No me gusta el verano. En realidad nunca me gustó. Cuando aún no tenía posibilidades de discrepar me obligaban a tomar largas vacaciones en lugares donde, de poder elegir, no hubiera vivido ni un fin de semana.
Tampoco me gustan demasiado los helados ni el gazpacho, y pienso que esto resulta coherente con mi antipatía por el verano.
Dudé un buen rato antes de escribir antipatía, lo confieso. No lograba encontrar la palabra que expresara en sí misma todo lo que siento por el estío... aunque puedo asegurar que no es precisamente hastío.
Desagrado no hubiera estado mal, pero suena algo cursi, bastante superficial; no define con exactitud la multitud de sensaciones y recuerdos, casi nunca satisfactorios, que cubren por completo, como esas anheladas y poco presentes nubes cargadas de lluvia, los momentos soleados y amistosos de algunos pocos estíos de mi vida.
En verano se acababa el colegio y empezaba mi soledad. Durante mi infancia no tenía amigos fuera de aquellos que eran, además, compañeros de clase. Quizás por esto, desde los primeros años de mi vida supe que las separaciones que se suponían momentáneas podían convertirse en pérdidas definitivas sin que pudieras remediarlo.
Para colmo de males había veranos en los que mi madre me arrastraba al pueblo de la suya, Doña Conche, una mujer adusta y poco piadosa que habitaba una pequeña casa de campo con aljibe y jardín, en medio mismo de una provincia caliente y plagada de bichos tan dañinos como peligrosos.
La casa de mi abuela Conche tenía un frente de ladrillo a la vista con dos ventanas enrejadas y una puerta amplia de dos hojas que por las tardes se abrían sobre una vereda de suelo de baldosas donde cabían varias sillas y alguna reposera. En ellas, si es que los mosquitos te lo permitían, podías sentarse a charlar de nada. De nada, sí; digo bien. Mi abuela era parca e ignorante, y sus hijas, siete dignos frutos de aquella tortuosa y seca rama de sarmiento, repetían en su presencia, aunque con ligeras variantes, los estrechos esquemas heredados de su progenitora. Pero es que al no haber televisión, ni cine ni periódicos, ¿de que podías hablar sino de enfermedades? Un tema que dada la edad de mi abuela y sus continuos achaques, muchos de ellos histéricos, muy propios de una aburrida pueblerina hipocondríaca, resultaban tanto o más ruinosos a nivel de humor que las auténticas enfermedades.
El aislamiento era tal que tampoco había vecinos a los que saludar y la única gente que pasaba lo hacía sobre un tren ruidoso, a una distancia molesta para los oídos y muy incómoda para los ojos.
Yo no soportaba aquello. Había nacido y seguía viviendo en la misma casa del barrio de Almagro, considerado el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires, y los pocos animales que solía frecuentar no reptaban entre los hierbajos del jardín. Tampoco caían sobre ti con la intención de sacarte los ojos, ni tenían una infinidad de patas más peludas que las piernas de mi único tío varón, Emilio.
Mi casa, la paterna, estaba ubicada sobre la avenida Rivadavia, considerada por aquella época "la más larga del mundo"; una arteria con constante ruido de autos, ómnibus, tranvías, gente. Una orquesta de instrumentos autónomos que repetían día a día, minuto a minuto, la misma disparatada, agobiante y por momentos ensordecedora sinfonía.
Dicen que lo que no mata te hace crecer.
Mi casa, la paterna, estaba ubicada sobre la avenida Rivadavia, considerada por aquella época "la más larga del mundo"; una arteria con constante ruido de autos, ómnibus, tranvías, gente. Una orquesta de instrumentos autónomos que repetían día a día, minuto a minuto, la misma disparatada, agobiante y por momentos ensordecedora sinfonía.
Dicen que lo que no mata te hace crecer.
Será por esto que ese concierto de cosas dispares que nació conmigo, fue convirtiéndose, sin casi darme cuenta, en el auténtico, único, sonido de la vida. (continuará)
Foto de Dante Bertini
Foto de Dante Bertini
6 comentarios:
Magnífico cómo siempre!!!!! Echaba de menos tus relatos, la vida cotidiana contada por vos es magnífica!!!!! Gracias por volver!!!!
Gise, gracias a ti por tomarte el tiempo de leerme. Me da más alas que una lata de Toro Rojo!!!
Esta historia de tus vacaciones forzadas en "la república de Corrientes", ya la había leído alguna vez, y me produce el mismo efecto que la primera, ça donne envie de se flinguer mon ami, quelles vacances de merde, mais bon t'as survécu...
Bises, DR
Daniel: en realidad tuvieron su premio carnal, que no cuento aquí porque son parte de los buenos recuerdos de mis veranos. Y hubo otros también, pero de a ratos, porque ya se sabe que la felicidad es un momento. Si dura poco nos quejamos, si dura demasiado nos aburrimos. Y he sobrevivido a buenos y malos, porque finalmente uno se muere por exceso de vida, verdad?
Un abrazo y gracias por la infaltable visita.
Mi querido Dan...como yo Dan...
Me dio gracia y alivio tu respuesta, aunque estaba casi seguro que al solazo lo domaste en la sombra de algunas manos que no hacian sombras chinas solamente...
Gran beso
Dan Dan, sí. Hace muchos años ya lo habíamos tenido en cuenta.
La sombras que domaron mis agresivos calores solares (tengo al sol en Leo) no fueron sólo sombras de mano. Y por suerte las hubo, muy recordables, además.
Abrazos DR
y si Gerardo anda por allí, también
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