miércoles, junio 30, 2010

muerte y transfiguración (adiós, Tom Nicon)

Miércoles, una mañana idiota, sin distracción ni obligaciones. Había escuchado por radio la noticia del suicidio en Milán de un jovencísimo modelo, Tom Nicon, imagen de la campaña publicitaria de Burberry para su colección primavera-verano de este año. Los comentaristas contaron con la misma expresiva voz que utilizan para vendernos dietas, pilchas o condones, que son varios las y los jóvenes modelos que en los últimos tiempos acabaron con su vida de forma violenta, mientras aprovechaban para arrojarnos encima toda su desgraciada ideología de los ricos también lloran y los bellos también se suicidan.
Ya no logran hacer mella en mi acerado ánimo. Aunque nada me apura, salgo de casa temprano para buscar unas gafas que estaban en arreglo y en el buzón del rellano me encuentro varias revistas de Argentina. Las envía con cierta regularidad una amiga de ochenta y tantos años muy querida. Como cada vez que lo hace, intercala entre sus páginas un buen número de recortes de otras revistas y periódicos.
Un trabajo meticuloso de esta amable, fiel y meticulosa señora, tan cercana a pesar de la distancia, tan familiar sin ser familia; una forma muy gráfica y directa de comunicarnos noticias que supone pueden interesarnos.
Entre las páginas sueltas se destaca un titular catástrofe del diario La Nación anunciando que el fuego arrasó una importante estancia en el sur del país.
Seguramente es una pérdida valiosa e irrecuperable, ¿pero cómo entristecerme por algo que ni siquiera conozco?
Doy vuelta la página. En un alarde de coherencia estilística, detrás de la nota sobre el catastrófico incendio aparecen varias columnas de avisos fúnebres divididas en dos grandes grupos: Sepelios y Participaciones.
Un poco de lo mismo. ¿Cómo dolerme por gente que nunca he conocido?
Miguel Andrés O., alias “Andy”, murió en Estados Unidos. Cinco días después sus restos ya están en Argentina, preparados para descansar en el Parque Los Cipreses de las Lomas de San Isidro. Situación acomodada, pienso. Deja mujer, tres hijos, padres aún vivos; ausencia de nietos o hijas políticas: un hombre de mediana edad, deduzco. Sólo aparece el anuncio de su entierro sin ninguna otra esquela, lo que me hace suponer que tenía muy pocos amigos, o ninguno, en su país natal, que es ahora también el de su última morada.
Alejandra A. R., con sonoros apellidos vascos y una hijita de corta edad, entregó su alma al señor en la provincia de Córdoba. Ninguna empresa se enorgullece de haberla tenido entre sus colaboradores más preciados; ningún compañero de trabajo se lamenta de tan sensible pérdida. Sin embargo cerca de doce participaciones atestiguan el afecto que sentían por ella en su comunidad.
Un tal Lalo F. G. (¿Fernández García, tal vez?) parece haber tenido sólo parientes cercanos y una situación económica nada brillante: esquela de tres líneas y entierro en el popular cementerio de la Chacarita.
Al arquitecto F. P. T. le dedican participaciones un total de diecisiete empresas. Los amigos y familiares son menos, pero ayudan a redondear la treintena de esquelas publicadas, ninguna de menos de cuatro líneas. Un hombre carismático, sin duda.
Sor Felisa del Carmen R. tiene una sola participación: la madre superiora junto a las demás hermanas de la comunidad a la que perteneció, anuncian su partida hacia la casa del PadreEterno.

¿Será que una vida ascética depara poco más que unos funerales sin pompa después una muerte por demás sobria, casi imperceptible?
Foto de Jacob Sutton

Posdata: para que se solacen y gocen, que ya saben: son dos días, los dejo en compañía de Richard Strauss, ilustrado por este jovencito encantador de cuyo nombre no he podido enterarme.

sábado, junio 26, 2010

Los verdes jardines del Edén


El Tasquito nunca se llamó en realidad Tasquito, pero como la hermana tenía un bar- restaurante de comidas típicas argentinas que se llamaba La Tasca, mi grupo de amigos más cercano aceptó que yo lo rebautizara así para recordar sin necesidad de explicaciones de quién estábamos hablando cuando hablábamos de él.
Cosas como estas suelen ocurrir cuando eres el último en llegar a un edificio, a una escuela, a una oficina, a un grupo nuevo de cualquier tipo y calaña o a un país que no es aquel donde naciste. Pagas derecho de piso, aceptando que te traten como buena o malamente se les canta tratarte a aquellos que llegaron primero que tú.
Conozco de cerca todo esto. Soy un inmigrante algo inquieto: cambié varias veces de trabajo, de casa, de ciudad, de amigos. Una mujer desatinada y con malas intenciones que tuve como vecina en el barrio gótico de Barcelona, solía poner como excusa para sus habituales atropellos el plácet que le daba haber llegado antes que nosotros a esa calle que sin ella y con un mínimo empeño por parte del Ayuntamiento, hubiera sido una auténtica delicia.
El Tasquito -hasta ahora mismo había olvidado su nombre real, pero ahora creo recordar que se llamaba Marcelo- era un inmigrante provinciano en Buenos Aires; un tipo "del interior", como solemos decir los porteños, dando por sentado que nosotros, los de la capital, somos el punto medio perfecto, equidistante de los cabecitas negras de la provincia por el lado más oscuro y de todo el resto del mundo por ese otro costado, generalmente tan idolatrado como desconocido, al que por un sinfín de razones raciales o geopolíticas nos vimos obligados a ubicar en el mismísimo y alejado exterior.
El Tasquito era un tipo educado, suave, de pocas palabras, con unos ojos pequeños de mirada ácida y color meloso. El dibujo de su boca de labios finos no solía desmentir aquella acidez, sí cualquier tipo de dulzura. Vivía solo, sin pareja ni amante estable, rodeado de una bandada de muchachos que rozaban la minoría de edad y respetaban todos los cánones de la belleza adolescente clásica, aunque pasada por el pincel cinematográfico, tan de moda entre algunas minorías, del polifacético e iconoclasta Pier Paolo Pasolini.
En el apartamento del Tasquito, de paredes grises, despojado de muebles, de cuadros y de objetos superfluos, nunca faltaba la música de moda, las bolsas de patatas fritas, la cerveza, las botellas de cocacola familiar y dos o tres camas para que pudieran quedarse a dormir, o a retozar si les apetecía, algunos de sus muchos amigos.
Uno de ellos insistió una noche en vestirme con su ropa. Teníamos planeado ir a un cine del centro y supongo que mi estilo desaliñado -"¡de lo más neoyorkino, querido!", según Marta Minujin, la vedette platinada del arte pop argentino- no le parecería apropiado para tal evento. Maxiabrigo negro, botas con tacón, sombrero de fieltro y: ¡a la calle, mi niño, que se nos hace tarde!
Está muy bien disfrazarse cada tanto. Nos da idea de lo frágil que es esa imagen nuestra que tanto atesoramos. Te dejas un bigote o cambias el corte de pelo, te pones camisa, chaqueta y corbata y ya no eres el mismo. Nadie te reconoce, ni siquiera el espejo de cada mañana.
Aquella era una época dura para mí; necesitaba un cambio, esperaba un milagro.
No me lo trajo aquel abrigo que me llegaba hasta los tobillos, por supuesto; tampoco el borsalino de fieltro oscuro echado sobre los ojos ni las botas de cuero con alzas de varios centímetros.
Lo hizo aquel consejo que me echó a la cara una amiga eventual, de esas a las que sólo te encuentras en las fiestas o en los velatorios, el día que la encontré por casualidad en la Galería del Este de la calle Florida:
-No te preocupes más... Ocúpate.
Poco después superé aquel desaliento que me hacía ver sólo oscuridades y desastres y empecé a ocuparme con seriedad de mí. El amor llamó a mi puerta una tarde de lluvia y con la excusa de que no se le mojaran las plumas del carcaj, se quedó a vivir varios años bajo el paraguas del que esto escribe.
Fue un idilio de puertas adentro. No salíamos demasiado y rara vez nos visitaban, o visitábamos, amigos. Las calles ya no estaban seguras. Mientras grupos de mafiosos con las caras cubiertas a medias por pañuelos blancos se paseaban con total impunidad por ellas, escudándose tras premisas ideológicas de distinto signo y empuñando mortíferas armas de fuego de caño largo y gatillo fácil, por todo el país se sucedían atentados, desapariciones y secuestros.
No volví a la casa de mi amigo el Tasquito hasta mucho tiempo después y fue para despedirme, poco antes del viaje que me trajo a Europa.
Él seguía tan delgado y nervioso como siempre, con ese aire esquivo que lo hacía inasible y los mismos rasgos regulares de Jean Pierre Leaud, el actor fetiche, su Antoine Doinel, para el Francois Truffaut más autobiográfico. Nos quedamos un buen rato mirándonos sin decirnos nada y cuando finalmente me hizo pasar, encontré que en su pequeño apartamento todo estaba muy cambiado.
Ya no había jovencitos de buena hechura revoloteando por los rincones y la única cama de la casa, estrecha, de una plaza, ocupaba apenas un rincón de su dormitorio, alejado de las ventanas. Todo lo demás eran grandes macetas con plantas exóticas de diferentes especies y tamaños.
-He dejado la cerámica, -me dijo-. Quiero dedicarme a la jardinería.
Tampoco se escuchaba como fondo sonoro a Janis Joplin, Cat Stevens, los Rolling Stones, Police o The Who.
-No, no, si a mi me siguen gustando, no te creas, pero a ellas -y señaló a las plantas con un mínimo gesto de su cabeza- las pone muy nerviosas toda la música pop... Se les caen las hojas, generan pulgones... Crecen mejor con Debussy y se vuelven más verdes, se las ve más erguidas, cuando escuchan a Satie, a Cesar Frank, a Schubert... Aunque, te soy sincero, si no fuera que me agobia escucharlos una y otra vez, lo que de verdad prefieren son los Juegos de agua de Ravel tocados por la Martha Argerich.
ilustra: foto publicitaria de Jean-Pierre Léaud publicada en la revista Elle.

jueves, junio 24, 2010

En el País de las Pesadillas


Estrella oscura la de esta semana. ¿Tal vez definitivamente apagada?
No me importaría, debo confesarlo. Nunca me gustó demasiado el señor Tim Burton. Sus cuentos morbosos, perversos, con grupos humanos siempre al borde de la desintegración y personajes extravagantes que bordean la catástrofe final mientras desfilan con apostura de top model marginal entre los crudos avances apocalíptico del telediario del mediodía, me suenan a glamurosa impostura. Los cuentos de un buen burgués acomodado que reúne a otros amigos de su misma calaña para comer, beber, consumir alguna droga relativamente controlable y asustarse un poquito en buena compañía con la narración de mundos más bizarros que alternativos, de atildado look new age, apariencia rebelde y diseño satinado-freak de lujo.
No quería ver esta película, lo juro. La Alicia de Carroll en su idioma original me resulta demasiado compleja y cuando la he leído traducida a nuestro idioma la encuentro bastante sobrevalorada. Hace años y en un cine de la calle Corrientes porteña, vi la versión dibujada de Disney, uno de sus mayores fracasos de taquilla junto a Fantasía, auténtica joya del cine de animación para niños y adultos. Por aquel tiempo era un jovencito muy tímido y, algo avergonzado por mi falta de gusto y mi notable ausencia de criterio, tuve que callarme la boca cuando todos los entendidos de mayor edad -leáse críticos- decían que era una bazofia más de la factoría Disney, que por enésima vez el cine estadounidense se cargaba un clásico de la literatura universal convirtiéndolo en un edulcorado pastel de bodas. Yo estaba prendado de la imagen de Alicia recostando su desmesurada cabeza sobre un campo de margaritas y eso me bastaba para encontrar preciosa toda la película.
Cuando vi los adelantos promocionales de esta adolescente Alicia Burton, me dije: "no cuenten conmigo, no pienso gastar un solo euro en vuestro atroz engendro".
Pasó el tiempo y una tarde de la semana pasada un amigo que estaba obligado a verla por razones intelecto-laborales, me invitó a acompañarlo. Primero dije "no" y un minuto después pensé: "no deberías dejarte llevar por lo que puede ser solamente un prejuicio: recuerda que Big Fish y Eduardo Manostijeras te gustaron mucho, que el Cuento de Navidad y La Novia Cadáver son realmente magníficas".
Para darme más fuerzas traté de engañarme conque la tercera dimensión agregaba un punto de interés a la obra de Carroll-Burton y decidí acompañar a mi estudioso amigo. Como era de suponer, el engaño tridimensional duró apenas unos minutos y de él quedan, como incómodo recuerdo, unas gafas especiales que no me atreveré a tirar y acabarán en el fondo de un cajón junto a otras muchas cosas igualmente descartables, igual de inútiles.
¡Vaya porquería, vaya!
La metamorfosis de Kafka convertida en El ataque de las cucarachas extraterrestres.
La tempestad de Shakespeare devenida La Tormenta Perfecta 2 y su Sueño de una noche de verano adaptada como la comedia musical sobre patines: Fiebre del sábado noche en un verano caliente.
Sin embargo no todo es execrable para mí en esta obra literaria clásica, convertida por obra y gracia de la troupe Burton en un futuro juego más para la insaciable PlayStation.
Del más que probable, piadoso olvido, me gustaria salvar algunas caracterizaciones (la Reina de No Corazones, el superficial sombrerero Deep), todo el vestuario entre festivalero y andrajoso y la ironía que implica mostrar el castillo de la malvada, cabezona Reina Roja, con casi el mismo perfil-logotipo de la Walt Disney Productions.

Posdata: soy consciente del festejo de hoy, San Juan.
Anoche estuve de verbena (gracias otra vez, Al-Beth) y no tiré petardos; me molesta mucho el ruido, lo detesto.
Tampoco encendí hogueras. Las cosas que podría quemar no las tengo a mano o son inmateriales.
Esta mañana, nada más despertar, me enteré de los 12 muertos de anoche: todos latinoamericanos, jóvenes y posiblemente muy ilusionados con aquello de que "en la noche de San Juan, cómo comparten su pan, su mujer y su gabán, gentes de cien mil raleas".
Ellos compartieron apenas un gesto de estúpida desobediencia a la ley que prohibe atravesar las vías del tren y esa habitual arrogancia juvenil que los hacía sentir intocables. Después de escuchar la noticia del atroz accidente, encendí dos velas, fuego al fin, para recordar a mi padre ya muerto, don Giovanni Dante, y a la docena de muchachos que ya no verán nunca más un mes de junio, ni otra luna de Sant Joan junto a la crepitante luz de sus fogatas.


Ilustración de Roberto Cubillas: Vecina.

domingo, junio 20, 2010

salir, salir, salir? (2)

...como les contaba en el post anterior, la semana pasada, convaleciendo aún del virus impreciso, seguí saliendo casi cada día. Siempre lo hago. No es que las otras semanas de mi vida las haya pasado encerrado en un armario -creo que nunca estuve dentro de uno y si lo hice fue para hurgar entre las prendas íntimas de mis numerosas tías-, cuando hablo de salir estoy refiriéndome a esas salidas extras, lúdicas, ajenas al programa habitual de nuestras vidas, donde salir significa ir al trabajo, a los lugares de estudio, al hiper-super-mercado abastecedor de comida o al banco más cercano.
Salí por salir, -y estoy intentando continuar con mi cuento sin más vueltas-, para ver el espectáculo de Cristina Hoyos, Café de Chinitas, en el recién inaugurado teatro Arteria de la avenida del Paralelo, en el mismo espacio que ocupaba el Studio 54 barcelonés, discoteca top de finales de los ochenta.
Invitado por la fotógrafa Colita, que, pródiga y prodigiosa, repartió 180 entradas entre sus amigos y conocidos, tuve suerte otra vez: segunda fila de platea.
No hay mentiras sobre este escenario, sólo espectáculo. Todos se dejan la piel y lo hacen con esa elegancia racial y apasionada del auténtico flamenco. Si no lo vieron ya, no se lo pierdan. La mañana del jueves volví a salir y lo hice para el preestreno de un filme argentino, cinéfila perversión a la que me habituaron mis dos experiencias como jurado en la Muestra de Lleida. Antes de esto me hubiera parecido atroz encerrarme en un cine poco después del desayuno. Allí, en Lleida, me acostumbraron a ver películas dramáticas con un cruasán en la mano, a reírme mientras untaba mantequilla y miel en una tostada, a derramar lágrimas sobre un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas y a lanzar un comentario sobre la calidad de un trabajo artístico mientras revolvía la segunda taza de café con leche.
Preestrenaban Dos hermanos en el Florida Blanca y se anunciaba la presencia del director de la película junto a una de sus dos estrellas protagonistas: Graciela Borges. Fui, por supuesto, aunque tuve que hacerle una contra asana -algo así como un corte de manga- a mi clase semanal de yoga. Graciela es una verdadera diosa en la Argentina, amada y denostada con el mismo y habitual fervor nativo, y a mi me apetecía ver de cerca, aquí y ahora, a una mujer que siempre había visto en pantallas o desde prudencial distancia, paseando, oculta tras unas enormes gafas de sol, por aquella Galería del Este de mis primeros escarceos artístico-sociales: una versión particular, adaptada a los tiempos del pop, del tanguero Cafetín de Buenos Aires.
La película es recomendable sin ser perfecta. Como a todas las que veo últimamente le sobran algunos minutos de metraje. Quizá sea yo el que estoy perdiendo la paciencia y no los directores su capacidad de síntesis. Muestra un Buenos Aires espléndido, un Uruguay entrañable y dos actores de enormes recursos interpretando a esos hermanos que, como buenos neuróticos argentinos, aman y odian sin diferenciar con precisión ambos sentimientos. Al final de la proyección, mucho después de la hora pactada, llegó Doña Graciela. Gafas de sol enormes y una blusa con dibujos dorados que la hacían brillar como una estrella sobre el fondo oscuro de una de las salas del Florida Blanca. Pidió disculpas con su voz pastosa de inconfundible deje "Barrio Norte porteño" y nos comunicó que aquel día era muy especial para ella: cumplía años, 69, estaba lejos de su casa y recordaba a tres amigos que habían muerto en las últimas semanas. Enseguida pidió disculpas, dijo "nunca me pasan estas cosas" y yo, que estaba a pocos pasos de ella, pude ver como le caían lágrimas gruesas y atropelladas por ambas mejillas. Entrañable. Cuando terminó de contestar unas pocas preguntas, me acerqué hasta donde estaba para presentarme. Se sacó las gafas y me abrazó sin poner barreras, ralajada y entregadamente, mientras me hacía una pregunta que me hacen siempre otros argentinos de paso por Europa:
-¡Tantos años fuera, querido! ¿Cuándo vas a volver?
Si tuviera alguna respuesta se las daría. A falta de ellas, por lo general utilizo un gesto que consiste en fruncir los labios y encoger los hombros.
Creo que es mi forma de decir: ¿volver adónde?
Tal vez si supiera a qué lugar de mi vida quisiera volver, podría contestarles con palabras y no utilizando esos gestos que hasta para mí son imprecisos.

sábado, junio 19, 2010

salir, salir, salir...


"La tristeza no me deja, no me deja caminar...", cantaba con desganada alegria un conocido conjunto de cumbia cuando yo era un pibe porteño que se dormía, igual que lo hago ahora, escuchando programas de radio de la más diversa catadura.
Estos días, los de la última semana, apenas llegado de la imperial Madrid, fui atacado por un virus que se aposentó en mis pulmones, para desde allí atacarme los oídos, los ojos, la nariz, en suma, toda la cabeza, y, como tal vez este gran espacio le quedaba algo pequeño o quizás con la enferma intención de dejarme un poquito más lisiado, contracturó al mismo tiempo mi zona lumbar y sensibilizó dolorosamente mis cervicales y desde allí todo mi espíritu.
Según me dijo el médico que mandó a casa el seguro privado -un simpático croata pelilargo con ropa y modales a lo Gran Lebowsky- se trata de un virus de nuevo diseño, y yo, que soy muy afecto a las tramas de suspenso ligeramente paranoides, empecé a imaginar que quizás el mío fuera el mismo virus ignominioso y posmoderno que atacó en los últimos tiempos a casi todos los políticos, a los directores de banco, de teatros municipales y sociedades civiles, a muchos artistas e intelectuales y a un sinfín de periodistas y comunicadores mediáticos. Algo parecido a una Invasión de los Ultracuerpos 2010, ¡el cielo nos proteja de semejante oprobio!
A mi la tristeza no me ataca el andar, o eso parece al menos, ya que esta semana de horas bajas, críticas, muy tristes, fue de salir y entrar y entrar y salir constantemente. No se si todo empezó el lunes gracias a Zizek -el filósofo con más rating del momento- y su larga charla en el Instituto Francés de Barcelona, con sala a tope y lenta cola de asistentes formando una apretada espiral, tan propia de las elucubraciones del lacaniano-esloveno.
Se hablaba del porvenir de la revolución y de qué se puede hacer con este futuro que parece no tener futuro, y cuando logré ubicarme, muy bien desde ya, en la tercera fila al centro, el gran gurú de nuestros días ya estaba en el escenario desplegando tics e ideas a una velocidad inalcanzable. Flanqueado por dos circunspectos muchachos que parecían sus abnegados padres, sus orgullosos profesores o los dos ladrones célebres, uno bueno y el otro ¿peor?, colgando uno a cada lado del Cristo Redentor en el Calvario, San Zizek decidió utilizar para su Sermón del Escenario ese inglés universal que han dado en llamar globish, mientras por los auriculares nos repetían sus palabras en un pulido catalán universitario, tanto como los dos jóvenes guardaflancos del escenario: el de la izquierda con aspecto de licenciarse en Económicas, el otro, sentado a la derecha, con barba, pelo largo y escribiendo esforzadamente con la mano siniestra.
No entendí demasiado, lo reconozco. Soy más visual que auditivo, y los constantes movimientos de cabeza del conferenciante, unidos a los de las manos, que atuzaban sus bigotes, recorrían sus labios, remarcaban las aletas de su nariz u ordenaban una y otra vez los folios desplegados sobre la mesa, me distraían tanto como una mosca a un gato. A pesar de estos momentos de felino extrañamiento, me quedé con eso de las creencias en las que nadie en realidad cree -Santa Claus, los Reyes Magos, la herradura portadora de suerte, la infalibilidad de nuestra democracia- pero que conforman una trama de secretos compartidos por toda la sociedad, alienándola en estructuras simbólicas alejadas del saber científico. Aunque en tren de quedarme con alguna cosa, me quedo también con sus citas cinematográficas y literarias, con sus vuelos rasantes sobre los dominios de Hitchcock o de Francis Ford Coppola (The Conversation) y esa frase de Samuel Beckett en la que el autor de Esperando a Godot aconsejaba: "lo mejor frente a un error es intentarlo nuevamente, para de esa manera volver a errar con más acierto".
Llego hasta aquí y miro hacia arriba: el post sobre mis salidas de esta semana se ha hecho larguísimo sin pasar del lunes y los probables lectores, si es que aún existen, se aburrirán por el camino. Tendré que contarles mi periplo semanal en más de un capítulo; puntata, que dicen mis ancestros.
¿Derrocho palabras? Aldo Busi, literato mediático italiano, me ha dicho ayer mismo, apoltronados ambos en los verdísimos jardines del Ateneo Barcelonés, que él nunca escribe ni escribirá en Internet; que sus divinas palabras no las regala jamás, sólo las vende por un buen montón de dinero. Y da como ejemplo su última intervención literaria: un mes entero en la versión italiana de Supervivientes le ha reportado casi medio millón de euros.
Si es que algunos somos tan ingenuos...

Ilustra retrato de Zizek, Veri(tas), por D/B.

domingo, junio 13, 2010

Tragedia griega


Si los griegos cobraran derechos de autor por el complejo de Edipo, solucionarían para siempre todos sus problemas económicos.
(Una humilde aportación a las campañas recaudadoras de CEDRO)

viernes, junio 11, 2010

un ave de ida y vuelta (tres)



...paso una y otra vez frente al elefante acróbata de Barceló instalado en la explanada delantera del edificio de Caixa Forum: "Gentileza del autor" dice un pequeño cartel al costado de la elefantiásica pieza y yo me pregunto si quedará allí definitivamente, porque si fuera así, ¡qué regalo exquisito para la ciudad este enorme gesto, irónico y festivo, del inagotable mallorquín! Barcelona, tan pobre en esculturas de calidad, no ha logrado nada parecido de este artista supuestamente cercano, y el gato gordo de Botero, callejero al fin, desprovisto de dueño, deambula de un lado a otro sin encontrar un destino definitivo donde aposentarse.
Finalmente, el último día de mi viaje entré a ver esta exposición retrospectiva y, entre todas las obras expuestas, volví a elegir, ya que nadie iba a cobrarme por hacerlo, el gran lienzo con tomates cortados, y recortados, (ver foto) sobre un fondo al que podría llamar con total impunidad blanco, si no fuera porque recuerdo aquel texto de Borges donde lo matizaba, como Barceló, de acuerdo a sus mil variantes posibles.
A unos metros de allí La Fábrica exponía fotografías de Diane Arbus, otro viejo conocido mil veces frecuentado; de esos que ya no te sorprenden, pero a los que siempre alegra, aunque resulte paradójico por la incisiva crudeza de sus temas, volver a ver una vez más. Era consciente de otra paradoja: me estaba despediendo de la colorida, luminosa y libresca ciudad rebosante de primavera, con aquel cortejo de fantasmales presencias fotográficas.
Un momento antes había dejado mis trastos en la consigna de Atocha y gastaba mis últimas horas de Madrid por las cercanías de la estación, con la misma sensación de permisible despilfarro conque se gastan los últimos centavos de una moneda extranjera de imposible uso en nuestro lugar de origen.
Esa misma mañana, mientras desayunaba en la Plaza de la Plateria, rodeado de gorriones espabilados (¡piaf, piaf!) que roban de los platos apenas te descuidas, y de gente amable con caras humanas que repetían en plan slogan, desde sus negras camisetas impresas, un texto del Romeo y Julieta de Shakespeare -"Lo que el amor puede, el amor lo debe intentar"-, había recibido una recomendación pictórica y un florido consejo: "tendrías que acercarte hasta la rosaleda del Botánico, aquí enfrente mismo, girando a la izquierda".
Me gustan las rosas y tenía pensado dar un paseo hasta el Palacio de Cristal, así que, por supuesto, fui hasta ellas. Vi mariposas y mirlos, cuadrillas de muchachos silenciosos camuflados de hoja ocupándose de la jardinería, señoras charlando animadamente debajo de árboles majestuosos y sobre todo muchísimos gorriones (¡piaf, piaf!) dispuestos a no dejarme olvidar del espectáculo, ¡Piaf!, que había visto la tarde anterior.
Dejo para el final mi encuentro con la magia imprevisible del teatro, que en este caso estaría presente inclusive más allá del escenario -un despliegue de talento que quizás, por despiste o ignorancia, pasará desapercibido para el gran público de España-, una magia a la que podríamos poner muchos otros nombres, pero, se llame de la manera que nuestras creencias permitan o decidan llamarla, estuvo presente en todo lo que sucedió la tarde del domingo a partir de mi llegada al Nuevo Teatro Alcalá, un espacio cómodo, precioso, entrañable y con una ubicación realmente privilegiada.
Todo comenzó cuando acerqué los labios al cristal separador de la taquilla para pedir lo que deseaba:
-Una entrada, por favor...Elija usted una desde donde se vea bien, que no conozco el teatro... y que además no sea de las más caras...Vengo desde Barcelona.
El taquillero me mira sin decir una palabra y me alcanza un trozo de cartulina por debajo del cristal:
-Llévate ésta. Lo verás muy bien, te lo aseguro.
-¿Primera fila del anfiteatro? Arriba? ¿No será muy lejos?
Sonríe ahora, el boletero con gafas:
-Te aseguro que lo verás mucho mejor de lo que puedas imaginarte.
Cuando una hora después entrego la entrada en la puerta principal del teatro, el joven receptor me dice:
-Aguarde un momento aquí. Ahora vendrá una compañera para ubicarlo.
La compañera es joven, bella y muy simpática; ágil, a pesar de su muy notable embarazo.
-Buenas Tardes, señor. Tengo una oferta para hacerle. Si no le molesta lo puedo ubicar en platea. Hay algunos espacios libres.
Digo sí, por supuesto. Fila cinco, primer asiento del pasillo izquierdo. Una posición inmejorable.
El montaje es perfecto, un prodigio de ritmo, iluminación y puesta en escena. La visión de los entretelones vitales de la Piaf es discutible, aunque se entiende porque la autora, Pam Gems, es inglesa y el gorrión de París sigue siendo uno de los símbolos sagrados de la nación francesa, esa amistosa enemiga.
Todo el público aplaude en pie. Fin del espectáculo.
Cuando salgo al foyer la guapa embarazada me pregunta mi opinión sobre la obra:
-¿Y, le ha gustado?
Asiento con auténticas ganas y un segundo después, como Borges y Barceló, matizo. Hablamos un rato sobre los proyectos futuros de la compañía y entonces me entero que no montarán la obra en Barcelona: cuando acabe la temporada de Madrid piensan dejar de representarla. Elena Roger vuelve a Londres para otro montaje inglés, gran parte del elenco retorna a su ciudad de origen, Buenos Aires, y sólo dos o tres de los bailarines piensan tentar suerte en Europa.
Antes de despedirme, le digo:
-Gracias por todo...y que el niño o niña llegue con mucha felicidad.
-Es un niño, ya lo sé- me dice contenta-. Se va a llamar Dante.
Escalofrío, vellos tiesos como espinas, incredulidad, emoción, asombro.
Le paso una tarjeta de primavera-verano:
-Es que yo también me llamo Dante... Es inaudito!
Nos tocamos las manos para alejar cualquier sospecha de alucinación y después de contarnos emocionados algo más de nuestras vidas, decido dejarle un volumen de amorimás que llevaba en el bolso. En la primera página escribí, sin que me ella lo pidiera, una dedicatoria:
"A Damiana, pero sobre todo, y perdón por esto, al futuro Dante".
Un delicioso viaje este que hice por Madrid.
Habría que creer un poco más en la bondad de los extraños.

Fotos de Bertini: Arbus and me, Charla-Botánico, Barceló-tomates, RomeoJulieta, Roger-Piaf.

miércoles, junio 09, 2010

un ave de ida y vuelta (dos)

No se en cuál momento exacto del relato madrileño abandoné el post anterior...y, lo reconozco, tampoco quiero saberlo.
La vida, y nuestros sentimientos, cambian por segundos. De pronto la euforia que me acompañaba se ha esfumado y no por eso voy a considerarme bipolar: hoy mismo, en dos blogs amigos se anunciaban muertes y hace unos minutos, por televisión, acabo de ver una película argentina realmente triste. En ella hay un grupo de gente que, desde Buenos Aires y Madrid, suelta globos cargados de deseos cada 31 de diciembre, con la ilusoria pretensión de que se encuentren en algún lugar del universo.
No lo hacen, por supuesto.
Es que, por mejor intención que le pongamos, por más gas que utilicemos para inflar nuestros deseos, hay encuentros realmente imposibles... Lacan dixit. Un domingo en otra ciudad nunca es domingo. Cuando estás en tu casa, los domingos conservan siempre su calidad de fiesta familiar; aunque no quieras enterarte, aunque pretendas negarlo. Invitas amigos, sales a comer fuera, te inventas un programa diferente, algún festivo y por lo general intrascendente programa de domingo.
Este domingo me encuentra solo en una ciudad por la que me puedo mover con la tranquilidad conque podría moverme en casa de un amigo muy cercano: relajadamente, sin miedos, con absoluta libertad, aunque sin usarle los chanclos y los calcetines al dueño de casa ni atreverme a abrir los cajones de su mesa de trabajo para curiosear dentro. Estoy decidido a ver Piaf esa misma tarde, a las 19.30. Es para mí la única función posible y no pudo perdérmela, así que me acerco al teatro para comprar una entrada. Podría haberlo hecho por teléfono o por Internet, pero prefiero la gestión directa: me permitirá conocer mejor el espacio, elegir dónde quiero sentarme. Una equivocación: la taquilla no abre hasta las cinco de la tarde. Voy a desayunar cerca del Parque del Retiro, a un Café dell'Arte de la calle de Alcalá. Ella es, junto a Serrano, Lagasca y la Gran Vía, una de mis favoritas. El café es buenísimo: de marca italiana y hecho por expertos. Para ser coherente pido también un sandwich tostado de mozzarella, tomate y jamón dulce. Italiano lo llaman ellos y está tan bueno como el café. Me siento en la terraza, al sol, comprobando que el de Madrid no escuece tanto como el de Barcelona. ¿Se hace necesario aclarar que no pretendo hacer con esto una competición solar entre dos ciudades demasiado afectas a las competiciones? Es poco más que un comentario epidérmico, sin mayor trascendencia. Como no tengo diario, bloc ni libro en los que escudarme, me ocupo en saborear lo que he pedido mientras miro la gente que pasa a mi lado: estoy sentado a pasos de una esquina de mucho tránsito, rodado y humano, y el movimiento, incesante, variopinto, jamás llega a ser caótico, atropellado, molesto. La gente está viviendo su mañana de domingo; una jornada poco particular, como tantas otras de su vida. Pasan con perros, con niños, con sombreros y gorras, con plantas, paquetes y periódicos. Un tipo muy acicalado lleva entre sus manos un pequeño ramo de flores muy grandes: dalias o crisantemos de colores brillantes. Lo exhibe delante de su cuerpo, como un Rey Mago doméstico, entregado a su papel de portador de mirra o de incienso. Hay alguien que será ¿sorprendido? por aquella ofrenda: ¿madre, hermana, amante, amigo? No me decido por ninguna opción, y cuando giro la cabeza para tratar de descubrir en las formas dorsales del portante al posible destinatario del regalo, mi mirada se cruza con la de una mujer morena que está escribiendo en otra mesa. Me acerco para pedirle una hoja de su bloc en espiral: he salido sin papel en blanco y quisiera anotar algunas cosas para que no se me pierdan para siempre en medio de Madrid. Apenas han pasado unos segundos y ya me encuentro sentado a su lado, enterándome de que soy un mediador, no un líder, y que mi labor sobre la tierra es la de servir como puente transmisor entre lo nuevo y lo viejo, entre el pasado y el futuro.
"Sin embargo", me dice, "no te confundas. Lo único que existe es el aquí y ahora". Es mexicana, hija de judíos franceses y se enorgullece de haber vivido por todo el mundo, deteniéndose particularmente en sus felices 24 años neoyorkinos, sus tres no tan felices en Barcelona y los varios que vivió en la India, dedicada al estudio de las enseñanzas y prácticas budistas. Le dejo una tarjeta de otoño-invierno para que se comunique conmigo. Se llama Sara, según me dijo, y no se si algún día volveré a tener noticias suyas. Mientras me explica su concepción de un nuevo mundo, suena el teléfono y Nuria me dice si nos encontramos un poco más tarde para comer juntos. Nos citamos en la Puerta del Sol y camino hasta allí alegremente, con alas en los pies, como un Hermes sin acento. Tanta ligereza se debe, estoy casi seguro, al perfume que me puse antes de salir: un Hermés de su línea verde. Este sí con acento en la segunda E, espléndida mezcla de maderas nobles con aromas cítricos, ácidamente frutales.
Nuria insiste en mostrarme el Casino de Madrid por dentro. Parapetado tras un mostrador que imagino de mármol, nos espera un tipo joven y relativamente guapo, de uniforme (¿verde?) a la inglesa y con la piel y el pelo notablemente grasos. No quiere que veamos nada de lo que hay dentro y aunque Nuria insiste en mostrarme los salones con la excusa de que soy un turista extranjero interesado en verlos, el portero uniformado es inflexible y repite no, no y no, como si de una cupletista antigua se tratara.
-Vamos -digo yo- porque si no me entrarán ganas de decirle que un lugar con tantas pretensiones debería cuidar mejor la limpieza, sobre todo en los caminos de alfombra de sus escaleras.
Al pan, pan, y al vino, vino. A la simpatía simpatía y a la necedad lo que le corresponde.
Desde allí, riéndonos, nos vamos hacia el Palacio de Oriente, con sus jardines bien cuidados y sus estatuas reales, que según me cuenta Nuria, estaban ubicadas en las alturas mismas del monumental edificio, hasta que una de las coronadas reinas tuvo un sueño en el que los conviados de piedra caían sobre su cabeza y, entre atónita y aterrada, decidió situarlas más a ras de tierra, bien por debajo de donde dormía.
Mientras los parasoles de las tabernas cercanas despiden nubes de agua fresca sobre nuestras cabezas, coros de jóvenes cristianos refrescan sus creencias cantando himnos litúrgicos junto a los canteros florecidos. Inspirados y hambrientos, nos zampamos dos buenos platos de ensalada verde copiosamente regados con claras bien frías, mientras yo decido que la narración de este corto viaje a la Capital del Reino se alargará un poco más de lo que en un primer momento había pensado.
¡Hasta la próxima, amigos!
Fotos de Dante Bertini: Viena dreams, elefante Barceló, Piaf, espaldas

domingo, junio 06, 2010

un ave de ida y vuelta

...llego al hotel pasadas las once de la noche: doce horas en la calle, casi sin descanso y con alguna que otra emoción intensa, aunque suficientemente controlada, por medio.
Me desvisto, enciendo la tele, un vicio, y mientras me siento frente al ordenador para ver quienes andan por mi correo, saboreo un zumo multifrutal con acento italiano y unos anacardos salados: otro vicio... y ya van dos.
Por la primera cadena están pasando por quincuagésima vez Pretty Woman. La pesco al final, en el momento en que una voz masculina en off dice: Esto es Hollywood y aquí todos tienen un sueño: ¡sigan soñando!
Se equivoca en lo que a mí respecta. Esto no es Hollywood, sino Madrid en verano: la mismísima capital de España que, florecida y oronda, atraviesa una crisis, un puente, una Feria del Libro y mi inesperada presencia -según Zbelnu, "en plan explorador"- por la espaciosa calle de Alcalá, aunque, en mi caso, sin falda almidoná, nardos apoyados en la cadera ni caballero alguno dispuesto a recibir fragancias florales de mis poco manicuradas manos.
Algo alejadas del chotis y las floristas zarzueleras, las calles de la ciudad están atiborradas de gente llegada de algún lugar distante y muchos lo demuestran hablando idiomas que no son el castellano, ni ningún otro de los que suelen hablarse por la multilingüe España.
¡Sigan soñando!, la frase es como un eco en mis oídos, y pienso si podría servirme también a mi, transeúnte ilusionado de una ciudad que siempre reconozco distinta, creciendo y modernizándose; arriesgado, resbaladizo concepto este último, que tiende a confundir más de una vez la insoslayable necesidad de ponerse al día con la cursilería de los diseños rebuscados que casi nunca tienen en cuenta a los humanos, no siempre debidamente actualizados, que deberán usarlo.
¿Qué contarles? ¿Que paré en un aparthotel de Chamartín donde me trataron más que bien? ¿Que visité la Feria del Libro a media tarde, con un calor y un sol de esos que por aquí llaman de justicia y al que yo llamaría de castigo? ¿Que por allí, entre puestos de libros y otros de cerveza y granizados, caminé hasta gastarme los zapatos, aunque en ningún momento llegué a luxarme la muñeca firmando volúmenes, ya que somos noventa los autores -en tres lenguas distintas- convocados por la poeta y traductora Pura Salceda para su Antología de Poesía Erótica y entre todos nos repartimos alegremente el, por otra parte nada excesivo, trabajo del autografiado?
Podría contarles todo esto, en realidad ya lo hice, pero es sólo el principio, la primera tarde de un viaje corto, para mi gusto muy bien aprovechado.
En un blog cercano en muchos aspectos -el Crucigrama de Isabel Núñez-, la vibrante autora de La plaza del Azufaifo cuenta una experiencia que vivimos juntos y con nocturnidad, aunque bien alejada de toda carga criminal. Ella, toda de negro vestida, pasó a buscarme por Hub, un acogedor centro cultural independiente con olor a maderas frescas, recién cortadas, donde yo, por lo general esquivo, había llegado de la mano de Nuria de la Cal, actriz, escritora, animadora cultural y, por estos días, encantadora compañera de pequeñas aventuras urbanas. Nuria insistió bastante hasta que dije "sí, vamos". Ella suponía que podía gustarme la actuación de Esfumato, un dúo musical perfomático y -poco después pude comprobarlo- original, carismático y talentoso. Yo temía que concierto alternativo y humo superlativo fueran inseparables; estuvieran, como suele ser habitual, juntos. Me encontré con un garaje reciclado en espacio de arte, diseño y nuevas búsquedas, donde no está permitido fumar y por módicos diez euros te ofrecen una copa, cositas suaves para distraer el hambre y un espectáculo en vivo con placer asegurado.
Estaba terminando el recital cuando partí de allí con Isabel, y, decididos ambos a darle más marcha a nuestras feriales piernas, remontamos a pie y contracorriente los populosos ríos centrales del sabático Madrid nocturno, cruzándonos con parejas de góticos ennegrecidos, chicas y chicos en plan Saturday Nigth Fever, los esperanza-desorientados turistas de siempre y un sinfín de colgados urbanitas con distintas adicciones y la misma desesperación sin frontera en la mirada. Cuando logramos encontrar a una pareja de madrileños que supo decirnos donde estaba el lugar que buscábamos ya se había hecho la una y mi necesidad de juerga estaba atravesando su punto más bajo.
En suma: escapé de aquel dancing-bar de humos malsanos a los diez minutos de llegar, perdiéndome, no tengo dudas sobre esto, algunos encuentros de interés festivo-literario, pero ganando el dominical día después con el cuerpo bien sobrado de energías y sin la desagradable presencia de picores en los ojos, migrañas, cefaleas y, más que molestas, insoportables, toses de fumador resacoso. Un vicio éste, el tabaquismo, tercer nominado en este apresurado relato de viaje, del que he podido desprenderme con mucho esfuerzo y no menos tesón hace más de veinte años.

Me llaman a comer y siento hambre.
Después sigo, ¿les parece?

Fotos de Dante Bertini: Slogan, Arbus and me, Nuria a por ellos.

sábado, junio 05, 2010

Elena Roger: sin Oscar, pero con Olivier...



Los dejo el fin de semana en buena compañía.
Se llama Elena Roger
, es pequeña, argentina, cantante, actriz y en estos días interpreta Piaf en el Teatro Alcázar de Madrid.
Hasta uno de estos días.



martes, junio 01, 2010

Encuentro Inesperado


Salgo de la cama como puedo y media hora después salgo también de mi casa, un poquito más compuesto. Ayer tenía cita con mi dentista a la misma hora en que debería haber tomado una clase de yoga. La contienda la ganaron mis dientes y, sobre todo, una inhabitual pereza: después de la clase del día anterior había quedado con pocas ganas de repetir asanas, equilibrios y estiramientos.
Encuentro la calle triste, semivacía. Puente, me digo. Si hasta mi casa ha perdido un componente, abnegado estudioso de las teorías lacanianas. Lacan y Sagaró, puedo asegurarlo, tienen más fuerza, mayor arrastre, que cualquier dupla política.
Yo me quedo en la ciudad, a festejar por la noche una boda civil diurna a la que no asistí porque en ningún momento fuí invitado a ella.
Los diarios hablan de recortes, las radios hablan de recortes, la gente de la calle habla de recortes. Debería ir a la peluquería, me digo. Es una forma como cualquier otra, aunque un poco más frívola, de no crearme angustias que después, en corto tiempo, me producen esas molestas caries que necesitan obligatorias visitas al dentista.
Anoche dormí profundamente, así que me cuesta entender por qué me levanté sin verdaderos ánimos de levantarme. Tal vez sea culpable el inconsciente, siempre tan artero, aunque también podría serlo una brisa fría, no menos errática, que acarició mi espalda mientras charlaba animadamente en la terraza de un bar cercano a casa.
El día de ayer estuvo cargado de emociones, casi todas ellas debidas a un reencuentro "con el pasado que añoro y que nunca olvidaré". El tango es acomodaticio, nos sirve para rellenar cualquier rincón con algunos trazos de nostalgia y un nosequé de poesía.
Fue por la mañana, cerca del mediodía. Me había parado a mirar plantas exóticas en la esquina de Córsega con Rambla Cataluña y de pronto oí una voz femenina con un suave, pero de cualquier manera inconfundible, acento porteño. Preguntaba algo, que en un principio no alcancé a comprender, a un empleado marroquí que parecía no entenderla. Poco después lo supe. La señora, muy menuda, de cabellera corta, alborotada y rubia, trataba de saber el nombre de una especie de cardo sofisticado en tonos verdes, rosas y ocres, la misma planta que me había subyugado a mí unos segundos antes. Soy curioso y participativo, al contrario de lo que sucede a mi alrededor -en esta ciudad quiero decir- donde la amabilidad, la simpatía y el buen trato se confunden habitualmente con el servilismo. Me siento bien comunicándome con la gente; si además puedo solucionarles algún problema nimio, orientarlos o contestarles alguna pregunta que me hacen, deteniendo el turisteo, me crece de los hombros la capa de Superman y un día cualquiera se transforma en un nuevo episodio de la saga "Dante B lo arregla todo". En esta ocasión tampoco yo sabía de qué planta se trataba, pero intervine porque en ese momento la dueña de la tienda, que había salido del interior para atender a la presunta clienta incomprendida, estaba diciéndole:
"Es muy raro que no la conozca... En su país seguramente existe".
"Soy del mismo país de la señora y tampoco la conozco", dije yo sin cortarme una hoja.
La señora rubia sonrió y en ese momento entendí que aquella cara, aunque con varias experiencias más encima, era la cara de alguien que conocía muy bien.
"¿María Julia?", pregunté tímidamente.
Ella dijo sí y enseguida quiso saber quién era yo. (Habré cambiado tanto que tan sólo por la voz me reconoció, tango)
No me voy a extender demasiado con esta historia.
"Voy a achicar el pánico", solíamos decir en la época en que ella y yo diseñábamos vestuarios para Crash!, un exitoso espectáculo del coreógrafo Oscar Aráiz en el histórico y desaparecido Instituto DiTella. En el lenguaje callejero juvenil de aquellos años quería decir "la voy a hacer corta, no te asustes". Por esto no voy a dar fechas precisas. Siglo XX, Cambalache, y con esto me planto. No tanto por mí, que también, por qué negarlo, sino por ella, una señora de elegante discreción y espléndido presente.
Gracias a Facebook, y en este gracias deberiáis detectar un deje de nostálgica ironía, pude comprobar cómo en general la vida nos separa para siempre y los posteriores reencuentros, virtuales o físicos, son poco más que un intento, por lo general vano, de rectificar una historia con un final ya escrito.
En este caso preciso, María Julia Bertotto y yo, ¿resultamos ser los mismos? ¿Volveremos a comunicarnos después de esta nueva separación, si bien lógica, también forzosa?
Podría decir sí o no con la misma incierta certidumbre.
Los dos vivimos nuestra vida con ganas, como nos permitieron y pudimos. Perdimos y ganamos, tuvimos y dejamos, y todavía hoy, después de todo el tiempo transcurrido, seguimos esperando algo más: ese que podría ser el más pleno y feliz, el mejor capítulo de nuestro, por suerte inacabado, diario íntimo.


POSDATA: este post estaba previsto para el domingo, pero luego se cruzó el tabaco con sus humos y recién lo cuelgo hoy. Sepan disculpar el cambio de fechas... y adáptenlo, S.V.P. Gracias. POSDATA 2: un regalo en forma de canción y con destino preciso, ya que no se si tendré tiempo de colgar nada más antes de irme para Madrid, Madrid, Madrid...(más información en mi blog amorimás)
Fotos: escena de Crash! y retratos por JChapuis.