jueves, enero 25, 2007

once + 4


Ayer por la tarde nos reunimos en el Ateneo Barcelonés para homenajear al poeta venezolano José Barroeta. Éramos quince* (parece que se llevan las multitudes en escena) y teníamos pocos minutos para explayarnos y leer el poema que habíamos elegido con total libertad entre los de su antología (Todos están muertos, Editorial Candaya).
El título del libro, la muerte relativamente temprana de su autor y la gripe que me atacó tan fieramente dieron como resultado el pequeño texto que incluyo a continuación.

Hace pocos días, durante la clausura del Año Freud en el auditorio de Caixa Fórum, alguien dijo que solemos llamar experiencia a todas aquellas circunstancias por las que hubiéramos preferido no pasar nunca.
La muerte es la experiencia final e inevitable, y el hombre, único ser vivo que tiene conciencia de esa angustiosa realidad, de su propia fragilidad y contingencia, de su deterioro paulatino y de su definitiva desaparición, ha tratado persistentemente de hallar algún móvil que excuse ese destino inapelable.
Condenados todos a una inexorable pena de muerte, ¿nos queda algo más que penar por ella?
Ante la ausencia de respuestas tranquilizadoras -atravesados por esa angustia primordial, aturdidos por el dolor de la pérdida y la conciencia del absurdo- intentamos escapar de nuestro intransferible destino, de nuestra abrumadora certeza, imaginando paraísos y reencarnaciones, erigiendo estatuas, monumentos y mausoleos, ofreciendo ceremonias, recordatorios y homenajes.
Para escapar del vértigo terrorífico que produce todo aquello que nos resulta extraño, hemos creado un personaje-otro que es sólo un espejo de nuestras facetas más oscuras -una representación metafórica que, paradójicamente, parece llena de vida- y después de dotarla de voluntad y arbitrio nos entretenemos preguntándole por qué actúa como lo hace, fantaseando que de conocer sus motivaciones tal vez podríamos ganar una batalla que sin embargo sabemos perdida de antemano.
Ese personaje tan cruel como arbitrario, de corazón impío y artera estocada, ha mostrado a través de los tiempos y las diferentes culturas una camaleónica, y no siempre siniestra, identidad.

Para el poeta venezolano José Barroeta, la muerte parece no tener forma alguna: está melancólicamente asociada con la ausencia, con la desaparición, con el silencio.
Con menos de veinte años escribió el poema que daría título a su primer libro y ahora también a la antología de su obra editada por Candaya. En él dice:

La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.
Me acostumbré a la idea de saberlos callados
bajo la tierra.

Romper el silencio, apoderarse de la palabra desde la poesía, era para José Barroeta, un ser notablemente obsesionado por la muerte, abandonar toda esa tristeza soterrada, saltar ruidosa y casi alegremente al devenir de la existencia.
Para remarcar ese gesto y como si de un exorcismo se tratara, “Todos han muerto” está dedicado a su hija: “Vida, que nació en Mayo”.
Quizá por deformación profesional -también me interesan, o preocupan, los colores- quizá como sortilegio personal, he elegido para leerles esta tarde Rojo en el Delta, un poema sobrevolado por un suave y ambiguo erotismo.
En él Barroeta, dueño ya de su palabra, reclama con obstinada ternura la voz ajena, la carnal e insustituible presencia del otro.
Rojo en el Delta:
Necesito el unguento
Camilo.
Quiero que vengas esta noche
a mi cama
con tus miserias
y te acuestes debajo de mí
y me hables hasta que nadie nos escuche
del río
de los senos de las mujeres que salen
por los ojos
de aquellos pies a orillas de los caños
que se desenterraban y enterraban.
Necesito Camilo de tu nuca
de tus animales de tus piedras de tus puestas de sol
de tu manera de favorecer las causas perdidas.
Necesito que vengas esta noche
porque llego desde la lluvia huyendo
no estaban en sus gotas las formas de mi padre
y hablo solo bajo el misterio de la copa llena.
Necesito que vengas esta noche
que me desesperes con alevosía
que me indignes como de costumbre
con amor
que me dejes más silencioso que un triunfo
dispuesto a mirar tus ojos con alegría en lo muerto.
Ven esta noche
esperemos hasta que ella duerma y contaremos historias
sobre cada sitio de su cuerpo.
Los dos navegaremos conversando sobre los hilos
de su estrella mayor
atentos a lo más fugitivo de la vida.

*por orden de lectura: Juan Antonio Masoliver Ródenas, Eduardo Moga, Edgardo Dobry, José Corredor-Matheos, Teresa Martín Taffarel, Helena Usandizaga, Dante Bertini, Juan Pablo Roa, Diómedes Cordero, Carlos Vitale, Juan Gabriel Vásquez, Pedro Serrano, Mario Campaña, Olga Martínez Dasi, Jordi Carrión.
(ilustración : membrillos anónimos y fragmento de una pintura de ricardo cinalli en photo de bertini)

10 comentarios:

Belnu dijo...

Muy bonito tu texto, es casi como si hubiera estado allí...

mr.ed dijo...

qué lindo texto

Maite dijo...

Oh? como se podria decir q me encontraste?
gracias por pasar
Mi papá nacio en Curuzú Cuatiá tambien...
Ey, porq tantos blogs?? No sabia en cual firmarte.. asi q elegi este... espero q pases en otra oportunidad!!
EXITOS!!!!!!

Anónimo dijo...

seguiré visitándote, gracias
X.M.

Anónimo dijo...

Voy a pasarles tu texto a mis amiga-os venezolanos que son legión (legión, eh? no seis, muchos). Y como dicen ellos y me contagié: bello.

pd: Tomaste el remedio que te recomende en el post anterior..?

La Muniequera dijo...

Me gustó mucho, pero quiero más, lo pusiste entero? parece que fuera a seguir, no?

Anónimo dijo...

y nos quedamos con las ganas!!!
quiero el poema rojo en el delta y lo quiero ya!!!

Dante Bertini dijo...

a pedido del público, no muy numeroso en realidad, cuelgo el poema que seguía al pequeño texto...moltes gràcies...

La Muniequera dijo...

Brrrrr... escalofrío, qué lindo.

Anónimo dijo...

escalofriante, gracias