lunes, octubre 29, 2012

De todo y de nada


Durante los últimos meses, el que esto escribe, siempre tan dado a las palabras, se ha quedado poco a poco sin ellas.
Creo que las he gastado todas intentando cambiar el destino, al suponer, iluso o fantasioso, que podría dibujar una sonrisa feliz y un sí satisfecho sobre unos labios sellados, al menos para mí, por una negación básica, primaria, casi ancestral.
El tiempo pasa sin borrar de forma definitiva los rastros del naufragio. Mareas de memoria los cubren por un breve instante, para, apenas otro instante después, volver a mostrarlos en toda su imperturbable consistencia.
No logro cambiar ese paisaje desolado. Voy y vengo por la casa, me sumerjo sin mucha convicción en mis quehaceres cotidianos. Dibujo o leo, veo algunas películas por televisión, escucho noticieros por la radio, voy al cine, recorro museos y teatros, salgo con amigos e inclusive viajo.
Ni siquiera intento ser feliz; tan sólo procuro no sentirme demasiado desgraciado. He dejado el yoga para algún otro momento y ni siquiera logro dar los cien o ciento cincuenta pasos necesarios para llegar al gimnasio. Tampoco asomo la nariz por ese trastero que iba a convertirse -en realidad ya existe como tal, aunque yo no lo use para ello- en mi lugar diario de trabajo.
Sin embargo no dejo de hacer lo que debo. Cada día, cuando estoy a punto de caer en la inercia, de dejarlo todo como está, de decir como Bartleby, "prefiero no hacerlo", salto de la literatura al cine, recuerdo a Spike Lee (Do the right thing) y vuelvo a ponerme en marcha.
Hay que hacer las compras del supermercado y las de la frutería, lavarse la ropa y tenderla a secar, cocinar, alimentarse y lavar la vajilla, cuidar a Federico, mi maravilloso gato, dormir y despertarse.
Ya no escribo aquí como lo hacía antes. Tampoco hay demasiados lectores para este blog que en pocos días, el mismo de mi cumpleaños, cumplirá sus primeros seis años de existencia.
Aunque quizás sea sólo una excusa para no aceptar como debiera que los que antes me seguían ahora me han abandonado, me digo y me repito que todos preferimos mirar a leer, y entonces me dedico, con la misma pasión que ponía antes en este cachito de espacio literario, a las frases cortas y a las coloridas imágenes, que pretendo rotundas, del omnipresente facebook.

Pienso en vos, Argentina. Sueño con vos, país donde nací. Recuerdo cada segundo de los pasados allí en mi última visita,  hace ya más de dos años. Y me quedo sin palabras, ahogado por unas lágrimas no siempre tan virtuales como la relación que tengo con mis supuestos, cada día más callados lectores.

Ilustra: Mi cara como objeto. Autorretrato por Bertini.

miércoles, octubre 03, 2012

Sexo Oral para Donjuanes

 
La revista colombiana DON JUAN me pidió un texto sobre sexo oral para el número que festeja su sexto aniversario. Es este que tenéis aquí, después de la entradilla de los editores:


El sexo oral ha producido cientos de páginas de buena literatura, millones de tomas de cine porno y por poco logra "succionar" del poder a un presidente de los Estados Unidos. Abra bien la boca y tráguese este texto de uno de los ganadores de la Sonrisa vertical, el premio más sofisticado y prestigioso de la literatura erótica.
Por Dante Bertini - Fotografías: Getty Images

"Abro un poco más las piernas, y para que no confunda el camino que le exijo tomar, recojo mi falda acampanada hasta el ombligo, dejando al aire mi pelvis desnuda, sin bragas ni vello, y la blanca y expectante curvatura de mi vientre.
-Los labios que tienes que besar están entre mis piernas.
No creo que sirva para ninguna otra cosa. De rodillas frente a mí, hocicando con torpeza entre mis muslos, puedo imaginarle unas dimensiones que no tiene; una fortaleza que, de ser verdadera, no me permitiría coger su redonda cabeza por los lados y apretarla, como lo hago, contra mi vulva..."

-¿Tú has escrito esto?
-Sí, ¿por qué? ¿Debería avergonzarme?
-No, pero me parece raro que esté escrito en primera persona y la que narre sea una mujer... Escucha:


"Tropiezo con el borde de la cama, caigo sentada sobre ella. Él ha seguido avanzando y solo se detiene cuando su pene tropieza con mi boca, cuando el glande descansa entre mis labios. Si no fuera por aquel olor extraño que lo impregna, quizás podría zafarme, escapar, encerrarme en el baño o la cocina, llamar a los bomberos para que me rescaten; pero es demasiado tarde, estoy allí, sin moverme, entregada al perfume de ese animalito imberbe que se mete en mi boca como si de su cueva se tratara, sorteando los dientes con destreza, deteniéndose a descansar un instante en la lengua, para luego seguir, sin prisas, el camino hacia la garganta. Me cojo de sus nalgas para no naufragar en solitario y él las endurece."

-Lo conozco bien, no te molestes en leérmelo. ¿Debería llamarlo una licencia poética o simplemente confesar que hacerlo así me ponía caliente?
-Ni una cosa ni la otra. Deberías callarte de una buena vez, escritor, y demostrarme que tu boca y tu lengua sirven para algo más que dar conferencias...

La primera vez que sucedió fue por casualidad. La afortunada unión de mi habitual desorden y la curiosidad sincera, sin inhibiciones, de una eventual visita. Estaba revisando las primeras pruebas de alguna de mis novelas y aquella irrupción inesperada me encontró con las manos en la masa.
-¿Es tuyo? ¡Déjame ver! Para mí es una experiencia única... Cuando te den el Nobel podré decir que fui la primera persona que leyó tu libro...
¡Inocente! Sin siquiera tener en cuenta otras razones más poderosas, creo que jamás podría ganar el tan ceremonioso premio de los suecos con una narración que contiene un párrafo como el que leyó aquel día mi ocasional visitante:

"Ella, finalmente, obedece. Quizás temerosa de un castigo más severo, mete sin más protestas el pesado miembro -que otra vez ha perdido la dureza- por completo dentro de su boca, moviéndolo de un lado a otro, puerilmente, como si se tratara de un caramelo exagerado. Lo que la mujer ha comenzado como una tarea indeseable, llevada a cabo de manera deslucida y mecánica, pasa a ser un instante más tarde una desesperada succión, una búsqueda voraz, su frenética inmersión en el placer largamente esperado. Él afloja poco a poco la presión del brazo hasta soltarlo, y ella, liberada, responde a la confianza y, lejos de escapar, se abraza a las piernas de su dueño, intentando que lo que lleva dentro de la boca, ya crecido, no escape de sus fauces. Parece conocer muy claramente que entre la totalidad y el casi todo hay solo un paso: el de la náusea. Decidida, lo da, y al hacerlo corcovea, se le quiebra la espalda y oscurece la cara, produciendo unos ruidos cavernosos, subterráneos."

-Resulta un guión maravilloso, ¿te gustaría representar la escena?
-¿Quieres decir ahora? ¿Aquí? ¿Contigo?

Una mano apoyándose sobre mi miembro inquieto otorga la respuesta que su boca ha callado. No puedo, ni quiero, evadirme:
-Vale, hagámoslo.
Desde aquella primera vez sin cálculo, inocente, siempre dejo mis libros esparcidos por la casa, al alcance de todas las visitas.

-¿Vas a escribir sobre el sexo oral? ¿Y de todas las otras formas de sexualidad no dirás nada?
La que pregunta es mi amiga Renate, a quien yo, lenguaraz desatado, conté el proyecto que tenía en mente. Como no sé qué decirle, dejo que el silencio conteste por mí.
-¿Y de qué escribirás? ¿Piensas detallar tus experiencias eróticas por las playas del norte? -es mi amiga que insiste-. ¿O acaso esta vez has tenido una vacaciones castas?
Me fascina esa forma francesa, presque parisina, de no inmiscuirse jamás en asuntos ajenos, pero mientras hablo con mi querida amiga no puedo apartar de mi cabeza un pensamiento recurrente: por alguna razón que desconozco, en los apretados anuncios de los diarios españoles llaman "un francés" al tan latino felatio, difundida especialidad oral ofrecida por algunas chicas de pago por minuto como un plus muy destacado de sus servicios.
En mi muy temprana educación erótica-sentimental, ¡gracias querida familia!, hacer ciertas cosas con la boca no pertenecía a ninguna nacionalidad precisa. Es más: la oralidad sexual nos resultaba tan extraña como un menú en cirílico y recién nos atrevíamos a degustar esa forma específica del placer cuando alguien más avezado, y con abnegadas dotes de educador, nos demostraba mediante la práctica que no siempre llevarse a la boca ciertas partes del cuerpo ajeno era algo propio de caníbales.
Poco tiempo antes, entre las tapas blandas y sonrosadas de unas Memorias de la Princesa Rusa de edición pirata -llegada a una de mis manos cuando todavía no había cumplido los diez años- pude enterarme de cómo "la bella e insaciable aristócrata se comía glandes rojos y jugosos como ciruelas maduras", aunque yo, esporádico monaguillo en las misas matutinas de mi colegio salesiano y sobreexcitado hasta el desvanecimiento por aquellas narraciones tan explícitas, solía pasar por alto esos detalles.
En realidad no me preocupaba traducir en imágenes lo que suponía metáforas rebuscadas de origen eslavo, recursos estilísticos propios de esa literatura a la que mi madre, hábil investigadora de mis secretos más recónditos, celosa guardiana de mi supuesta inocencia infantil, no dudó en denominar "puerca", entregando el pequeño volumen rosa al fuego purificador de sus hornallas.
Cinéfilo apasionado desde la más tierna infancia, oficié de muy buena gana como paquete inevitable y guardahonras familiar de las por entonces virginales siete hermanas de mi madre, todas ellas amantes de las matinés de los cines de barrio, sobrecargadas de romances, parpadeos e ilusiones perdidas, durante larguísimas, pero jamás fatigosas, sesiones de tres títulos.
Como es de bien nacido ser bien agradecido, reconozco las deudas que tengo con el séptimo arte en lo referente a mi educación amoroso-sexual, robustecida a partir de la primera adolescencia por un cine algo más profundo y artístico que aquel que consumían mis parientas aún célibes.
Recuerdo ahora Jules et Jim, Los amantes y El imperio de los sentidos; El último tango en París y su mantecosa fantasía; la calidoscópica Calígula, de Tinto Brass, con guion del recién fallecido Gore Vidal y que solo se podía ver sin cortes en una pequeña y pringosa sala de París, alternando funciones con la sádicamente escatológica Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini.
También Casanova, La Dolce Vita, Satiricón: todas las envolventes pesadillas italianas de Federico Fellini; Dulce pájaro de juventud, El zoo de cristal, De repente el último verano, La gata sobre el tejado de zinc caliente, esos textos dramáticos de Tennessee Williams que yo ya había devorado en libro, trasladados a la luminosidad colorida del cine; Bob, Carol, Ted and Alice y Dos en la carretera, puro explosivo envuelto en suave papel de seda; Vértigo y Marnie, obras maestras del enorme Alfred Hitchcock y las mucho más cercanas: The Pillow Book, Shame, Kinsey, American Beauty o Revolutionary Road...
Creo que me resultaría imposible enumerar todos los filmes que por una u otra razón han dejado un tatuaje imborrable en mis pieles más íntimas, pero sería injusto si, por estúpida mojigatería o pura vanidad culturalista, no añadiera a estos títulos de qualité la enorme cantidad de películas "porno" que alegraron muchos de mis momentos solitarios.
De ellas no podré poner títulos, lo siento -no suelen importar demasiado a la hora de verlas- aunque sí me gustaría edificar una peana virtual recubierta en pan de oro, al más puro estilo de Versace o Dolce & Gabbana, para poner en lo alto de ella al superdotado Rocco Siffredi y su alegre, desenfadada manera de gozar del sexo frente a las cámaras de cine.
A pesar de esto y aunque muchos piensen lo contrario, no soy un consumidor de erotismo literario y mi interés por la pornografía cinematográfica es algo tardía. Cuando en el panorama mediático internacional apareció Linda Lovelace con su Garganta profunda -un hito libertario que la historia tendría que tener en cuenta-, los censores argentinos estaban en su máximo apogeo, y los adolescentes de la época, hijos del rigor moral patrio, tan meticuloso como hipócrita, dábamos por sentado que aquellas modernidades del porno estadounidense nunca desembarcarían en nuestras costas y que de hacerlo sería cuando nuestra sexualidad ya estuviera empañada por los apremios prostáticos de la senectud.
Pasó algo así, por supuesto, aunque yo no me quedé a esperarlo. Partí hacia Europa y recalé por doce años en Ibiza, donde el erotismo y todo lo concerniente a él resultaba tan natural como vestir extravagancias en las pistas nocturnas de Pachá y Amnesia o caminar desnudo por la desprejuiciada y plurisexual playa de Es Cavallet, donde la multiculturalidad de sus visitantes, la inabarcable pluralidad de sus lenguas, obligaba a la acción directa, a una (de)liberada oralidad sin palabras. Justo lo contrario de aquello que sucedía en algunos ambientes intelectuales de mi ciudad natal, en la que muchos llamábamos sexo oral a reunirse para charlar hasta la extenuación sobre las innumerables fantasías irrealizadas de nuestras, más que solapadas, ocultas sexualidades.
Tiempo después, cuando a casi nadie le importaba el destino de aquella muchacha llamada Linda, de más que relativa belleza física, húmedos lazos de amoral-amor-oral y clítoris vagabundo y desubicado, me enteré por un diario de parroquial aspecto e isleña desprolijidad, que la antigua estrella del ¡chúpate esta!, había decidido re(de)generar su vida casándose con un policía.
Según contó ella luego, durante su mediático juicio por separación, este tipo llamado Larry Marciano, nada extraterrestre a pesar de su apellido y con la misma profesión del padre de la susodicha, se empeñó en alejarla a golpes del porno clase B, metiéndola de inmediato a fregar, guisar y tener hijos como cualquier ama de casa media normalizada, sin delirios estelares ni garganta orgásmico-fagocitadora.
Tuvieron que pasar algunos años más para que otra joven mujer estadounidense, Mónica Lewinski, becaria en la Casa Blanca de Bill Clinton, un presidente tan rosado como la Pantera Rosa de Friz Freleng o las cubiertas color rosa de la sonrojante colección erótica de La sonrisa vertical, pusiera la felación en la ovalada órbita presidencial, develando al mismo tiempo que los presidentes estadounidenses, además de inolvidables rubias oxigenadas para cantarles el Happy Birthday desde un escenario, suelen poseer también un pene, aunque en este caso preciso estuviera algo desviado.
Gracias a gente como ellos, mártires mediáticos del sexo oralizado, ya nadie se asombra cuando las cámaras de cine continúan enfocando los cuerpos de los amantes en plena labor erótica, deteniéndose inclusive en la descripción visual minuciosa de todos los detalles.
No sé qué harían hoy mismo mis tías cinéfilas con los preciosos y fragantes pañuelos que siempre llevaban a mano para enjugar sus lágrimas, pero pongo a Dios por testigo de que me gustaría ver sus caras de sorpresa cuando las cámaras, lejos de abandonar a los protagonistas unos pasos antes de su entrada al dormitorio, lejos de enfocar una nube que pasa, un detalle artesanal del techo o una lámpara arrinconada sin ningún interés, se pusieran a mostrar con lujo de detalles y en vibrantes colores, cada cosa que estos personajes se llevan, tan golosos como desinhibidos, a sus rutilantes, luminosas, bien iluminadas bocas.
Y ahora me despido. El calor no decrece y esto del sexo oral en plan escrito me ha dejado la boca más seca que antes. ¡Seven Up y hasta muy pronto!