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sábado, marzo 27, 2010

memoria soñando

...anoche soñé con Guillermo A.
Iba con su inseparable peto de tirantes de denim azul, una camisa estrecha de manga corta con rayas de varios colores y un sombrero de paja pequeño que parecía salido del atrezzo de un musical de Broadway ambientado en el Caribe. Estaba exactamente igual que cuando yo llegué a Ibiza: flaco, desgarbado, algo patizambo, sin rastro de músculos. El alfeñique de Charles Atlas antes de convertirse en Mister Mundo. Pasó frente a mí mirando hacia adelante y ni siquiera se detuvo a saludarme. Igual no me vió, o tal vez no se permitió verme.
De fondo me pareció divisar el bar Pereyra con su frente en dos o tres colores y sus mesas y sillas de otra época: cutres, metálicas, incómodas. Parecía un telón pintado. En realidad resultaría arriesgado asegurar que no lo fuera.
Los últimos tiempos entre Guillermo y yo fueron difíciles. A medida que él iba convirtiéndose en el muñecote de los neumáticos Michelin en su versión oscura, la distancia entre nosotros crecía más y más, como si aquella inflada musculatura creara un accidentado espacio fronterizo dificultando el acceso a su persona.
Fue uno de los responsables de mi llegada a la mayor de las Pitiusas. Insistió en que lo visitara porque, a pesar del nutrido circo ibicenco de aquella época, se sentía solo, una situación que arrastró a través de muchos años sin pareja ni amantes estables y con escasos, muy pocos amigos; a lo sumo dos verdadera mente cercanos y ambos ubicados a gran distancia de su querida isla.
Tal vez fuera cierto que me necesitara como diseñador-serígrafo, sin embargo podría haber seguido con su negocio de bikinis y prendas semi artesanales de ante o gamuza sin ninguna necesidad de estamparlas con dibujos de mi autoría. Su local en la calle Mayor, la más comercial de Ibiza, era poco más que un estrecho y agobiante pasillo húmedo de paredes encaladas, con el único agregado de una mesa de cocina haciendo las veces de pequeño mostrador y alguna silla típica de madera clara y paja pintada con el brillante color naranja -aunque tal vez fuera violeta, su complementario- de la línea de esmaltes básicos de la marca Titán. En ella Guillermo, o su por entonces socia, Ana Q, se sentaban a esperar a sus adinerados clientes, casi todos alemanes y franceses ansiosos por mostrar sus cuerpos calcinados por el sol de España y apenas cubiertos por unas tiras mínimas de piel con diseño supuestamente ibicenco, "a la sans façon".
Vino a buscarme a Barcelona justo a tiempo para que yo no tomara un vuelo de regreso a Buenos Aires, estragado por la añoranza de esos cien barrios porteños de los que, cuando aún vivía allí, frecuentaba como mucho cuatro.
-¡No podés volverte a la Argentina sin pasar antes por Ibiza. No sabés lo que te estás perdiendo!Cuando estés de nuevo allá no te lo vas a perdonar. ¡No seas tonto! Tenés casa y comida por el tiempo que decidas quedarte, ¿qué perdés intentándolo?
Se lo agradeceré siempre, lo reconozco. Mientras yo me bañaba en el acogedor Mediterráneo, bailaba durante horas en las pistas al aire libre de Amnesia o desayunaba al sol y rodeado de gente preciosa en las terrazas del Montesol, del Maravillas o del bar Cristal de la galería Serra, Argentina pasaba uno de sus períodos más tristes y oscuros. No creo que yo hubiera podido sobrevivir a él como lo hice, si no hubiese aceptado aquella oportuna invitación de los amigos "ibicencos".




Con el paso de los años -algo más de una docena fueron los que compartimos en Ibiza- Guillermo logró convertirse en un santo menor; uno entre los muchos personajes icónicos de aquella superproducida, rutilante, fantasmal, imaginativa, fagocitadora Isla de la Fantasía. Atravesaba con paso pausado las calles del pueblo, siempre algo ausente, distraído por una cortedad de vista que alejaba al mundo exterior del suyo interno. Durante años lo acompañó su perro, un también pesado y torpe basset-hound de mirada lánguida y actitud calcada de la de su dueño: afectuosa, aunque sin llegar a ser jamás demasiado cercana. Alguna vez, todavía en Buenos Aires, Guillermo había sido bailarín de musicales, extra de cine, poco convincente actor de espectáculos infantiles. Aunque nunca perdió sus sueños de estrella, la fascinación por los aplausos, el escenario y las luces, lo verdaderamente suyo era el mar y la playa, la contemplación sin demasiadas espectativas de un horizonte que para él, debido a su extremada miopía, resultaba aún más distante e impreciso.
Nunca hablaba de su pasado y su familia; tampoco sus planes de futuro eran muy claros. Eso sí, siempre estuvo convencido, y lo decía cada vez que le daban la oportunidad de hacerlo, que hubiera preferido ser de raza negra. Se lo veía gozar plenamente, con la pasividad golosa de un bebé que se adormece al sentirse acariciar por las manos maternas, cuando, día tras día y durante todos los meses del año, iba superponiendo el moreno oscuro del bronceado playero a ese más suave, agrisado, que llevaba en la piel desde su nacimiento.
La última vez que nos encontramos no estuvo demasiado simpático ni especialmente acertado. Volvíamos a mi casa de Barcelona después de una revisión médica a la que me había pedido que lo acompañara. Sus deficiencias en los ojos se habían agudizado, y el médico, convencido de encontrarse frente a una madura pareja de hecho, decidió comunicarle, aunque dirigiéndose a mí, que ya no podría seguir yendo a la playa cada día y, sobre todo, que debería abandonar lo antes posible los anabolizantes y las prácticas halterofílicas.
-¡Qué estupidez!-me dijo apenas estuvimos en la calle-. Pienso cuidarme un poco más, pero no voy a dejar de hacer lo único que me interesa en la vida...¡Si yo me siento de puta madre! La otra tarde, cuando salía del entrenamiento, me esperaban R y P...¡pobres! Al día siguiente los compañeros del gimnasio me dijeron que si no fuera por el aspecto envejecido de mis amigos nadie me daría la edad que tengo.
Otro de esos amigos era yo, sin duda; un alfeñique desprovisto de musculatura que nada tenía que hacer junto a un descomunal y broncíneo Mister Universo, salvo aquello que estaba haciendo: llevarle las maletas.
Me enteré de su muerte en Ibiza dos años después de que sus cenizas fueran esparcidas por la isla.
No se si mucha otra gente lo recordará como yo lo recuerdo ahora mismo: joven, esperanzado, solitario, caminando por la playa de Es Cavallet con su torpe y enternecedor perro al lado.

Anoche soñé con él.
Pasaba frente a mí mirando hacia adelante y no se detuvo a saludarme. Igual no me vió...o tal vez ni siquiera se permitió verme.