
Millones de personas se lanzan a las playas buscando cambiar(se) a fuerza de sudores y amontonamientos el color de la piel: blanco despigmentado de ordenador, televisión y luz eléctrica por un más que dorado e imperial Obama.
Mientras tanto, al mismo tiempo, unos pocos cientos que quizás no tengan siquiera la posibilidad de hacer vacaciones, se lanzan a las calles munidos de pancartas, manos limpias y huesos resistentes para que los pongan moraditos a golpes y patadas.
Unos toman sol, los otros pretenden tomarla pero no los dejan. Imagino que los que dan órdenes impías para reprimir a los segundos se encuentran, es un decir, entre los primeros, aunque sus cuerpos aceitados descansen en reposeras de mejor diseño, relajadamente aposentados en playas más privadas y refrescándose en remotas calas exclusivas de transparentes aguas o en espléndidas, aturquesadas piscinas propias.
El mundo, mi mundo, se resquebraja. El planeta resistirá nuestras tropelías, supongo, aunque día sí y día no pretenda, y consiga, quitarnos de encima como si fuera un perro lanudo que sale del agua. Yo, atado a la mesa de trabajo por propia decisión y sin buscar nada especial, encuentro a un viejo amigo, Julio Sosa, tan virtual como la mayoría de los que tengo en facebook. Uruguayo, varonil a la antigua, con dicción impecable y dramatismo preciso, siempre ha sido para mí un cantante casi perfecto.
Sin embargo hoy mismo, cosas de los links que nos llevan, curiosos, de un lugar a otro, me encuentro con Juan Carlos Baglietto, un baladista rockero que, llegada la no siempre "sensata" madurez, decide (re)visitar el tango. No es un apuesto metrosexual de revista; algo mas que maduro, le sobran algunos kilos y le faltan bastantes pelos. A pesar de esto o tal vez por ello, es de verdad maravilloso. Demuestra que se puede ser sensible sin empantanarse en la cursilería, que se puede ser hombre sin caer necesariamente en la patética y cada día más prescindible, inoperante, castradora, caricatura del macho.