Los veranos de mi infancia no solían resultar felices. Al aburrimiento y la monotonía de mis largos días de niño solitario, prefería la escuela, con su diversidad de gente y la obligatoriedad del horario, los recreos y las clases. Además, casi todos los veranos estaba obligado a viajar centenares de kilómetros sobre trenes algo desvencijados con duros asientos de madera, para visitar a mi abuela argentina, una mujer agria y dictatorial que para hacer honor a su nombre, Concepción, había parido ocho criaturas, entre ellas mi madre. Esta mujer robusta y de piel agrietada a la que yo nunca añoré, ni quise, ni temí, poseía un sentido de la disciplina de inspiración medieval. Cuando sus pequeñas, -creo que debo usar el femenino, ya que tuvo siete niñas y un único hijo varón, el último, cuya obcecada búsqueda había causado las otras siete (a)pariciones-, cuando esas pequeñas, repito, tenían la osadía de cometer alguna travesura, Doña Conce, mi abuela, acostumbraba atarlas con sábanas viejas a los troncos de los árboles, lo suficientemente inmovilizadas como para "que se las comieran las hormigas", un destino seguro de haberse prolongado el castigo más allá de los veinte o treinta minutos que la abuela solía fijarse como límite. Creo que de esta infancia sometida, a la que supongo nutrida de acusaciones y denuncias fraternas, surgió el afecto desconfiado, lleno de trampas y engaños, que se tuvieron mis tías de mayores, así como el excluyente rechazo que siempre sufrió de parte de todas las otras la hermana más grande, esforzada lugarteniente de su madre en la aplicación de esos atemorizadores castigos.
De aquellos obligados traslados veraniegos, larguísimos y poco cómodos, conservo alguna que otra imagen imborrable. También más de una sensación que no se ha vuelto a repetir jamás. Entre las primeras está la cara sonriente de mi madre, rejuvenecida por la posibilidad de un reencuentro que siempre, finalmente, la dejaba insatisfecha. También sus vestidos ligeros, de estampados florales sobre colores claros, y sus carteras amplísimas, auténticos baúles sin fondo de donde sacaba caramelos, bombones y bocadillos de milanesa con el pan siempre tierno, acompañado a veces de un leve aroma a su perfume preferido: el Maderas de Oriente de la firma Myrurgia. Para lograr una cierta complicidad amistosa durante aquel viaje que yo detestaba hacer, mi madre solía comprarme las carísimas revistas mexicanas que habitualmente me negaba, así que en mi recuerdo, aquellas publicaciones de cubiertas brillantes ilustradas con el Super Ratón, la pequeña Lulú, Mandrake el mago o Batman y Robin, aparecen como un atractivo mundo real de colores planos y vibrantes donde sucedían un montón de cosas divertidas, algo diametralmente opuesto a la monótona planicie escasamente arbolada que se veía a través de las enormes y nunca demasiado herméticas ventanillas del traqueteante tren.
También conservo de esos largos viajes la memoria de dos o tres sabores que he ansiado, sin ningún éxito, reencontrar en mi vida. Uno es el del café con leche, tan sabroso como aguado, que tomábamos a la hora del desayuno en la cafetería del tren, un amplio lugar de asientos enfrentados, con pasamanos de bronce, manteles de algodón blanco y una vajilla de loza gruesa con una inscripción en azul, "Ferrocarriles del Estado", que siempre estaba amenazando caerse de las mesas. Otro sabor que no he vuelto a encontrar en ningún lugar del mundo es el de las naranjadas que vendían los quioscos de las estaciones por las que pasábamos, un brebaje muy dulce, algo áspero y con ligero gusto a cáscara.
Habituado a mi casa bonaerense, con amplios balcones sobre la céntrica, ancha y muy transitada Avenida Rivadavia, la casa de mi abuela en medio de la nada se me antojaba como un lugar inhabitable, el último resguardo posible antes de la última frontera; un mojón que anunciaba la cercanía de ese límite final donde acababa nuestro acogedor, doméstico planeta Tierra y empezaba el desasosegante reino de lo desconocido. Sin embargo aquella casa de paredes blancas estaba rodeada de árboles enormes en los que cantaban pájaros que yo nunca antes había conocido, las habitaciones muy amplias, despojadas y frescas, olían a flores y a verdes diversos y el silencio sólo se rompía con el croar de las ranas de un estanque cercano o el delicado zumbido de un pequeño colibrí de plumas multicolores con reflejos acerados. Me negaba a ver todo aquello, tal vez porque intuía que allí, acechando como esos lobisones que tanto asustaban a mi abuela, estaría también mi destino.
A pesar de mi corta edad y de mi casi nula experiencia, no me equivocaba demasiado, ya que por allí deambulaba también el hasta entonces desconocido primo Ángel enarbolando su espada flamígera, dispuesto a cortar con precisión quirúrgica los últimos vestigios de mi infancia.
bso : tránsito cocomarola, ramona galarza; chamamés y litoraleñas.