martes, julio 28, 2009

Adán, Eva, el paraíso y las langostas


Eixample, Barcelona. El calor continúa aplatanando nuestros pobres cuerpos y secando sin piedad nuestras ya de por sí castigadas almas.
¿De por sí?, preguntarán algunos olvidadizos, sin recordar siquiera la primigenia fábula de Adán y Eva. No voy a contárselas ahora. Si por casualidad alguien no la conoce, que pique los dos nombres en Google y enseguida se entera de toda la historia.
Vuelvo a lo mío, que en estos días es simplemente el calor. Ni siquiera la muela del juicio que acaba de arrancarme el doctor Moret ha desplazado del primer puesto de mis incomodidades esta sensación de pollo frito que arrastro desde hace varios días. No pido comprensión, tampoco que me compadezcan. Podría irme a otro lugar más fresco, pasar mi veraneo en algún lugar de invierno, pero, como casi todo en nuestra vida, mis molestias son la consecuencia lógica de una elección personal. No me gusta salir de vacaciones en estos meses, cuando la mayor parte de mis vecinos también han decidido hacerlo. Temo encontrarme con ellos a la vuelta de una esquina cualquiera de Tenerife, topármelos en un bar de tapas de Bilbao o Pontevedra, verlos acercarse muy sueltos de partes, sin bañador ni pareo, por la playa Es Cavallet de Ibiza. Ni siquiera pienso en New York, Thailandia o Costa Rica: estoy seguro de que los encontraría nada más pisar estas lejanas tierras extranjeras.
Además, hay días que en medio del calor ciudadano sucede algo fresco. Paso casualmente por la puerta del Liceo a las siete de la tarde y me asombro por la cantidad de gente feliz y recién acicalada que hace cola frente al teatro lírico. Los turistas que inundan las Ramblas siempre tienen cara de agobio. Se han duchado temprano, nada más levantarse, y después de varias horas de correr de un lado a otro para no perderse nada de no sé qué extraña cosa, están bastante sudados, fatigados, maltrechos. No quiero ser el Woody Allen de Stardust Memories, siempre en el tren contrario al de la felicidad y la belleza, así que me abro paso entre los bienaventurados para preguntarle al guardia jurado que controla una de las entradas por la razón de tanto contento.
-Es el ensayo general de Turandot. La estrenan mañana.
-¿Y dónde se venden las entradas?, pregunto esperanzado.
-No se venden, se regalan...
-¿¡Dónde!?, demando ahora, enardecido, mientras mis sandalias Massai toman posición para salir corriendo hacia los tickets.
- En realidad en ningún lugar... Suelen darlas a los empleados del teatro, a los estudiantes de música, a...
- Vaya...
Me desinflo, y tal vez por eso mismo no consigo despegarme de allí. No quiero abandonar el tren de los dichosos para volver al de los agobiados. Cerca de donde estoy, una treintañera con vestido floreado de aire retro y el cabello suelto a lo Rita Hayworth, parece esperar a alguien. Insisto:
-Perdona...¿Vas a entrar al teatro?
-Si, ¿querías algo?
-Entrar yo también, pero no sé cómo.
De forma casi milagrosa, una pareja con muy buen oído que estaba por allí, se acerca y me dice:
-Tienes suerte. Si de verdad quieres entrar a ver la función, a nosotros nos han fallado unos amigos.
Veo otra vez* la historia de la frígida Turandot desde la fila diez de platea, una posición inmejorable. Por fin me emociono. Después de tanto espectáculo de presunta vanguardia, el viejo Puccini en la versión de tonos clásicos de doña Nuria Espert, me hace saltar las lágrimas.
Cuando te ganas algo inesperado, sientes que la suerte está contigo, que la vida no te desprecia como a un bicho. La ilusión se ha recargado una vez más y me durará, me duró, unos cuantos días.
Exactamente hasta hoy, cuando veo en los diarios cómo siguen quemándose nuestros bosques por la acción de vaya a saber qué terroristas ecológicos y decenas de fanáticos del Barça, insensibles al verde, han asaltado el césped recientemente renovado de la cancha para arrancar trozos y llevárselos como recuerdo.
La imagen fotográfica con la gente desatada, incontrolable, me hizo recordar una película de 1975: The Day of the Locust (Como plaga de langosta). La dirigió John Schlesinger basándose en una novela del inclasificable y efímero Nathanael West (1903-1940), autor de otra pequeña joya llamada Miss Lonelyhearts.
A veces pienso que el paraíso terrenal estuvo, y aún quedan rastros de él, a nuestro lado; que la historia de Eva y Adán era sólo una parábola para prevenirnos de lo que podía pasar(nos) si olvidábamos el valor de ciertas cosas que NO tienen precio.

*Posdata: ya contaré otro día que tenga más ganas y menos calor mi primera visión de esta ópera. Una puesta más austera (Colón de Buenos Aires) con dos voces de lujo: Birgit Nilsson y Montserrat Caballé.

sábado, julio 25, 2009

Fábula barcelonesa del pequeño tomate


Éramos cuatro.
Como las Estaciones de Vivaldi.
Como los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas.
Como los mismísimos Jinetes del Apocalipsis.
Como The Four Tops, The Beatles and ¡The Rolling Stones!
Como los acompañantes de Estela Rabal en los Cinco Latinos
Como las quintillizas Dionne después de la muerte de Émilie.
Como las cuatro patas de la mesa del bar donde estuvimos sentados hasta que decidimos marcharnos diciendo aquello de "a la taza, a la taza, este juego se acabó y cada cual se va a su casa".
No hay nada demasiado especial en este más que agradable encuentro. Tampoco en el número de participantes, bastante habitual. Lo interesante sucedió a partir del momento en que nos dispusimos a cruzar Pau Claris para dirigirnos a nuestros respectivos hogares.
En ese mismo instante, J.Ch., miope recientemente recuperado gracias a las nuevas ténicas de implantación intraocular (¿se llamarán así?), encontró un pequeño tomate algo verde en el bordillo de la acera y con un preciso puntapié lo lanzó al medio de la calle.
Chanzas e ironías subrayaron su gesto nada casual.
-¿Pretendes acaso, jovenzuelo inmaduro, ver cómo ese pequeño fruto de la tierra es despanzurrado por el primer coche que pase?
- ¡Míralo al muchachote este! Ha resultado ser un sicoquiler vegetal...
- ¡Vaya, diantres, voto a Belcebú! ¿Es que acaso te divierte el sufrimiento ajeno?
(No puedo asegurar que habláramos así, pero debéis reconocer que el tono de estos diálogos dota de un carácter refinadamente aventurero a la anécdota.)
Después del breve comentario aclaratorio, vuelvo a la narración propiamente dicha:
Sin molestarse un ápice con nuestros acidulados comentarios, sin demostrar siquiera el más mínimo remordimiento por su claro intento de tomaticidio, el citado JCh., nos lanzó a la cara su trituradora verdad:
-Pues sí, tenéis razón: me mola ver cómo los vehículos rodados convierten a esta infradesarrollada hortaliza en una cucharada de ketchup naturista...
Allí nos quedamos todos, esperando ansiosos tal cual niños pequeños frente a un puesto callejero de comida basura, el inminente cambio de semáforos.
Aunque parezca increíble ninguna rueda de la primera tanda de vehículos pasó sobre el pequeño tomate, y este hecho al que podríamos caratular de insignificante, cambió para siempre nuestra valoración de la existencia toda. La tan manida Ley de Probabilidades era menos implacable, mucho más piadosa, de lo que todos creíamos. A pesar del notorio peligro circundante, el tomatito verde continuaba con su estructura intacta. Y, aunque parezca mentira y nadie se lo crea, siguió así durante varios minutos más.
Pueden sacar de esta breve narración todas las moralejas que les apetezca.
Yo no soy Walt Disney ni Steven Spielberg. De serlo bautizaría al tomate con un nombre resultón y le pondría guantecitos blancos, convirtiéndolo en el personaje de mil historietas, películas y juegos para la Play Station. Como soy un ser humano del montón, me quedé allí, junto a mis tres amigos, haciendo apuestas sobre la supervivencia del toma-Tito.
Seamos sinceros: los cuatro aplaudíamos su buena suerte, aunque deseando secretamente que alguna rueda cualquiera lo chafara de una buena vez. Era la hora del almuerzo, y a todos los presentes, maduras carnes de variados regímenes, nos esperaban en casa unas buenas ensaladas frescas de dos tipos de lechuga con vinagre y aceite.
¿Queréis conocer el final? Dejo que elijáis el que más os satisfaga, aunque no sería honesto si callara lo que esta parábola natural, sin invención alguna, me enseñó de la vida.
Podría resumirlo así:
Si por fruto del azar has nacido tomate,
te podrás salvar del tenedor al que estabas destinado,
y quizás, con suerte a tu favor, sin causarte el más mínimo daño,
pasarán, amenazantes, mil ruedas de vértigo rozando tu costado,
pero tarde o temprano, no lo olvides, habrá algún BMW de color plateado
dispuesto a mandarte de un solo y rudo golpe,
sin ninguna piedad, al otro lado.


Ilustra una obra de Julia Peirone.

martes, julio 21, 2009

del asombro frente a las bellas artes


Tres de la tarde del miércoles. Dos mujeres discuten acaloradamente en la calle Enrique Granados, a pocos pasos de donde saboreo un fresco menú veraniego en compañía de algunos amigos. Las contendientes comparten, además de una altura física considerable, el tamaño de sus narices, de parecido, familiar dibujo. En ningún momento llegan al golpe directo, aunque los rostros se acercan hasta rozarse, los brazos se levantan amenazantes y las voces adquieren segundo tras segundo más volumen. Todos los clientes del restaurante estamos pendientes de sus idas y venidas. Se mueven en un radio de cincuenta metros: caminando y deteniéndose, empujándose, cerrándose una a otra los caminos posibles con una presión sostenida que intenta cambiar el rumbo de sus pasos nerviosos; de Enrique Granados a Mallorca, de Mallorca a Enrique Granados.
Comenzamos a barajar hipótesis. Son hermanas, madre e hija, amantes, rivales, socias enfrentadas por acuciantes problemas económicos. Rubia, con el pelo recogido en una coleta, la de mayor edad; morena de cabello corto y ropa casual de corte masculino, la otra. ¿Y si fueran una pareja de actrices que están siendo filmadas a la distancia y repiten, respondiendo a las órdenes de unos ocultos pinganillos, la misma escena de un guión cinematográfico?
A todos nos parece notable que no puedan separarse. Conque una sola de las dos mujeres se desprendiera por un momento del desagradable lazo que las une, la situación perdería tirantez, podría solucionarse sin necesidad de recurrir a ningún tipo de violencia. Pero el asfixiante nudo parece no admitir deserciones. Se ha ido estrechando con el tiempo y ahora resulta prácticamente indisoluble.
La otra noche, cuando terminó la representación de Purgatorio y el público animoso y confiado que había llenado la sala (dispuesto a dejarse seducir por el vacuo espectáculo de Romeo Castellucci desde el mismo momento de comprar las entradas) empezó a desalojar despaciosamente el lugar, mi acompañante y yo nos encontramos con el escritor Andreu Martin y su mujer, Rosa, psicóloga de profesión.
¿Les gustó?, pregunté.
Bastante, dijo Andreu con una chispita burlona en los ojos. Y, gozando íntimamente con su ocurrencia, añadió: A ella le ha gustado mucho y a mí absolutamente nada.
La mujer de Andreu parecía muy impresionada por la relación entre el padre abusador y el pequeño hijo víctima de esos abusos.
Le dije que el tema me parecía una excusa dramática con demasiada actualidad en los medios como para no sospechar de una elección oportunista.
-Podría centrarse sobre la esposa y daría exactamente lo mismo, acoté.
-¡No... es muy diferente! Un niño no tiene escapatoria alguna. Estará marcado para siempre por esa relación abusiva.
-Como todos, insistí. Si bien es cierto que este caso puede ser especialmente patológico, todos estamos marcados por nuestras relaciones, en particular por las parentales.
Como es de suponer, ninguno logró convencer al otro. Ni siquiera podría asegurar que lo intentáramos.
A mí me daba igual el tema, sin duda urticante. El montaje de Castellucci es plano, ilustrativo, no intenta desentrañar el porqué de los hechos. No hay ninguna pregunta sustancial y sí varias respuestas que podríamos sintetizar en una específica, de profunda raíz cristiana: el purgatorio está en la tierra, en nuestra vida cotidiana, en los seres que nos rodean. El infierno que Sartre atribuía a los otros, ha descendido un peldaño en la lista de los castigos posibles convirtiéndose en este espacio donde mediante la flagelación y el escarnio podremos hacernos perdonar de nuestros pecados, para ascender luego, ya libres de toda culpa, al paraíso prometido. Esto en los papeles, en las declaraciones, en las críticas, porque en manos de Castellucci, el Purgatorio es simplemente un espectáculo a todas luces elegante, servido con moderno (?) y abundante despliegue técnico, en el que las actuaciones importan tanto como ese piano de cola donde nadie toca. Igual que los televisores sin mando a distancia que pretenden ubicarnos en alguna década pasada o el enorme Mazinger Zeta que asoma sus ojos parpadeantes en la tercera escena, los actores son instrumentos vacíos con sonido amplificado, marionetas veladas por una pantalla de tul en la que se proyecta redundantemente el guión de esas acciones mínimas desarrolladas por sus esquemáticos personajes sobre el escenario.
Si me dejara llevar por los dos espectáculo que llevo vistos en el Grec de este año, podría asegurar que la parafernalia técnica está asfixiando con sus excesos las zonas más sensibles de las artes escénicas. También Silvie Guillem, impecable bailarina, instrumento afinado hasta en sus más mínimos acordes, se enrola con Eonnagata en esta lujosa teatralización de la nada aderezada con la pizca de escándalo necesaria: la ensalada Glamour no puede resultar desabrida. Luces impactantes de Michael Hulls y refinado vestuario de Alexander McQueen para mostrar y cubrir las ambiguedades de un personaje desdoblado en la línea tripartita del mismísimo Espíritu Santo.
El asombro ha ocupado el lugar de la emoción. Nuestro deslumbramiento se desvanece apenas se desvanece el efecto especial que lo ha producido.
Dos mujeres sin atrezzo alguno, enfrentándose en la calle por vaya a saber qué cosas, tienen más fuerza dramática, despiertan más incógnitas, que cualquiera de estos espectáculos a cincuenta euros por cabeza.

ilustra: Eonnagata, saludo final de Russell Maliphant, Sylvie Guillem y Robert Lepage. foto de Dante Bertini.

miércoles, julio 15, 2009

entre piscinas y camorras


Estoy chapoteando alegremente junto a tres amigos encantadores en la magnífica piscina de una espléndida casa de Girona. No hay que abusar de los adjetivos, lo sé, pero tampoco habría que abusar de la comida o el alcohol y el mundo está lleno de obesos y dipsómanos. No me preocupa demasiado esta adicción gramatical. Cuando los adjetivos me dominen haré una cura de desintoxicación y podré olvidarme para siempre de ellos. Mientras tanto floto sin mayor esfuerzo, rodeado de una campiña apacible que recuerda a la de la Toscana en sus mejores días. Entre chapuzón y chapuzón comentamos la sesión cinematográfica de la noche anterior. Después de una opípara comida en un restaurante de las cercanías, hemos visto Slumdog Millionaire, la oscarizada película inglesa ambientada en la India. Paul Eluard, el poeta francés amante de la simplicidad, el mismo que supo describir en una sola estrofa toda la ambigüedad del mal estudiante, ese que "dice no con la cabeza y sí con el corazón" (...¿o era al revés?), escribió también alguna vez aquello de "hay otros mundos, pero están en este". Es una frase tan concisa y efectiva que hace algunos años la usaron para una publicidad televisiva donde aparecía una piscina privada aún más envidiable que aquella en la que nos encontrábamos durante el fin de semana. Es que la cámara lenta tiene un poder subyugador, hipnótico: embellece hasta los tarantinianos tiros en la cabeza con abundante salpicón de sangre y sesos.
Todos habíamos quedado bastante impresionados con el filme del concursante hindú; tal vez porque al menos tres de los cuatro presentes conocíamos muy bien dos de los más habituales métodos de tortura argentinos: la inmersión sin escafandra y la picana eléctrica.
Además del enceguecimiento con cuchara, nuevo para mí, y la zambullida en mierda humana, toda una metáfora, la película de Danny Boyle nos enseña cómo se puede salir de toda esa desgracia con la ayuda de un golpe de suerte que te haga millonario y la compañía de un amor "que te cuide, que te cuide". Love is a magnificent thing, ya se sabe, lo sabemos todos, y gracias a él, al maravilloso, angélico amor, un documental de ritmo acelerado sobre la miseria actual en las grandes urbes, puede convertirse en un cuento de hadas con Happy End al estilo Bollywood. Supongo que para pagar de alguna manera tanto apacible, apiscinado placer burgués, decidimos ver al día siguiente otra película best seller de fuerte contenido social: la italiana Gomorra. No voy a ponerme a criticar ahora lo alargado y repetitivo de ciertas escenas, ni la confusión que produce un casting de actores secundarios supuestamente no profesionales con rostros familiares, no siempre diferenciables. La película es muy digna y no regala posibles finales felices: los corrompidos lo serán aún más, los que pretendan ir por libre despertarán convertidos en acribillados cadáveres, los vertidos tóxicos cubrirán el mundo, sazonando con cianuro nuestros melocotones, y una Gran Camorra Globalizada acabará dirigiendo cada segundo de nuestras vidas a través de la ambición, la necesidad, la ignorancia y, sobre todo, el miedo.
Como a mi ya manifiesta adicción a los adjetivos pueden unir sin temor a equivocarse otra todavía mayor a las películas, nada más llegar a Barcelona me trago The Cooler (2003), con María Bello, Alec Baldwin y William H. Macy en los protagónicos. Azar, dinero, mafias y finalmente amor; nuevamente un gran amor que lo trastoca todo. Las Vegas es un lugar iluminado en exceso por el que se pasean un puñado de personas con muchísima ambición y muy pocas luces. Al margen, intentando no caer ruidosamente del tapete, se encuentran los perdedores de siempre. Encarnados con sensible brillantez por Macy y la Bello, estas dos personas casi normales merecen mejor suerte, y el guionista y director, Wayne Kramer, un buen tipo, creativo, audaz e inteligente, decide regalársela permitiéndoles escapar del círculo infernal donde se habían encontrado.
Yo, después de husmear gracias al cine estos otros mundos no tan distantes, he decidido que el lugar donde estoy, mi pequeño universo cotidiano, no se parece demasiado a esos infiernos. Por suerte, aunque no me atrevo a llamarlo paraíso, ni siquiera tiene relación alguna con el tecno-purgatorio de Romeo Castellucci. Se también que "todo tiene un final, todo se acaba". Poe eso debo, debemos, estar muy alertas. No vaya a ser que esta pequeña parcela de terreno ganada minuto tras minuto a la inmundicia, caiga definitiva, irreversiblemente, en manos de alguna repulsiva mafia.

ilustra: imagen publicitaria del filme Gomorra.

viernes, julio 10, 2009

Beatriz & Dante, Dante & Beatriz


Predata: como prefacio no es y prólogo tampoco, me permito acuñar (?) esta palabra para agradecer en lugar destacado a la escritora Marta Navarro García por los dos posts dedicados a mi persona, mi gato y mis trabajos en su blog Entrenómadas, ambos con fecha posterior a la publicación de Beatriz & Dante, Dante & Beatriz.

Me pregunto si serán muchos los que aún recuerden a Beatriz Guido, autora de varias novelas sombríamente intimistas con protagonistas adolescentes, todas ellas jovencitas lánguidas, entre pasmadas y enigmáticas.
Mujer tímida, ensimismada, amante de recovecos, cuchicheos, penumbras y jardines, la Guido mantuvo una larga y tórrida relación con el director de cine Leopoldo Torre Nilsson, Babsy, para quien escribió los guiones de algunas de sus películas más personales y exitosas. Eran historias de familias decadentes en las que la falta de dinero se compensaba con la abundancia de antiguos blasones y una reserva equivalente de taras y prejuicios. Políticos conservadores, caudillos de barrio, amantes frustradas, tías solteronas, deficientes físicos o mentales y avinagradas amas de llave que parecían imitar los despiadados procedimientos de Judith (Mrs. Danvers)Anderson en la magistral Rebeca de Hitchcock, incidían de una u otra forma en el despertar sexual de jovencitas tímidas, curiosas y con una esmerada educación católica, personaje que encontraría adecuada carnación en el hieratismo sensible de la actriz Elsa Daniel y que años después repetiría, en colores, con menos edad y distinto acento, la Ana Torrent de El espíritu de la colmena o Cría cuervos.
Nos cruzamos con Beatriz Guido una tarde en que ella salía de la Galería del Este -por aquellos años versión bonaerense de la Carnaby Street inglesa-, en el mismo momento en que se le rompía el hilo del collar de cuentas azules que llevaba al cuello. Vi cómo se quedaba paralizada en medio del ancho pasillo con un gesto de estupor en la cara y las manos tiesas al costado del cuerpo, mientras las cuentas del collar, finalmente liberadas de aquel lazo que las había mantenido unidas durante vaya a saber cuanto tiempo, se desparramaban por el suelo, atravesaban la acera y rodaban vertiginosas hacia el veraniego, febril, reblandecido asfalto de la calle Maipú.
Yo había reconocido de inmediato a la escritora de La caída o Fin de fiesta, una presencia ineludible en las revistas literarias y sociales de la época, y sin pensarlo dos veces me puse a recoger las cuentas esparcidas por la calle. Siguiendo mis movimientos con su mirada acuosa, tristona, algo vacuna, la Guido, detenida en el exacto lugar donde la había sorprendido el contratiempo, repetía “gracias, gracias, gracias” con una voz apenas audible, entre asmática y acongojada, mientras sus manos, puestas ahora a la altura del pecho, formaban un cuenco tembloroso en el que yo iba depositando todas las cuentas recogidas. Cuando dejé caer en aquel improvisado cáliz la última de las pequeñas perlas azules, la escritora me miró un instante con su cara de bebota caprichosa y repitió otra vez “Gracias”, para añadir enseguida, como si pretendiera disculparse: “No es que tengan demasiado valor, pero son recuerdo de alguien que he querido mucho...” Aunque había finalizado la frase mirando hacia lo alto, era de suponer que se refería al collar, convertido ahora en cuentas desgajadas, nuevamente autónomas.
Por aquellos tiempos yo era un asiduo lector de Alan Watts, de Wilhem Reich, de Carlos Castañeda. Esta mezcla desordenada de ciencias alternativas, unida a algunas experiencias de las bien llamadas psicotrópicas, me hicieron pensar que estaba asistiendo a alguna parábola esotérica especialmente dirigida a mí. De ese encuentro fortuito con literata famosa y cuentas derramadas, yo estaba obligado extraer una enseñanza fundamental. Si me era dado interpretar correctamente aquella anécdota de apariencia casual, intrascendente, encontraría al fin ese sentido profundo de la vida que tanto me obsesionaba desde siempre.
Pero no hubo nada más. Eso fue todo. Ni siquiera me atreví a decirle que pese a ser un adolescente melenudo de aspecto algo descuidado, sabía muy bien quien era la mujer que tenía delante. Tampoco le dije que había leído varias de sus novelas y no me perdía ninguna de las sombrías películas que a partir de aquellas historias dirigía su amante o esposo -nunca tuve muy claro el vínculo que los unía-, Leopoldo Torre Nilsson, ese hombre grandote de aspecto intelectual y modales extranjeros. Ella tampoco me invitó a tomar un café, o, supuestamente fascinada por mi encanto juvenil y mi servicial espontaneidad, decidió dejarme alguna dirección o un número de teléfono donde poder encontrarla para conocernos mejor.
Tal vez si le hubiera dicho mi nombre podría haber despertado su interés con una fantasía literaria de papeles trastocados: una madura Beatriz escritora para un Dante juvenil que se cruza por azar en su camino y la sigue por vaya a saber qué infernales o paradisíacos círculos.

Sí, lo sé. Es una anécdota tonta que después de tantos años debería haber olvidado. Sin embargo, por alguna extraña razón que no logro encontrar, jamás se ha borrado de mi persistente memoria.

ilustra: Elsa Daniel y Lautaro Murúa, Elsa Daniel y Berta Ortegosa, en escenas del filme argentino La casa del ángel (1957)

lunes, julio 06, 2009

si esto es el paraíso, me bajo en la próxima!


Sueño que me muero.
Es casi previsible después de tanta necrología ambiente.
Como se trata de un sueño, no hago el trayecto en soledad. Para mí, para nosotros (mi pareja y yo; una historia sin fin, como en los cuentos), ese largo túnel del que muchos hablan acababa en algún lugar de la Historia -sí, así, con mayúsculas- que no me interesó demasiado. Si no hubiera en mí una pretensión de distanciada elegancia cortesana, podría ser todavía más preciso y decir que ese particular momento histórico "no me interesó un carajo". No pregunten siquiera de qué lugar o de qué siglo estoy hablando. No tengo ni la más remota idea. Eso sí, sé muy bien que nada más asomar la nariz, lo que olí no me gustó absolutamente nada. Un paisaje vacío y mustio, desprovisto de encanto; sin árboles, animales, gente.
"¿Así que la muerte era esto?", me pregunté en el sueño. ¡Vaya marrón sin atenuantes! Prefiero olvidarla como posibilidad de trascendencia, seguir creyendo en mi versión particular, definitivamente más sencilla: cierras los ojos, te dejas ir con suavidad y ya no te enteras de nada. Todo se acaba. Es triste, hasta sobrecogedor, pero sin embargo me tranquiliza; puedo sentir como mi alma se extiende y relaja de la misma manera que lo hace mi cuerpo al final de una sesión de yoga.
Porque, ¿imagínate que en el reparto de destinos póstumos te toca el paraíso y el paraíso es el que imaginó Romeo Castellucci para La Capilla de la calle Hospital? Un agobio. A mí al menos me faltó el aire. Si el paraíso no es un lugar ilimitado, con todas las infinitas posibilidades de nuestra fantasía, prefiero quedarme como estoy ahora, en un piso relativamente cómodo de la por momentos infernal Barcelona. Al menos aquí puedo tirarme en un sofá cualquiera para ver una película del año 1943, Criss Cross, en la que Burt Lancaster despliega todos sus encantos treintañeros, muchos de los cuales continuaron casi intactos hasta el fin de sus días. En ella asoma también el siempre ambigüo Tony Curtis sus rasgos regulares de ángel perverso, y lo hace como extra absoluto, sin siquiera crédito, bailando mambo latino junto a Ivonne de Carlo en un supuesto bar de Los Angeles. Si por esas cosas de la canícula quiero algo más à la page, puedo, pude anoche mismo, pasarme al canal CTK para zamparme ese bollo de extraños ingredientes que se llama Breaksfast on Pluto. En él aparece Brian Ferry de ligón sádico -bigote "anchoa" de villano antiguo e imprevisible sedal asesino entre las manos- y te enteras de lo mal que se lo pasa un travestido irlandés algo pendón que nada más nacer ha sido rechazado por su padre, un apuesto cura párroco, y por su madre, una pelirroja a la que todos encuentran parecida a Mitzi Gaynor, actriz deliciosa de los años cincuenta que ahora casi nadie recuerda. Con menos tremendismo que en Juego de lágrimas y un fondo casi constante de pegadizas canciones de la época, la dirigió el siempre resbaladizo Neil Jordan, un hombre dispuesto a recordarnos una y otra vez la homofobia machista presente en algunos movimientos nacionales supuestamente liberadores.
Para terminar este post algo ecléctico, una breve cita. No está firmada por un bronce ilustre como Goethe, Duras, Deleuze o Nietzche, sino por un médico italiano de cincuenta años, Mario Melazzini, aquejado de una enfermedad degenerativa irreversible.
La leí hoy mientras desayunaba y se las dejo ahora como un pequeño regalo refrescante para este bochornoso día de verano:
"Ser auténtico simplifica enormemente la vida".
Pues eso, a relajarse y gozar, mientras yo, culo inquieto, voy a ver si el Purgatorio del señor Castellucci resulta un sitio más acogedor que su desangelado Paradiso.

Ilustra: Burt Lancaster y Gina Lollobrigida en una foto publicitaria de Trapecio!

viernes, julio 03, 2009

bochorno letal con boogie-woogie final


En Barcelona está haciendo calor... Mucho, mucho, muchísimo calor.
Este "fenómeno" climatológico, bastante natural en épocas veraniegas, hace que todo funcione ostensiblemente peor, desde nuestro humor habitual hasta el habitual (mal)humor de los urbanitas que pasan por nuestro lado.
Bochorno se llama(ba) en España a esta sensación de agobio intolerable. Frente a la duda dejo el pretérito entre paréntesis. No podría asegurar que esta palabra tan redonda, tan obesa y pesada, siga siendo de uso normal en nuestra actualidad más inmediata. Demasiado larga y complicada para la comunicación por SMS.
¡Qué bochorno!, decían algunas señoras bonaerenses algo tradicionales frente a cualquier situación que excediera los límites de lo permitido por las convenciones al uso.
Un vestido, un gesto, una manera de decir, una situación cualquiera, podían causar, según parece, sensaciones parecidas a las que mi cuerpo, y por tanto también mi espíritu (otro vocablo de uso restringido en los últimos tiempos), sintieron durante casi todo el bochornoso y abochornante día de ayer.
Debido a esto, y después de una sesión de yoga especialmente meditativa, opté por copiar en todo lo posible al gato Federico, tirándome panza arriba en cuanta superficie horizontal encontraba en mi camino. Si él soporta el infierno climático en esa relajada actitud, teniendo en cuenta además su insoslayable abrigo de piel tricolor, a mí, bastante menos velludo, ¿no debería resultarme mucho más satisfactorio yacer que estar de pie?
Pues lo he probado y no es así. Sólo logro sentir calor horizontalmente, como un vulgar trozo de carne a la plancha o un huevo estrellado por accidente sobre el tórrido macadam de una carretera.
Intenté olvidarme de estos problemas epidérmicos propios, sumergiéndome, ¡ay, esos azules, transparentes y lejanos mares del sud!, en otros conflictos de carácter meramente multinacional. Una forma rebuscada, algo bochornosa, de decir "púseme, sin tener otro mejor quehacer por delante, a leer algunos periódicos del día".
Díspuesto a caer de una vez para siempre de las estanterías de mi respeto para hacerse añicos contra el duro embaldosado de mi decepción, mister Ford "Only One Face" Coppola, declara en las páginas de un suplemento:
-A pesar de lo que puedan opinar muchos críticos, no me parezco en nada a Orson Welles. Él murió pobre y yo me muevo en mi avión particular.
¿Será que el siempre risueño Orson tenía otra idea del vuelo, mi otrora estimado señor Francis?
Sigo pasando páginas. Como parece corresponder a estos tiempos de liquidación y derribo, gran parte del diario está dedicado a las necrológicas. Ha muerto Baltasar Porcel, discutido escritor mallorquín que, aprés son décès, se ha convertido en una figura irreemplazable de las letras catalanas. Ya todos sabemos demasiado de la muerte de Michael Jackson -los herederos se ocupan de alimentar con más carroña su ya nutrida leyenda-, de las desapariciones menos mediáticas de Pina Bausch, bailarina y coreógrafa, y Vicente Ferrer, cooperante, y de las aún más oscurecidas de los actores Farrah Fawcet Majors y Karl "narizotas" Malden.
¿No somos nada? Sí, somos algo justo hasta el momento en que dejamos de serlo.
Para ahondar bochornosamente en mi desaforada melancolía, me detengo a leer la nota necrológica de un desconocido que, a pesar de la falta de cartel mediático, merece un buen trozo de página, abajo a la derecha, en medio del extenso obituario "vanguardista".
Cartelista de la Guerra Civil: Vicente Vila (1908-2009), pintor y profesor.
Debajo de este titular explicativo, la nota ahondaba un poco más en el curriculum de este hombre que, según el diario, "nunca consiguió ser profeta en su tierra".
Creador de los decorados de la superproducida 55 días en Pekín, bastante tiempo antes, durante la guerra, había diseñado carteles para el bando republicano, destacándose aquel que ponía: Soldado instrúyete, el analfabetismo ciega el espíritu.

Al leerlo pienso: "podría reeditarse con algún cambio más generalizador en relación a los destinatarios", y casi de inmediato, harto de mi irónica negrofilia, decido refrescar la parte tangible de mi alma debajo de la ducha. Después del agua fría, ya más templado, puedo prepararme para una cita nocturna con Anna Caixach, coordinadora del Año Grotowski en Barcelona. Gracias a ella y a su pareja, el pianista y compositor Lluis Coloma, bajo por primera vez las escaleras de Bel-Luna, un club de jazz frente a cuya puerta he pasado multitud de veces "sin atreverme nunca a entrar". ¡Sorpresa! Es un lugar lleno de detalles, con buena atención, buena comida y muy buena música. Después de un exquisito salmón con salsa de limones y de una ensalada verde con aguacate y mango, me olvido durante hora y media del mundo tratando de seguir con los ojos el movimiento de los dedos vertiginosos de Lluis, empeñados, él y su trío, en dejar suficientemente claro que al menos el boogie-woogie no necesita ninguna necrológica. Rabiosamente vivo, este ritmo vibrante de raíces negras continúa dispuesto a hacernos mover el esqueleto... al menos mientras éste todavía conserve su no tan frágil, aunque siempre sensible encarnadura.