Mi casa, la paterna, estaba ubicada sobre la avenida Rivadavia, considerada por aquella época "la más larga del mundo"; una arteria con constante ruido de autos, ómnibus, tranvías, gente. Una orquesta de instrumentos autónomos que repetían día a día, minuto a minuto, la misma disparatada, agobiante y por momentos ensordecedora sinfonía.
Dicen que lo que no mata te hace crecer.
Será por esto que ese concierto de cosas dispares que nació conmigo, fue convirtiéndose, sin casi darme cuenta, en el auténtico, único, sonido de la vida.
Un concierto ciudadano indudablemente moderno, que si bien no tenía la belleza elegante, romántica, melancólica de Gershwin, correspondía sin notas discordantes a la desordenada, por momentos caótica, película de mi vida.Con los años entendí que aquel caos en realidad no me pertenecía. Fue parte de una herencia muy pobre en bienes materiales y muy rica en ocultamientos, falsedades y mentiras. También en amor, debo reconocerlo, aunque en aquel momento ni siquiera era consciente de que el amor es una materia que no tiene profesores demasiado competentes y en la que se improvisa tanto como en todo lo demás. Eso sí: con más arrogante inconsciencia, con más desaprensiva altanería.
Durante la infancia me acostumbré a esperar sin demasiadas esperanzas. Necesitaba tiempo y libertad para poder tenerlas, y mientras tanto, con la frontera lejana de la liberadora mayoría de edad, me acostumbré a tamizar todo lo que veía, oía, presenciaba. Las escenas domésticas se repetían como episodios de una serie familiar de sobremesa. Nadie quería salirse del papel que vaya a saber qué dios impío les había marcado, mientras yo sentía que todavía a mí, quizás por el hecho de haber llegado más tarde, no se me había adjudicado ninguno.
Mientras tanto afuera, en la calle, en el colegio, había una multitud de personajes diferentes. Podía ejercitarme en el conocimiento de la vida exterior, escaparme de la eternizante estrechez de las ceremonias cotidianas.
La llegada del verano me hundía, sin posibilidad de escape, en la cotidianidad familiar.
No estaba en el guión de nuestra historia familiar tomarnos vacaciones en playas o montañas lejanas. Mi vacación consistía en jugar más tiempo en la terraza, casi siempre con manguera y agua, en bajar y subir las escaleras con los pies descalzos, en salir a la calle con el torso al aire y comer con mucha parsimonia, desmoronado sobre un sillón de brazos tapizados, las exquisitas uvas chinche que traía mi padre de su pequeña fábrica en en el barrio de Floresta. Planeando sobre todo esto como un dron invasivo y molesto, estaba siempre ese, más que melancólico, terminal aburrimiento, mucho mayor que el que podía sentir en épocas de clases.
Me ratifico. No me gusta el verano. Nunca me ha gustado.
Aunque debo reconocer que viví algunos veranos muy felices y, sobre todo en nuestra arbitraria, casquivana memoria, la felicidad siempre paga doble. (continuará)
Foto de Lee Friedlander
8 comentarios:
Creo que tus veranos ameritan más de 3 entregas no?!?!?! 😜😜😜
Creo que tus veranos ameritan más de 3 entregas no?!?!?! 😜😜😜
Creo que tu comentario bicéfalo, Gise, hará que al menos me lo piense...Aunque usted, "vieja" amiga, ya debe saber que soy bastante gánico. Abrazos
Me gusta leerte
Me gusta leerte
Magapagana: viene mucho la bicefalía...y también las gratificantes palabras de los amigos. Sé quién eres aunque me muestres solo un ojo y no pueda oír la magia de tu voz. Abrazos
¡Madre santísima! Has escrito dron en un relato autobiográfico. Todo mi respeto por aquella comaparación de vanguardia.
😂 que pena no poder tener acceso directo a tus "veranos"... aquí me pregunto si estoy disfrutando de tus espantosos veranos y realmente soy una malvada...o si en realidad el gusto de leerte , viene porque comienzan a aparecer esos personajes que también los supe identificar en mi niñez... un abrazo desde uruguay!.. hay verano 3?..
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