Me pregunto si serán muchos los que todavía recuerden a
Beatriz Guido, autora de varias novelas sombríamente intimistas con protagonistas adolescentes, todas ellas jovencitas lánguidas, entre pasmadas y enigmáticas.
Mujer tímida, ensimismada, amante de recovecos, cuchicheos, penumbras y jardines, la Guido mantuvo una larga y tórrida relación con el director de cine Leopoldo Torre Nilsson, para quien escribió los guiones de algunas de sus películas más personales y exitosas. Eran historias de familias decadentes en las que la falta de dinero se compensaba con la abundancia de antiguos blasones y una reserva equivalente de taras y prejuicios. Políticos conservadores, caudillos de barrio, amantes frustradas, tías solteronas, deficientes físicos o mentales y avinagradas amas de llave que parecían imitar los despiadados procedimientos de Judith (Mrs. Danvers)Anderson en la magistral
Rebeca de Alfred Hitchcock, incidían de una u otra forma en el despertar sexual de jovencitas tímidas, curiosas y con una esmerada educación católica, personaje que encontraría adecuada carnación en el hieratismo sensible de la actriz Elsa Daniel y que años después repetiría, en colores, con menos edad y distinto acento, la Ana Torrent de
El espíritu de la colmena o
Cría cuervos.
Nos cruzamos con Beatriz Guido una tarde en que ella salía de la Galería del Este -por aquellos años agigantada versión bonaerense de la sobrevalorada Carnaby Street inglesa- en el mismo momento en que se le rompía el hilo del collar de cuentas azules que llevaba al cuello. Vi cómo se quedaba paralizada en medio del ancho pasillo con un gesto de estupor en la cara y las manos tiesas al costado del cuerpo, mientras las cuentas del collar, finalmente liberadas de aquel lazo que las había mantenido unidas durante vaya a saber cuanto tiempo, se desparramaban por el suelo, atravesaban la acera y rodaban vertiginosas hacia el veraniego, febril, reblandecido asfalto de la calle Maipú.
Yo había reconocido de inmediato a la escritora de
La caída, una presencia ineludible en las revistas literarias y sociales de la época, y sin pensarlo dos veces me puse a recoger las cuentas esparcidas por la calle. Siguiendo mis movimientos con su mirada acuosa, tristona, algo vacuna, la Guido, detenida en el exacto lugar donde la había sorprendido el contratiempo, repetía
“gracias, gracias, gracias” con una voz apenas audible, entre asmática y acongojada, mientras sus manos, puestas ahora a la altura del pecho, formaban un cuenco tembloroso en el que yo iba depositando todas las cuentas recogidas. Cuando puse en aquel improvisado cáliz la última de las pequeñas perlas azules, la escritora me miró un instante con su cara de bebota caprichosa y repitió
¡“Gracias!”, para añadir enseguida, como si pretendiera disculparse: “
No es que tuviera demasiado valor, pero son recuerdo de alguien que he querido mucho...” Aunque había finalizado la frase mirando hacia lo alto, era de suponer que se refería al collar, convertido ahora en cuentas desgajadas, nuevamente autónomas.
Por aquellos tiempos yo era un asiduo lector de Alan Watts, de Wilhem Reich, de Carlos Castañeda. Esta mezcla desordenada de ciencias alternativas, unida a algunas experiencias de las llamadas psicotrópicas, me hicieron pensar que estaba asistiendo a alguna parábola esotérica especialmente dirigida a mí. De ese encuentro fortuito con literata famosa y cuentas derramadas, yo debería extraer una enseñanza fundamental: si me era dado interpretar correctamente aquella anécdota de apariencia casual, intrascendente, encontraría al fin ese sentido profundo de la vida que tanto me obsesionaba desde siempre.
Pero no hubo nada más. Eso fue todo. Ni siquiera me atreví a decirle que pese a ser un adolescente melenudo de aspecto algo descuidado, sabía muy bien quien era la mujer que tenía delante. Tampoco le dije que había leído varias de sus novelas y no me perdía ninguna de las sombrías películas que, a partir de sus historias, dirigía su amante o esposo -nunca tuve demasiado claro el vínculo que los unía-,
Leopoldo Torre Nilsson, aquel hombre grandote de aspecto intelectual y modales extranjeros. Ella tampoco me invitó a tomar un café, o, súbitamente fascinada por mi encanto juvenil y mi servicial espontaneidad, decidió dejarme alguna dirección o un simple número de teléfono donde poder encontrarla para conocernos mejor.
Tal vez, de haber sido menos parco, le hubiera dicho mi nombre, despertando su interés con una fantasía literaria de papeles trastocados: una madura Beatriz escritora para un Dante juvenil que se cruza por azar en su camino y la sigue por vaya a saber qué infernales o paradisíacos círculos.
Lo sé. Es una anécdota tonta que después de tantos años debería haber olvidado. Sin embargo, por alguna extraña razón que a pesar de los años transcurridos no logro encontrar, jamás se ha borrado de mi persistente, arbitraria, caprichosa memoria.
Ilustran: foto publicitaria de La caída y retrato de Beatriz Guido con Torre Nilsson, enmarcado, detrás.
14 comentarios:
Al igual que la de Manucho que supe leer por ahí, gran historia ésta. Uno de esos recuerdos hechos relato que permiten al lector ver la escena descrita. Me gustó.
Saludos!
Creo que ya conocia esta hostoria, pero cada vez que la cuentas la revivo como si hubiera sido yo misma quien pasaba por la galareia en ese momento... admiro entre otra cosas tu memoria detallista que me permite disfrutar de esas escenas de la vida cotidiana como si de un hecho magnifico se tratara...
miles de besos amore!!!!!!!
Que bonita anécdota.Y que bien contada y descrita.He disfrutado leyéndola y te me he imaginado en aquel momento (habiendo visto fotos tuyas de por entonces, me ha sido fácil) delgadito y melenudo recogiendo esas cuentas azules del suelo y colocándolas en las manos de esa señora que, hoy por ti ,acabo de conocer.Un placer,Cachito
Saludicos
Andrés,
gracias.
Verte por aquí en letra y firma es una alegría...aún mayor si te gustó.
Abrazo
Gisella:
memoriosa amiga...
si lees la etiqueta verás que pongo (re)relato...
Lo he contado más de una vez esperando reconocer, encontrar, ese secreto que evidentemente no me develará nunca.
Me niego a creer en los encuentros fortuitos.
Besos y más besos
Carmen,
gracias.
De eso se trataba, de darla a conocer a los nuevos amigos.
Antiperonista acérrima, pocas posibilidades tiene de que su obra resurja. Una pena.
Saludicos y hasta pronto.
Amigo Dante, excelente descripción, das tantas imágenes que creo que hasta he podido contar las perlas caídas... Pero como peronista congénito que soy, no acuerdo con vos que la obra de Guido tenga menos posibilidades de ser reeditada por su antiperonismo tampoco por sus amoríos con el genocida Masera, en las librerías de usados los podés comprar por dos pesos y ni así se venden, a igual que Silvina Bulrich sus historias no interesan, esas historias de clase alta decadente ya no seducen... Un abrazo bien peruca
que bien contado Dante
En la foto Beatriz sigue tocando aquel collar.
Un beso
Roberto:
creo que ella pintó muy bien ese momento previo a la caída, definitiva según parece ahora, de una burguesía pacata y reprimida, y que aunque sea sólo por eso merecería un lugarcito entre los lectores actuales. Es entretenida además, o al menos lo era cuando yo la leía. Desde ya mucho más que ese fantoche desagradable que se muestra en la tele argentina día si y día también, cargado de prótesis, siliconas, anillos y falsas amantes. Un modelo para desarmar.
Me gusta que me digas tu opinión sin falsas aprobaciones, gracias.
De eso se trata.
Si no me equivoco la amante de Massera era Marta Lynch, ¿suicidada? frente al espejo de su cuarto.
Un abrazo, y dos.
MaryPop:
no podría asegurar que fuera el mismo collar, pero si que la foto, tomada en su casa madrileña, es posterior a la anécdota de Galería del Este. Un gesto muy suyo, de muchas mujeres de la época.
Besos
Yo creo que de tonta tu anécdota no tiene nada: Beatriz Guido derramándose súbitamente en un mar de cuentas azules en la intimidad de un momento frente a tus ojos de chico sorprendido... No sé cómo hacés para ser protagonista de esas historias tan pintorescas. Si bien no dudo de que realmente ocurrió, creo que el valor agregado está en el relato que construís con tu forma de compartirla.
Me encantó, Dante.
Mi abrazo siempre.
Diana:
te contesto lo que parece una pregunta.
No hago nada especial; dejo que las cosas me sucedan, me dejo llevar por las circunstancias hasta el límite que creo justo para mi. Y soy el protagonista relativo porque lo cuento desde mi experiencia, describiendo más lo que vi que lo que supuse o supongo.
Estoy atento, eso si. Veo mucho, me interesa lo que me rodea. Tal vez porque soy un tímido superado, tal vez por algunas características paranoides que me hacen estar atento al entorno.
Gracias por tu encantamiento. Es lo que esperamos los contadores de historias: las mil y una noches de atención cariñosa.
Un abrazo, y dos.
Y he aquí a la otra Beatriz, la más cercana(pocas calles nos separan, muchas vivencias nos acercan), la que te lee, y sobre todo la que se emociona con ese punto de ternura siempre latente en tus textos, casi te diría que hace que uno (lector/a) sienta la necesidad de arroparte.
Un abrazo x dos-
Beatriz:
pocas calles separándonos y muchos sentimientos compartidos, es verdad.
Gracias por tus deseos de ternura. En tiempos tan críticamente fríos, la ternura es, más que necesaria, vital.
Abrazos cercanos
Porque la memoria, amiga o traicionera, es solo nuestra.
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