Recuerdo los veranos de mi infancia como una época de tristeza inigualable. En mi casa no había dinero para vacaciones caras, y para mi familia, de clase media jadeante, laboriosa, lo eran todas las vacaciones que podían ser interesantes, divertidas, felices.
Acababan las clases durante el mes de noviembre, el mismo de mi cumpleaños, y durante las últimas semanas de colegio mis compañeros planeaban sus movimientos estivales, narraban con lujo de detalles el lugar al que irían, con quiénes lo harían y en qué cosas pensaban ocupar su tiempo libre de horarios y maestros; su tiempo estival sin timbres marcando entradas y salidas, sin guardapolvos blancos ni ocupaciones molestas. Mis pocos amigos del barrio, de la manzana en realidad (Rivadavia, Medrano, Bartolomé Mitre, Salguero) también se iban. Generalmente a la playa o las sierras, a sus departamentos en Mar del Plata o San Bernardo, a sus casas en Tandil o Río Tercero.
Para mi desgracia, para mi casi total desconsuelo, vacacionar significaba visitar a las tías o a la abuela en sus, también para mí, poco glamurosas locaciones : Concepción del Uruguay en Entre Ríos o Curuzú Cuatiá en la tórrida Corrientes. En esta última, al menos tuve la suerte de encontrar un Ángel para distraerme; el resto era calor, mucho calor, y siestas largas, interminables; tías con absurdos problemas matrimoniales y parientes muy viejos hartos de la, su, monótona vida. Ni amigos para tontear, ni calles por las que perder mi casi constante y todavía innominada melancolía. Y digo "todavía" porque con el tiempo descubrí que mi habitual desazón, mi sentimiento de pérdida y alejamiento espiritual, mi tristeza profunda y sin razón aparente, podían ser síntomas de lo que solía llamarse así: melancolía. Una palabra melodiosa, siempre presente en las canciones románticas, en los tangos antiguos y en muchos poemas adolescentes femeninos. Un mal que tal vez heredé de mis padres, ambos inmigrantes; él llegado de un pueblo de la vieja Toscana, ella de una más cercana y joven, aunque tampoco populosa ni cosmopolita, ciudad de provincias del norte argentino.
Ahora agotado por el calor, al borde mismo de mis fuerzas psíquicas, se me ocurre pensar en las razones menos profundas, más evidentes, de mi animadversión al verano. No son los cielos azules, ni las flores brillantes, ni los atardeceres luminosos. Tampoco la posibilidad del mar, sea este Atlántico o Mediterráneo. Decido que tiene que ver con lo que suele encantar a muchos otros: la profusión de gente, de sombrillas y cremas bronceadoras, de playas con más personas que arena, de calles con muchas más terrazas y turistas, entre alelados y bulliciosos, y con mucho menos espacio para transitarlas. Y el cine de verano, sus películas "de entretenimiento", como la vacía, pretenciosa, desilusionante Elysium, y el olor insoportable de las palomitas masticadas con fruición a nuestro lado.
Me diría que soy un viejo malhumorado, pero como me conozco desde hace un montón de años, se que siempre he sido así. Que la figura cambia con el tiempo y es difícil remediarlo, pero el genio suele conservarse, para bien y para mal, hasta la muerte.
En la foto: el poeta Luis Cernuda (de "musculosa" blanca con tirantes) en una playa, con amigos.
2 comentarios:
¿Viejo malhumorado? Si la vejez y el malhumor fueran los requisitos necesarios para transmitir emociones, veranos tórridos y aburridos, la melancholia de la infancia, entonces, quiero ser más vieja y más malhumorada.
Beso, I.
Idea:
una de esas dos circunstancias es inapelable. Llega, si hay suerte, aunque no la llamemos. El malhumor no es aconsejable, pero quizás sea tan ineludible como la madurez.
Aprecio que aprecies lo que escribo, aunque a ti no te hace falta nada, salvo, tal vez, ganas o tiempo, para hacerlo también. O tan bien. Un abrazo, y otro.
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