Hace años, cuando la madre de Jorge nos mandaba revistas argentinas cada quince días para que no perdiéramos los lazos con nuestro país de origen, me enteré de que Norma Aleandro iba a estrenar una obra de teatro donde personificaba a María Callas. Llevaba años sin ir a Buenos Aires, pero en aquel momento tuve ganas de tomar un avión y llegar a tiempo para el estreno de aquel acontecimiento, para mí, trascendental.
La había visto en una
Hedda Gabler escalofriante poco antes de partir hacia Europa. Dirigida por Alberto Ure, en el elenco estaban también Blanca Lagrotta, Emilio Alfaro, Roberto Durán, Leonor Manso y Heddy Crilla, actriz sutil e inolvidable maestra de actores.
La puesta rompía los cánones clásicos y jugaba con un diálogo discordante entre la acción y la palabra. El texto de Ibsen se respetaba con casi absoluta fidelidad, pero los actores, mientras lo decían, desplegaban técnicas más propias del teatro descarnado y violento de Grotowski. Un
tour de force del que todos los intérpretes salían airosos y el público trastocado por la fuerza estallante de una puesta en escena memorable, única, auténticamente revulsiva.
Cuarenta años después, esta mujer increíble vuelve a emocionarme encarnándose en una María Callas terminal, vieja leona que, aunque triste y solitaria, conserva todas las garras y el genio necesario para usarlas sin remilgos ni arrepentimientos.
La esperé a la salida, como solíamos hacer, y con toda seguridad aún siguen haciendo, los fans porteños con sus admirados ídolos. Quería verla de cerca y recordarle que mucho antes del estreno de su
Hedda Gabler, había visitado mi pequeño apartamento de la calle Chacabuco, primer piso sin ascensor, en el porteñísimo barrio de San Telmo.
Estábamos con algunos amigos, como cada día, cuando sonó el teléfono. Sería cerca de la medianoche, y aunque éramos porteños, jóvenes y bohemios, nadie se atrevía a llamar a aquella hora a una casa que no fuera la suya, salvo que lo hiciera para dar alguna muy mala noticia. Para nuestra sorpresa era Néstor Tirri, por esos tiempos ayudante de dirección de David Stivel. Me preguntaba si me divertía que viniera a casa para festejar que
Israfel, de Abelardo Castillo, (un particular
biopic de Edgard Allan Poe) había ofrecido su última función de la temporada aquella misma noche. Dije que sí, sin suponer que nuestro amigo vendría acompañado por parte de la compañía, entre ellos el actor principal, Alfredo Alcón, quizás el más prestigioso de la Argentina, y la por entonces pareja de éste, Norma Aleandro, una actriz de casta, hija y hermana de actores. La visita inesperada se convirtió en una fiesta concurrida y, un poco a nuestro pesar, escandalosa.
Mi vecina de arriba era una cordobesa amable y soportaba con estoicismo nuestra música, charlas y discusiones hasta altas horas de la noche, sin embargo el zapateado flamenco y los olés de mis invitados eran un plus excesivo para cualquiera. Cuando sonó el timbre supe en seguida que era ella y le pedí a Alcón que la atendiera. Una estrategia para alivianar los posibles reproches. La treta tuvo un resultado absoluto. Mi vecina, embobada, terminó disculpándose por la irrupción, pidió permiso al actor para darle un beso en la mejilla y divulgó, por el edificio primero y por todo el barrio después, que nosotros éramos personajes de incógnito que se codeaban con grandes estrellas del cine, el teatro y la televisión.
La otra noche, todavía emocionado por su actuación en
Master Class, recordé esta visita a Norma Aleandro, sabiendo que con toda seguridad no se acordaría de una anécdota tan poco trascendente.
Me miró con ternura y dijo: "¡Pero si éramos unos niños!", y enseguida, cambiando el tono y la expresión de su mirada, agregó: "Alfredo está muy malito. Ruega por él".