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Poco tiempo después de comprar el piso de la calle Escudellers Blancs, cuando aquello que después fue mi hogar durante 8 años todavía era poco más que una terraza unida a dos taperas inhabitables y tristes que sorprendía a los amigos y conocidos convirtiendo sus caras en máscaras de estupor y sus sonrisas en gestos hiératicos que intentaban disfrazar la decepción producida por aquella adquisición que suponían ruinosa, hicimos una fiesta de San Juan con un grupo de amigos jóvenes, casi todos ilustradores, dibujantes, escritores.
Aquella noche, en un gran tanque de agua inutilizado, con "próximo destino container", quemamos palabras y nombres que no nos gustaban; también los libros horribles del dueño anterior de uno de los apartamentos, que pretendía, pobrecito, curar el cáncer que lo llevó a la tumba con invocaciones esotéricas y remedios increíbles.
No recuerdo ningún Juan entre nosotros, aunque si había Mariana, Julián, Gustavo, Dominique, Anne, Mirta, Marcelo, Cristina, Marcial, Darío, Luises, Danieles, Barbarita, Ramiro, Jorges y hasta alguna Montse y algún Carlos.
Hoy, esta mañana, arrastrado por las multitudes que deciden festejar un nombre masculino santificado y con él la entrada de una estación que amenaza derretirnos, pienso en los Juanes de mi vida.
De ellos el primero fue mi padre.
Giovanni en realidad, italiano de Lucca, una pequeña ciudad amurallada en la bella y distante Toscana, fue durante mis primeros años Papi y después, hasta hoy mismo, décadas después de su muerte, Papá, así que cuando pienso en Juanes recuerdo en primer lugar a un ibicenco que plantaba palmeras y hacía brotar y criaba todo lo verde que podía encontrar sobre esta tierra: políglota, solitario y huraño, sus bolsillos iban siempre cargando semillas que recogía en sus interminables viajes por países lejanos a los que yo con casi absoluta seguridad nunca iré.
Tenía una casa de campo y un huerto con todo lo necesario para la supervivencia, laboriosamente plantado junto a un jardín abarrotado, salvaje y cosmopolita, a un costado de la ruidosa y trajinada carretera principal, muy cerca de la ciudad ibicenca de San Antonio, la más turística y fea, por qué no decirlo, de la Pitiusa mayor. En aquel, su paraíso privado a las puertas de aquel infierno turístico, Juan A. tenía también una gata con tres patas y una lagartija oscura con dos colas que, según decía a las visitas, cuidaba desde las alturas iluminadas de un farol eléctrico la puerta de su casa.
No se nada de él desde hace unos cuantos años, aunque por una básica lógica temporal debería haber conseguido lo que aseguraba desear desde muy joven: volverse viejo, para de esa forma acallar definitivamente todas sus muchas ansiedades y pasiones.
De la isla, mi isla, salió también el protagonista masculino de una de mis dos novelas. Juan Carlos era en mi realidad de aquellos días un amable, aunque esquivo, vecino de Can Negre, una población cercana a la ciudad de Ibiza. Casado con una mujer pequeña con nombre de gema y madre de unos enormes gemelos, ¡vaya redundancia!, que solían actuar siempre a dúo, mi vecino poseía un cuerpo fibroso, ojos y cabellos oscuros, tez aceitunada y una sobredimensionada entrepierna. Nadie piense que estos manjares pasaron por mi mesa. Todos practicábamos el nudismo sobre las mismas playas y hay imágenes que se quedan con nosotros para siempre.
Hubo antes un pequeño Juan, Juanito, pintor y poeta, que se disfrazaba de Le Petit Prince para trajinar las calles céntricas de Buenos Aires, hasta que un buen día, antes de cumplir los veinticinco, cuando los rompedores años sesenta del siglo pasado todavía no habían llegado al Mayo de las barricadas, aterrizó en París, tal como correspondía al personaje de su cuento.
Vivió allí durante muchos años, acompañado por otros viajeros de lujo y según parece muy contento, ya que nunca más volvió a levantar el vuelo a la búsqueda de planetas extraños poblados por zorros, rosas y reyes. Todo hace pensar que logró tenerlo todo sin moverse demasiado del lugar en donde había elegido estar, que su pequeño mundo se pobló de bellas imágenes, de cuidadas palabras. Al final, cuando comenzaba a perder la inocente transparencia de sus ojos, su larga bufanda quedó atrapada entre las hélices de una desgracia que acabó con cuarenta millones de vidas. Su cuerpo de niño y su genio travieso descansan en tierra francesa, supuestamente para siempre.
Hubo otros Juanes, por supuesto. Decenas o cientos.
Hoy recuerdo solamente a estos.
Ilustra: Joven San Juan Bautista con un carnero, de Caravaggio