Oscura como pocas, la irónica, hiriente
Belleza mestizada de González Iñárritu habla con los diversos idiomas de la tristeza, la desesperación y el desamparo. A pesar de su localización en escenarios reales de la actual Barcelona, ninguno de esos idiomas resulta ser el catalán. Quizás porque la sordidez de esos ámbitos, tan céntricos como cercanos, sirve de hábitat a la inmigración menos afortunada, provenga ésta de distintas comunidades españolas o de cualquier otro lugar del cada vez más estrecho mundo.
En estos auténticos infiernos sin posibilidad de escape, chinos, africanos,
sudacas o españoles de las regiones menos afortunadas, se buscan la vida como pueden y se ganan la muerte con asombrosa facilidad.
Película multirracial, babélica, con imágenes y localizaciones pastosas que recuerdan la preciosista
Happy Together (1997) de Wong Kar-Wai, su guión pertenece a dos argentinos: Nicolás Giacobone y Armando Bo -este último nieto homónimo del
que fuera descubridor del más carnoso e internacional mito cinematográfico rioplatense, la siempre acosada, más que higiénica e
hiper-turgente Isabel Sarli- mientras que la música, un solo de piano con notables reminiscencias "gymnopedianas", cargado de melancolía, pero despojado al mismo tiempo de la lúdica, casi burlona ligereza de Satie, fue compuesta por el también argentino Gustavo Santaolalla.
Junto a Javier Bardem, perfecto en su composición del desesperado, mediúmnico y terminal protagonista, aparece
Maricel Alvárez, una actriz hasta ahora desconocida en España, aunque con una prolífica y premiada carrera teatral en Argentina. De rostro extraño, cuerpo espléndido, sensibilidad y soltura inquietantes, resulta un descubrimiento que, de permitirlo los tópicos estéticos y las frivolidades estelares, debería tener una carrera brillante en el mundo del cine.
-¿Cómo puede aclimatarse uno a esta nueva realidad, a este brutal trasplante?
La mujer, muy joven y con marcado acento chileno, hizo la pregunta al final de mi largo monólogo del martes 26 por la tarde en la
Biblioteca Francesca Bonnemaison, a unos pasos del barroco
Palau de la Música.
Por una casualidad que quizás no lo fuera tanto, yo había visto la noche anterior, a regañadientes y por pura curiosidad,
Biutiful , así que todo lo referente a inmigraciones y exilios me encontraba particularmente sensible.
De haber estado solos, posiblemente mi contestación hubiera sido igual de imprecisa aunque más meditada. Le contesté que cada uno hace lo que puede, que no hay recetas únicas para una aclimatación que ni siquiera todas las plantas resisten, recordando esas centenarias palmeras que por pura ansiedad decorativa eran trasplantadas de su cálido lugar de origen a otro en el que ni siquiera reconocen el clima.
A mi lado, sentado en una silla similar a la mía, de alto respaldo y asiento forrado en pana roja, estaba Óscar Carreño, de la
Direcció de Programes de Biblioteques de Barcelona, quien, arrebatada su palabra por mi incontenible verborragia, apenas había podido presentarme y hacer otra pregunta, en este caso introductoria, sobre mi llegada a la ciudad treinta años atrás.
Sucedió durante la segunda de las tres jornadas sobre
Literatura Latinoamericana en Barcelona , donde por vaya a saber qué avatares, me ha tocado representar a los que huimos de esa sangrienta dictadura militar autodenominada "Proceso" para refugiarnos en una Barcelona de recién estrenada apertura democrática.
Nada más llegar al lugar del encuentro, Óscar Carreño me había sorprendido con una noticia amable: uno de mis poemas, fechado en 1999, cerraba, junto a un texto de Roberto Bolaños, los
Trànsits (itinerarios dramático-musicales por espacios emblemáticos de la ciudad) dedicados esta vez a la presencia de los escritores latinoamericanos en Barcelona. Apenas pueda hacerlo, colgaré el poema en
mi web de poesía para los que puedan estar interesados en leerla.
Doy gracias desde aquí a los que la eligieron. Quiero suponer que lo merezco.
Fotografía de Dante Bertini