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miércoles, febrero 01, 2012

Beatriz y Dante, Dante y Beatriz


Me pregunto si serán muchos los que todavía recuerden a Beatriz Guido, autora de varias novelas sombríamente intimistas con protagonistas adolescentes, todas ellas jovencitas lánguidas, entre pasmadas y enigmáticas.
Mujer tímida, ensimismada, amante de recovecos, cuchicheos, penumbras y jardines, la Guido mantuvo una larga y tórrida relación con el director de cine Leopoldo Torre Nilsson, para quien escribió los guiones de algunas de sus películas más personales y exitosas. Eran historias de familias decadentes en las que la falta de dinero se compensaba con la abundancia de antiguos blasones y una reserva equivalente de taras y prejuicios. Políticos conservadores, caudillos de barrio, amantes frustradas, tías solteronas, deficientes físicos o mentales y avinagradas amas de llave que parecían imitar los despiadados procedimientos de Judith (Mrs. Danvers)Anderson en la magistral Rebeca de Alfred Hitchcock, incidían de una u otra forma en el despertar sexual de jovencitas tímidas, curiosas y con una esmerada educación católica, personaje que encontraría adecuada carnación en el hieratismo sensible de la actriz Elsa Daniel y que años después repetiría, en colores, con menos edad y distinto acento, la Ana Torrent de El espíritu de la colmena o Cría cuervos.
Nos cruzamos con Beatriz Guido una tarde en que ella salía de la Galería del Este -por aquellos años agigantada versión bonaerense de la sobrevalorada Carnaby Street inglesa- en el mismo momento en que se le rompía el hilo del collar de cuentas azules que llevaba al cuello. Vi cómo se quedaba paralizada en medio del ancho pasillo con un gesto de estupor en la cara y las manos tiesas al costado del cuerpo, mientras las cuentas del collar, finalmente liberadas de aquel lazo que las había mantenido unidas durante vaya a saber cuanto tiempo, se desparramaban por el suelo, atravesaban la acera y rodaban vertiginosas hacia el veraniego, febril, reblandecido asfalto de la calle Maipú.

Yo había reconocido de inmediato a la escritora de La caída, una presencia ineludible en las revistas literarias y sociales de la época, y sin pensarlo dos veces me puse a recoger las cuentas esparcidas por la calle. Siguiendo mis movimientos con su mirada acuosa, tristona, algo vacuna, la Guido, detenida en el exacto lugar donde la había sorprendido el contratiempo, repetía “gracias, gracias, gracias” con una voz apenas audible, entre asmática y acongojada, mientras sus manos, puestas ahora a la altura del pecho, formaban un cuenco tembloroso en el que yo iba depositando todas las cuentas recogidas. Cuando puse en aquel improvisado cáliz la última de las pequeñas perlas azules, la escritora me miró un instante con su cara de bebota caprichosa y repitió ¡“Gracias!”, para añadir enseguida, como si pretendiera disculparse: “No es que tuviera demasiado valor, pero son recuerdo de alguien que he querido mucho...” Aunque había finalizado la frase mirando hacia lo alto, era de suponer que se refería al collar, convertido ahora en cuentas desgajadas, nuevamente autónomas.
Por aquellos tiempos yo era un asiduo lector de Alan Watts, de Wilhem Reich, de Carlos Castañeda. Esta mezcla desordenada de ciencias alternativas, unida a algunas experiencias de las llamadas psicotrópicas, me hicieron pensar que estaba asistiendo a alguna parábola esotérica especialmente dirigida a mí. De ese encuentro fortuito con literata famosa y cuentas derramadas, yo debería extraer una enseñanza fundamental: si me era dado interpretar correctamente aquella anécdota de apariencia casual, intrascendente, encontraría al fin ese sentido profundo de la vida que tanto me obsesionaba desde siempre.

Pero no hubo nada más. Eso fue todo. Ni siquiera me atreví a decirle que pese a ser un adolescente melenudo de aspecto algo descuidado, sabía muy bien quien era la mujer que tenía delante. Tampoco le dije que había leído varias de sus novelas y no me perdía ninguna de las sombrías películas que, a partir de sus historias, dirigía su amante o esposo -nunca tuve demasiado claro el vínculo que los unía-, Leopoldo Torre Nilsson, aquel hombre grandote de aspecto intelectual y modales extranjeros. Ella tampoco me invitó a tomar un café, o, súbitamente fascinada por mi encanto juvenil y mi servicial espontaneidad, decidió dejarme alguna dirección o un simple número de teléfono donde poder encontrarla para conocernos mejor.
Tal vez, de haber sido menos parco, le hubiera dicho mi nombre, despertando su interés con una fantasía literaria de papeles trastocados: una madura Beatriz escritora para un Dante juvenil que se cruza por azar en su camino y la sigue por vaya a saber qué infernales o paradisíacos círculos.

Lo sé. Es una anécdota tonta que después de tantos años debería haber olvidado. Sin embargo, por alguna extraña razón que a pesar de los años transcurridos no logro encontrar, jamás se ha borrado de mi persistente, arbitraria, caprichosa memoria.

Ilustran: foto publicitaria de La caída y retrato de Beatriz Guido con Torre Nilsson, enmarcado, detrás.