo que no mata te hace crecer.
Será por esto que ese concierto de cosas dispares que nació conmigo, fue convirtiéndose, sin casi darme cuenta, en el auténtico, único, sonido de la vida.
Un concierto ciudadano indudablemente moderno, que si bien no tenía la belleza elegante, romántica, melancólica de Gershwin, correspondía sin notas discordantes a la desordenada, por momentos caótica, película de mi vida.
Con los años entendí que aquel caos en realidad no me pertenecía. Fue parte de una herencia muy pobre en bienes materiales y muy rica en ocultamientos, falsedades y mentiras. También en amor, debo reconocerlo, aunque en aquel momento ni siquiera era consciente de que el amor es una materia que no tiene profesores demasiado competentes y en la que se improvisa tanto como en todo lo demás. Eso sí: con más arrogante inconsciencia, con más desaprensiva altanería.
Durante la infancia me acostumbré a esperar sin demasiadas esperanzas. Necesitaba tiempo y libertad para poder tenerlas, y mientras tanto, con la frontera lejana de la liberadora mayoría de edad, me acostumbré a tamizar todo lo que veía, oía, presenciaba. Las escenas domésticas se repetían como episodios de una serie familiar de sobremesa. Nadie quería salirse del papel que vaya a saber qué dios impío les había marcado, mientras yo sentía que todavía a mí, quizás por el hecho de haber llegado más tarde, no se me había adjudicado ninguno.
Mientras tanto afuera, en la calle, en el colegio, había una multitud de personajes diferentes. Podía ejercitarme en el conocimiento de la vida exterior, escaparme de la eternizante estrechez de las ceremonias cotidianas.
La llegada del verano me hundía, sin posibilidad de escape, en la cotidianidad familiar.
No estaba en el guión de nuestra historia familiar tomarnos vacaciones en playas o montañas lejanas. Mi vacación consistía en jugar más tiempo en la terraza, casi siempre con manguera y agua, en bajar y subir las escaleras con los pies descalzos, en salir a la calle con el torso al aire y comer con mucha parsimonia, desmoronado sobre un sillón de brazos tapizados, las exquisitas uvas chinche que traía mi padre de su pequeña fábrica en en el barrio de Floresta. Planeando sobre todo esto como un dron invasivo y molesto, estaba siempre ese, más que melancólico, terminal aburrimiento, mucho mayor que el que podía sentir en épocas de clases.
Me ratifico. No me gusta el verano. Nunca me ha gustado.
Aunque debo reconocer que viví algunos veranos muy felices y, sobre todo en nuestra arbitraria, casquivana memoria, la felicidad siempre paga doble. (continuará)

Foto de Lee Friedlander  

VERANO, VERANO, VERANO (1)


No me gusta el verano. En realidad nunca me gustó. Cuando aún no tenía posibilidades de discrepar me obligaban a tomar largas vacaciones en lugares donde, de poder elegir, no hubiera vivido ni un fin de semana.
Tampoco me gustan demasiado los helados ni el gazpacho, y pienso que esto resulta coherente con mi antipatía por el verano. 
Dudé un buen rato antes de escribir antipatía, lo confieso. No lograba encontrar la palabra que expresara en sí misma todo lo que siento por el estío... aunque puedo asegurar que no es precisamente hastío. 
Desagrado no hubiera estado mal, pero suena algo cursi, bastante superficial; no define con exactitud la multitud de sensaciones y recuerdos, casi nunca satisfactorios, que cubren por completo, como esas anheladas y poco presentes nubes cargadas de lluvia, los momentos soleados y amistosos de algunos pocos estíos de mi vida. 
En verano se acababa el colegio y empezaba mi soledad. Durante mi infancia no tenía amigos fuera de aquellos que eran, además, compañeros de clase. Quizás por esto, desde los primeros años de mi vida supe que las separaciones que se suponían momentáneas podían convertirse en pérdidas definitivas sin que pudieras remediarlo.
Para colmo de males había veranos en los que mi madre me arrastraba al pueblo de la suya, Doña Conche, una mujer adusta y poco piadosa que habitaba una pequeña casa de campo con aljibe y jardín, en medio mismo de una provincia caliente y plagada de bichos tan dañinos como peligrosos. 
La casa de mi abuela Conche tenía un frente de ladrillo a la vista con dos ventanas enrejadas y una puerta amplia de dos hojas que por las tardes se abrían sobre una vereda de suelo de baldosas donde cabían varias sillas y alguna reposera. En ellas, si es que los mosquitos te lo permitían, podías sentarse a charlar de nada. De nada, sí; digo bien. Mi abuela era parca e ignorante, y sus hijas, siete dignos frutos de aquella tortuosa y seca rama de sarmiento, repetían en su presencia, aunque con ligeras variantes, los estrechos esquemas heredados de su progenitora. Pero es que al no haber televisión, ni cine ni periódicos, ¿de que podías hablar sino de enfermedades? Un tema que dada la edad de mi abuela y sus continuos achaques, muchos de ellos histéricos, muy propios de una aburrida pueblerina hipocondríaca, resultaban tanto o más ruinosos a nivel de humor que las auténticas enfermedades. 
El aislamiento era tal que tampoco había vecinos a los que saludar y la única gente que pasaba lo hacía sobre un tren ruidoso, a una distancia molesta para los oídos y muy incómoda para los ojos.
Yo no soportaba aquello. Había nacido y seguía viviendo en la misma casa del barrio de Almagro, considerado el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires, y los pocos animales que solía frecuentar no reptaban entre los hierbajos del jardín. Tampoco caían sobre ti con la intención de sacarte los ojos, ni tenían una infinidad de patas más peludas que las piernas de mi único tío varón, Emilio.
Mi casa, la paterna, estaba ubicada sobre la avenida Rivadavia, considerada por aquella época "la más larga del mundo"; una arteria con constante ruido de autos, ómnibus, tranvías, gente. Una orquesta de instrumentos autónomos que repetían día a día, minuto a minuto, la misma disparatada, agobiante y por momentos ensordecedora sinfonía.
Dicen que lo que no mata te hace crecer.
Será por esto que ese concierto de cosas dispares que nació conmigo, fue convirtiéndose, sin casi darme cuenta, en el auténtico, único, sonido de la vida. (continuará)    
Foto de Dante Bertini