AYER POR LA TARDE, EN EL SALÓN DE ACTOS DEL CENTRO SANTA MÓNICA, MI TEXTO DE PRESENTACIÓN:
Desde hace más de un mes y medio, estoy anclado en BUENOS AIRES, la ciudad donde nací, la misma ciudad que me retuvo, preso de sus muchos encantos y
desencantos, hasta fines del año 1975.
¿NO HACE UN SIGLO YA DE TODO AQUELLO?
Afuera llueve torrencialmente y el cielo, que hasta minutos antes se mostraba,
como casi cada día, con ese azul celeste transparente y luminoso que muchos
nostálgicos suponemos típicamente argentino, se ha puesto gris oscuro, casi
negro.
Un cielo de cómic catastrofista,
de final de los tiempos,
de devastadora guerra de los mundos.
El mismo cielo, de tinta china apenas aguada, que precede a la persistente y
gráfica nevada de El Eternauta, premonitoria metáfora del desaparecido Héctor Germán
Oestherheld.
Es como si una cúpula de metal pesado hubiera cubierto la ciudad para
prevenirla de algún demoledor ataque extraterrestre.
Lo observo con placer y no me asusta. Habían anunciado fuertes lluvias con
posibilidades de granizo y en esta urbe inmensa de contrastes intensos, los
fenómenos naturales son parte del paisaje urbano: la gente que la habita está
acostumbrada, hasta inmunizada, contra todo tipo de cambio violento.
La tan mentada “inseguridad ciudadana” no pasa por los cambios climáticos,
sino por el constante masaje de los medios, dispuestos a inmovilizar junto a sus
televisores a la mayor cantidad de gente posible, transmitiéndoles que el Otro
es siempre, sin excepción, un potencial enemigo.
Con el golpeteo entre machacón y rockero del granizo como fondo sonoro,
atiendo la llamada por Skipe de alguien que, aún desde Barcelona, resulta muy
cercano.
Además de noticias domésticas y chismes políticos, me informa que están buscándome
para un coloquio –al menos eso entendí en aquel momento- sobre el insigne Sigmund
Freud.
Estoy rodeado de psicoanalistas, hago portadas para publicaciones
psicoanalíticas, vivo desde hace años con un lacaniano activo, fervoroso,
incansable lector de textos psicoanalíticos,
Y, como si esto no fuera suficiente, estoy pasando unas extrañas y largas
vacaciones en la ciudad donde imágenes de Lacan y Freud degustando choripanes y
hamburguesas, milanesas y empanadas, plácidamente acodados en una mesa de
madera sin mantel ni servilletas, publicitan un pequeño bar-restaurante cercano
a la populosa facultad de psicología...
¿Cómo iba a resultarme extraña esta invitación? ¿Podía negarme a asistir a ella?
Pasan los días. Con demasiada rapidez para tantos reencuentros, para tantos
y tan variados sentimientos. Sin superar la congoja que me apresa sin piedad
durante la última semana de estancia en mi ciudad natal, todo yo convertido en
un puñado de síntomas molestos: acongojado, nostálgico, bronquítico, engripado,
vuelvo a Barcelona.
Estoy convencido de que los mucolíticos y los antibióticos producen en mi,
nada dado a los remedios alopáticos, efectos parecidos a los de las drogas
sicodélicas.
Cuando por teléfono me aclaran que no se hablará de Freud, sino de la
CRISIS, estoy a punto de preguntar
¿cómo se enteraron de que estaba pasando por una?
Antes de que pueda decirlo, mi interlocutor, un auténtico, definitivo
Salvador, me aclara que no se trata de ninguna CRISIS personal, sino de esa
otra menos individual, global, más socializada.
La misma que, temible y temida, ha perdido en poco tiempo su nombre
genérico, para convertirse en una presencia ambigua, fantasmal, eufemística:
“LA QUE NOS ESTÁ CAYENDO”.
Un accidente ajeno a nosotros, un tornado o un tsunami; la corroboración
fáctica de que merecemos algún castigo por habernos excedido en nuestras apetencias
y placeres.
De que a los años de holgada bienaventuranza siempre se suceden los de
castigo kármico.
Es la misma crisis que produce cierto placer morboso en algunos porteños,
que, experimentados supervivientes de varias crisis continuadas,
entre comprensivos, solidarios y satisfechos, suelen preguntar:
-¿Es verdad que en España las cosas están TAN mal?
Soy varias veces inmigrado; he pasado por dictaduras, golpes de estado, democracias
y seudo-democracias, transiciones, despidos y persecuciones varias. ¿Qué podría
contestarles?
Aquí y ahora, enfrentado nuevamente a la CRISIS, casi obligado a hablar de
ella, todavía con el alma en tránsito y los pies en el aire, recurro a palabras
ajenas, “wikipédicas”, para intentar definirla:
“Se llama Crisis a una coyuntura de cambios en cualquier aspecto de una
realidad organizada pero inestable, sujeta a evolución; especialmente, la crisis de una estructura.
Los cambios críticos, aunque previsibles, tienen siempre algún
grado de incertidumbre en cuanto a su reversibilidad o grado de profundidad, pues si no serían
meras reacciones automáticas, como las físico-químicas.
Las crisis pueden designar un cambio traumático en la vida o salud de una persona o una situación social inestable y peligrosa en lo
político, económico, militar... También designan hechos medioambientales de
gran escala, especialmente aquellos que implican un cambio abrupto.
Si estos cambios son profundos, súbitos y violentos, y sobre todo
acarrean consecuencias trascendentales, exceden los límites de una crisis y se pueden denominar revolución.”
La diferencia más notable entre una y otra, digo yo, es que la primera, la
crisis, parece no tener salida, nos hunde en la autocompasión, mientras que la segunda,
la revolucionaria, (a pesar del dudoso crédito otorgado en su tiempo por Jacques
Lacan, que nos empuja a asociarla con las concéntricas revoluciones de un vinilo)
suele llegar cargada de esperanzas.
Jorge Luis Borges,
escéptico contumaz, describió a un personaje histórico de la literatura,
diciendo:
“Le tocó vivir una época muy difícil, especialmente crítica... Como a todos
los hombres.”
Si desechamos cualquier posibilidad de cambio profundo,
revolucionario, si optamos por el no menos radical escepticismo borgiano,
deberíamos respirar profundo y hacernos con un ejemplar de
CRUNCH (onomatopeya devoradora, libremente traducida en algunos países como CRISIS),
un juego de mesa editado en el año 2009 por la empresa británica TerrorBull
Games.
En este juego, emparentado con el antiguo
Monopoly, los participantes deben ponerse en el papel de Consejero Delegado
de un «Banco Global» y, como tal, guiar a sus respectivas entidades en tiempos
turbulentos, malversando fondos y recompensándose a ellos mismos con primas
monstruosas, tratando de evitar, al mismo tiempo, la bancarrota total de sus
respectivas empresas.
DANTE BERTINI
CENTRO SANTA MÓNICA
BARCELONA, JUNIO DE 2013.