Siempre estuvo allí, sobre la cama de mis padres. Supongo que también estaba cuando me concibieron. Estoy convencido de que por aquella época, con varios años de casados, ya no la veían. Era como una mancha en la pared, o como una imagen borrosa que no les decía demasiado. Algo parecido a las leyendas atemorizadoras de los paquetes de cigarrillos. Cualquiera fuma al lado tuyo negando la presencia, allí mismo, sobre la mesa, al alcance de la mano, de esas advertencias terroríficas: "usted se está enfermando de cáncer de pulmón, está quedándose impotente, está haciendo daño a todos los que lo rodean, inclusive a sus pequeños hijos, nietos, gatos, plantas y cortinados". Muchos fumadores no las ven, o al menos pretenden no verlas. Tomábamos un cafe con una conocida, y mientras ella fumaba echando el humo hacia adelante, que era el exacto lugar donde estaba mi cara, yo no paraba de toser. "Te estoy matando, ¿verdad?", me preguntó en cierto momento. "Sí", dije yo, para ser lo más sincero posible. Ella siguió fumando como si nada y a partir de aquel día dejé de verla. No suelo departir con asesinos sin corazón. ¿Exagero? Un poquito tal vez, aunque me sirve para volver al tema del Sagrado Corazón de Jesús, colgado sobre la cabecera de la gran cama paterna. Acabo de encontrar esa imagen mientras paseaba por otros blogs amigos y, cual la tan manoseada madalena de Proust, ha despertado en mí una cantidad de recuerdos que andaban escondidos por allí, en vaya a saber qué pliegue de mi memoria. Mi padre, que era un ser ensimismado, un extranjero inadaptado, tan cálido como esquivo, solía festejar conmigo el Sábado de Gloria. Consciente o inconscientemente querría asociar su presencia, poco habitual junto a mí, con la felicidad, los cánticos, el despertar después de la tristeza. Ha quedado allí, sin duda, con su impermeable color beis oscuro y su sombrero gris marengo de ala quebrada sobre la cara, un poco a la Humphrey. El efecto no era el mismo, desde ya, y no creo que ni siquiera él lo pretendiera. Mi padre, al contrario de Bogart, era un hombre claro, relativamente alto y que caminaba muy erguido. Lo recuerdo andando por la vida sin vergüenzas ni arrepentimientos; ajeno a la prepotencia, pero sin lamentarse ni pedir permiso por ocupar un lugar considerable sobre la tierra.
Sábado de Gloria, Domingo de Resurrección. Hoy estaríamos reunidos alrededor de la mesa familiar, y mi madre, algo más descansada después de su peregrinar con mis tías por la Siete Iglesias, tendría preparado un pantagruélico festín pagano, orgullosa de la gran palma bendecida que su hijo pequeño le había regalado el día anterior. Pagada, por supuesto, por mi padre, ese señor serio y de pocas palabras que siempre presidía nuestra mesa, y al que, por un año entero, no volvería a tener a mi lado.
BSO : Luigi Tenco, Dalida, Domenico Modugno, Mina, Ornella Vanoni, Nino Rota.