Acostumbrado a los escritores de mirada velada y ceño adusto que aparecían en las solapas de los libros -los perfiles recortándose sobre la típica biblioteca desbordante de volúmenes, la pipa o el cigarrillo echando humo desde alguna de sus manos- aquel tipo de edad y estatura medias, vestido con traje claro de lino, el pelo engominado y la sonrisa amplia y sensual, casi “gardeliana”, me pareció simplemente un impostor, algún oscuro actor secundario en paro que, vaya a saber por qué oscuros intereses, había decidido hacerse pasar por un conocido literato argentino. Recién me convencí de estar frente al auténtico Manuel Puig cuando lo oí narrar con lujo de detalles y dulce acento de ningún lugar su fugaz aventura amorosa con un pescadero bien dotado del Trastevere romano. Finalmente los amigos que lo habían presentado no estaban engañándome: aquel era, sin ninguna duda, el autor de “La traición de Rita Hayworth”, esa novela de lenguaje descarnado e ironía apenas encubierta que había desnudado los tics y fantasmas de la pequeña burguesía argentina, revolucionando el mundillo intelectual bonaerense e intranquilizando a las autoridades militares que gobernaban el país. ( El DVD de Boquitas pintadas que tengo en mi poder disculpa posibles fallos por provenir de la única copia rescatada de la limpieza moralizadora que llevaron a cabo los militares golpistas de marzo de 1976.)
Lejos de los tópicos estilísticos prefijados para un look intelectual, aquel día, en esa fiesta privada con medio centenar de invitados, el escritor se nos mostraba como un ser angelical del escuadrón Luzbel, capaz de contar anécdotas comiquísimas de su paso por Cinecittá para poco después bailarse un merengue con la Felisa P. al estilo clásico, fusionando la gracia y sensualidad de un nativo caribeño con la elegancia contenida y precisa del siempre impecable Fred Astaire.
Después de aquella noche memorable, con boquitas pintadas y caderas ondulantes, volvimos a coincidir una media docena de veces en otras tantas reuniones de amigos comunes. Nuestro único encuentro a solas se produjo por casualidad en pleno centro de Buenos Aires. Mientras yo buscaba un libro cualquiera en una librería de Corrientes y Suipacha, él se despedía sin demasiada nostalgia de una ciudad a la que, según me confesó, no pensaba volver por largo tiempo. Para mí, que nunca había viajado más allá del cercano Uruguay, resultaba doloroso que alguien tan apreciable eligiera nuevamente el camino del exilio. Cuando le pregunté por qué se marchaba otra vez del país, se tomó el trabajo de explicarme, aunque de forma algo ausente, como si se tratara de un discurso demasiado repetido, la intranquilidad que le producía la situación política que estábamos atravesando, con la presencia constante, siempre represora, de la brutal policía bonaerense. Mientras hablaba, sus ojos oscuros, brillantes como escarabajos, comenzaron a entristecerse, pero de pronto cambió radicalmente el tono y volvió a iluminar la mirada con esa picardía ambigua, algo infantil, presente en muchas de sus fotos.
“Y además, muñeco, qué quieres que te diga: en México encontré un hombre que tiene todo lo que yo necesito”. (Fin de la segunda entrega / Continuará y fin)
photo : retrato de Manuel Puig, de autor desconocido.
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Between the connections we build with others, and the physical locations
that ground us, Berlin choral ...
Hace 2 días
3 comentarios:
Gracias por convidarnos al ser humano Manuel salido del bronce. Me canso de escuchar y leer sobre héroes de la bohemia con ceño fruncido y humo de cigarro girando alrededor... Prefiero humanidad (me resulta más creíble)
Te dejo un beso. Muy interesante este artículo, lo he disfrutado y he caminado por Corrientes un poquito con ustedes dos
Musa
Un testimonio impagable.
Mi mitomanía incurable te lo agradece.
gracias por compartir(te), cacho de pan. estas anécdotas, sin duda, alimentan.
un beso.
♥
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