Supe de la existencia de la siempre estridente, y en estos momentos también cinematográfica, Florence Foster Jenkins, gracias, y es un decir, a mi único amigo auténticamente pelirrojo, el desde hace años ausente de mi vida, físicamente desvanecido, Manuel Román.
Por aquella época, los años sesenta del siglo pasado, vivíamos juntos en un pequeño departamento del borgiano barrio de San Telmo, en la mismísima ciudad de Buenos Aires. Éramos una extraña pareja, muy cariñosa, amable, comprensiva, colaboradora... pero sin derecho ni impulso alguno al sexo compartido.
Manuel, atildado, un poco tímido, bastante obsesivo. procuraba triunfar como disc jockey cuando este oficio no era tan rentable ni glamuroso, pero, además de pinchar discos en bares y discotecas, producía un programa unipersonal en la Radio Municipal de Buenos Aires.Todos los que trabajaban en aquella emisora de programación exquisita, sin publicidad alguna y siempre al borde de la quiebra, lo hacían por puro placer, sin cobrar ni uno solo de los siempre fluctuantes y desvalorizados pesos argentinos. Aquella encantadora emisora era un refugio de seres especiales con buenas intenciones que intentaban compatibilizar sus democráticos deseos de comunicar con otros más íntimos y personales, entre los que sin ninguna duda estaba el de ser reconocidos en el estricto, cerrado, aristocratizante ámbito cultural porteño.
Trato de acordarme del nombre de su programa, tan especial, tan único como mi siempre recordado amigo Manuel, pero ahora mismo no logro hacerlo. Tampoco voy a esforzarme: quizás más adelante salga solo.
Muchas veces nuestras horas de trabajo en casa coincidían. Mientras yo dibujaba por encargo, él probaba los discos que pondría en su espacio de apenas media hora. En muy pocas ocasiones me pedía opinión, en muchas otras yo le preguntaba de qué se trataba o lanzaba un comentario sobre lo que estaba escuchando.
La Jenkins, horrible cantante con la audición distorsionada, fue durante varias semanas el plato fuerte de su programa. Finalmente, como suele suceder con casi todo, la gorgojeante Florence volvió a hundirse en los superpoblados anaqueles de los casos no resueltos, aunque, por lo visto en estos días, tampoco cerrados de forma definitiva. Era previsible que en el reverdecer actual del frikismo, en este reluciente, swaroskiano reino de las Kardashian y las Belenes, alguien mostrara interés por un personaje tan perversamente carismático como Florence Foster Jenkins.
Un día de estos veré la película. Tiene suficientes anzuelos para atrapar a un pez como yo, de especie cinéfila. Mientras tanto, sin salir de esta playa donde me encuentro, arrojaré al mar este post con forma de botella. Albergo la esperanza de que su mensaje apenas encriptado llegue hasta mi amigo, el auténticamente pelirrojo, y volvamos a vernos.