martes, febrero 21, 2012

Hacer Tijos

Acertijo: ¿qué tiene que ver esta película de 1958 con mi febrero de 2012?
Algunas pistas:
Analía Gadé es una actriz argentina que trabajó y vivió muchos años en España.
Alberto Closas era un actor catalán que trabajó y vivió muchos años en Buenos Aires.
Los acertantes recibirán como premio un magnífico premio.
Au Revoir.
Posdata: aunque no viene a cuento, ambos actores nacieron bajo el signo de Escorpio, like me.

viernes, febrero 17, 2012

voy a pintar las paredes con tu nombre, Carlos Borsani...


¿A quién le toca despedir a los muertos supuestamente famosos,
todos esos que, también supuestamente, tienen un abultado currículum?
¿Quiénes son los encargados de redactar las necrológicas de los periódicos? Hacerlas, pensarlas, escribirlas, ¿es un premio o un castigo, sobre todo cuando el finado reciente no te dice más de lo que puedan decirte los datos que te acerca el, por lo visto mediocre, funcional aunque incompleto fichero del medio donde trabajas?
Resulta que mi amigo Carlos Borsani se ha muerto en Madrid hace dos días -uno de esos malditos martes en el que no puedes ni debes embarcarte en nada y en el que casarte es por demás desgraciado, sobre todo si lo haces con la puta, insaciable parca- y, distanciados como estábamos por las enrevesadas cosas de la vida desde hace más de tres décadas, recién me entero de su defunción, palabra desagrable, antipática, aunque muy apropiada para un hombre de teatro que ha dejado de ser(lo).
Yo había pasado un día de cierta felicidad, de buen y descansado trabajo, de encuentro con amigos alrededor de esos Barquitos varados con velas ilustradas que reunió el dibujante Elenio Pico en las salas de exposición del Convento de San Agustín, hasta que el nutrido obituario de un diario español donde no parece que lo hayan conocido mucho, a Borsani, digo, me acercó sin piedad alguna, con el impacto de su imagen actual, distorsionada por el tiempo, la irreparable noticia de su muerte. No busqué por la red otra necrológica, lo confieso, aunque nunca en todos estos años su trabajo como profesor, actor, autor y director teatral mereció la nota de más de media página que ocupó el anuncio de su muerte, con el corazón herido.
Todavía sin reponerme de esta pésima noticia que cancela toda posibilidad de reencuentro, prefiero escribir lo que siento, semisumergido en el dolor, tan fresco como difuso, que parece tintar de lila este atardecer invernal, carnavalescamente disfrazado de cálida primavera.
La última vez que lo ví, el mechón de pelo lacio, oscuro, cayendo sobre su frente, sus ojos claros y desprotegidos como siempre, ocultando con un velo melancólico esa férrea personalidad que muchas veces confundíamos con caprichosa inmadurez, quizo darme la clave necesaria para que unos amigos comunes que vivían en Europa no pudieran cerrarme las puertas de sus casas, parisinas y barcelonesas, en caso de que yo necesitara su cobijo:
-Deciles que si no te dan asilo, Carlos Borsani va a difundir por todas partes lo que ellos saben... Vos deciles eso, nada más. Vas a ver como te reciben sin decir ni pío.
Esa era su extremada forma de ser amigo: cruda, veraz, sin concesiones. Podía quererte a pesar de todo lo que fueras o no fueses y, hombre de pocas posesiones y de casi nulas apetencias, permitir que usaras, sin traba ni cortapisa alguna, tanto sus conexiones como sus conocimientos.
Auténtico single, solitario socializado, hacía suya la frase de Montaigne, prestándole algunos momentos a los demás mientras se entregaba sólo a sí mismo. Nunca se casó, aunque la redactora de su obituario, enredada en la relación fraterna de los Borsanis, Joe y Carlos, atribuya al segundo el matrimonio del primero, asesinado, que no simplemente fallecido, en su casa de Madrid, hace ya unos ocho años.
De cruzarme con Carlos Borsani en un lugar cualquiera es probable que no lo hubiese reconocido. Él ya no era el muchacho frágil que paseaba conmigo por las calles del centro porteño. Yo tampoco soy aquél que fui, aunque todavía recuerdo con certeza lo que compartimos y algunas de las cosas que, con angélica inocencia, perpetramos.
Pensaba contarlas aquí, pero no tengo la energía necesaria para hacerlo. Quizás la necesite para lanzarme a la calle y, como en aquella canción que idearon su hermano Joe y el frágil, verborrágico, talentoso, entrañable Armandito Fernández Llamas, pintar las paredes de toda la ciudad con el nombre de este muy estimado, y ahora ya perdido, amigo.

martes, febrero 07, 2012

la Violeta de los Andes


Hace dos días un diario recordaba la muerte, el suicidio en realidad, de la cantante y compositora chilena Violeta Parra. 45 años pasaron ya desde que la autora de Gracias a la vida decidiera poner fin a su existencia por, suponemos, absoluta falta de esperanzas.
Mujer huracanada, amante de las pasiones fuertes, acabó con las suyas descerrajándose la cabeza de un tiro. Posiblemente no encontró mejor manera de detener sus pensamientos volcánicos: lava candente que podría haber destruído todo aquello que la rodeaba y alguna vez había proclamado amar cantando.
Sin embargo la periodista que firmaba la nota, y cuyo nombre preferí olvidar, no se detuvo en suposiciones, dando por sentado que el principal detonante, y nunca mejor dicho, lo que la llevó a tomar esa decisión sin retorno, fue su amor desgraciado por un hombre suizo quince años menor que ella.
Inventemos a partir de nuestros prejuicios. Da igual. Nadie podrá preguntarle nunca a la Parra la razón de su muerte y aunque pudiera darla igual dudaríamos de ella, porque, ¿se puede ser tan contradictoria como para alegrarse porque el amor la ha devuelto a los 17 años y poco después maldecir hasta el mismo vocablo que nombra al sentimiento "por toda su hipocresía"?
Tal vez esta orgullosa Violeta era demasiado vivaz para un mundo mustio, alelado, que prefiere seguir los patrones que le dictan, los caminos que le señalan, las normas que le imponen. Quizás era demasiado sensible como para soportar sin herirse hasta el desangre final, la mediocridad, el engaño, las falsas buenas maneras. Posiblemente estuviera demasiado enamorada de la juventud como para aceptar sin más el paso imparable de ese tiempo ajeno, que la había arrastrado desde la adolescencia a las puertas mismas de la senectud sin piedad ni previo aviso.
Esta mujer de nombre vegetal, aromático, dulzón, estaba por cumplir cincuenta años. Ya ha pasado casi el mismo tiempo desde que decidió poner punto final a su destino.
¿Habrá perdido mucho?

miércoles, febrero 01, 2012

Beatriz y Dante, Dante y Beatriz


Me pregunto si serán muchos los que todavía recuerden a Beatriz Guido, autora de varias novelas sombríamente intimistas con protagonistas adolescentes, todas ellas jovencitas lánguidas, entre pasmadas y enigmáticas.
Mujer tímida, ensimismada, amante de recovecos, cuchicheos, penumbras y jardines, la Guido mantuvo una larga y tórrida relación con el director de cine Leopoldo Torre Nilsson, para quien escribió los guiones de algunas de sus películas más personales y exitosas. Eran historias de familias decadentes en las que la falta de dinero se compensaba con la abundancia de antiguos blasones y una reserva equivalente de taras y prejuicios. Políticos conservadores, caudillos de barrio, amantes frustradas, tías solteronas, deficientes físicos o mentales y avinagradas amas de llave que parecían imitar los despiadados procedimientos de Judith (Mrs. Danvers)Anderson en la magistral Rebeca de Alfred Hitchcock, incidían de una u otra forma en el despertar sexual de jovencitas tímidas, curiosas y con una esmerada educación católica, personaje que encontraría adecuada carnación en el hieratismo sensible de la actriz Elsa Daniel y que años después repetiría, en colores, con menos edad y distinto acento, la Ana Torrent de El espíritu de la colmena o Cría cuervos.
Nos cruzamos con Beatriz Guido una tarde en que ella salía de la Galería del Este -por aquellos años agigantada versión bonaerense de la sobrevalorada Carnaby Street inglesa- en el mismo momento en que se le rompía el hilo del collar de cuentas azules que llevaba al cuello. Vi cómo se quedaba paralizada en medio del ancho pasillo con un gesto de estupor en la cara y las manos tiesas al costado del cuerpo, mientras las cuentas del collar, finalmente liberadas de aquel lazo que las había mantenido unidas durante vaya a saber cuanto tiempo, se desparramaban por el suelo, atravesaban la acera y rodaban vertiginosas hacia el veraniego, febril, reblandecido asfalto de la calle Maipú.

Yo había reconocido de inmediato a la escritora de La caída, una presencia ineludible en las revistas literarias y sociales de la época, y sin pensarlo dos veces me puse a recoger las cuentas esparcidas por la calle. Siguiendo mis movimientos con su mirada acuosa, tristona, algo vacuna, la Guido, detenida en el exacto lugar donde la había sorprendido el contratiempo, repetía “gracias, gracias, gracias” con una voz apenas audible, entre asmática y acongojada, mientras sus manos, puestas ahora a la altura del pecho, formaban un cuenco tembloroso en el que yo iba depositando todas las cuentas recogidas. Cuando puse en aquel improvisado cáliz la última de las pequeñas perlas azules, la escritora me miró un instante con su cara de bebota caprichosa y repitió ¡“Gracias!”, para añadir enseguida, como si pretendiera disculparse: “No es que tuviera demasiado valor, pero son recuerdo de alguien que he querido mucho...” Aunque había finalizado la frase mirando hacia lo alto, era de suponer que se refería al collar, convertido ahora en cuentas desgajadas, nuevamente autónomas.
Por aquellos tiempos yo era un asiduo lector de Alan Watts, de Wilhem Reich, de Carlos Castañeda. Esta mezcla desordenada de ciencias alternativas, unida a algunas experiencias de las llamadas psicotrópicas, me hicieron pensar que estaba asistiendo a alguna parábola esotérica especialmente dirigida a mí. De ese encuentro fortuito con literata famosa y cuentas derramadas, yo debería extraer una enseñanza fundamental: si me era dado interpretar correctamente aquella anécdota de apariencia casual, intrascendente, encontraría al fin ese sentido profundo de la vida que tanto me obsesionaba desde siempre.

Pero no hubo nada más. Eso fue todo. Ni siquiera me atreví a decirle que pese a ser un adolescente melenudo de aspecto algo descuidado, sabía muy bien quien era la mujer que tenía delante. Tampoco le dije que había leído varias de sus novelas y no me perdía ninguna de las sombrías películas que, a partir de sus historias, dirigía su amante o esposo -nunca tuve demasiado claro el vínculo que los unía-, Leopoldo Torre Nilsson, aquel hombre grandote de aspecto intelectual y modales extranjeros. Ella tampoco me invitó a tomar un café, o, súbitamente fascinada por mi encanto juvenil y mi servicial espontaneidad, decidió dejarme alguna dirección o un simple número de teléfono donde poder encontrarla para conocernos mejor.
Tal vez, de haber sido menos parco, le hubiera dicho mi nombre, despertando su interés con una fantasía literaria de papeles trastocados: una madura Beatriz escritora para un Dante juvenil que se cruza por azar en su camino y la sigue por vaya a saber qué infernales o paradisíacos círculos.

Lo sé. Es una anécdota tonta que después de tantos años debería haber olvidado. Sin embargo, por alguna extraña razón que a pesar de los años transcurridos no logro encontrar, jamás se ha borrado de mi persistente, arbitraria, caprichosa memoria.

Ilustran: foto publicitaria de La caída y retrato de Beatriz Guido con Torre Nilsson, enmarcado, detrás.