Con el mismo nombre de este post, Mesa Redonda en el Aula de Escritores del Ateneo Barcelonés. Fue ayer, a partir de las siete y media de la tarde. Participé con una ponencia junto a las escritoras Isabel Núñez e Imma Monsó. Moderó el psiquiatra y psicoanalista Manuel Baldiz. A pedido de algunos amigos que no pudieron asistir por problemas horarios, transcribo a continuación el texto que escribí para ese encuentro. Es algo largo. lo sé. Podéis pasar de él sin que me ofenda. O leer el post anterior: ¿Quién ha dicho perros?Dialogando virtualmente con
Manuel Baldiz acerca de esta charla, coloquio o mesa redonda -juro que no sé cómo llamarla y ni siquiera sé si esto importa demasiado-, aparecieron algunos temas de especial interés para nuestro estimado moderador, ya que mostraban coincidencias, paralelismos y/o puntos de contacto entre nuestras profesiones.
Afortunadamente para mí, ninguno de estos temas hacía hincapié en lo conflictivo que puede resultar escribir fuera de la tierra que nos vio nacer, algo que ronda constantemente -en forma de charla, coloquio o mesa redonda- a todos los escritores nacidos fuera de
Cataluña.
Los puntos que interesaban a
Manuel Baldiz, eran:
El 1º: La influencia (o no) del análisis personal del escritor en su manera de escribir, y también de la teoría psicoanalítica en la escritura en general,
El 2º: Un interrogante que
Baldiz mismo considera algo tópico y de compleja resolución: ¿puede un autor escribir desligándose de los condicionantes de su propia biografía, de todos sus fantasmas?
El 3º: ¿Tienen razón los que dicen que la novela ya está “muerta”? Siendo algo que curiosamente se afirma también respecto del psicoanálisis, ¿es que psicoanalistas y escritores podemos considerarnos como parte del mundo de los muertos?
Me parece de especial importancia empezar por este último punto. Sobretodo para tranquilizar a los que están escuchándonos. Podrían pensar que sin proponérselo han adquirido ese
Sexto Sentido que permite ver a los finados de cuerpo presente e inclusive socializar con ellos. Si la novela está muerta debe ser un negocio al menos tan próspero como el de
las pompas fúnebres. ¿O es que las editoriales editan por puro fervor literario, por mero y trasnochado romanticismo?
Del total de títulos editados en España durante el año 2006, cerca de 57.000, casi la tercera parte corresponde a textos literarios o a volúmenes que se ocupan de su estudio y crítica.
¿Y el psicoanálisis? ¿Es que también el psicoanálisis está muerto o en vías de extinción? No puedo responder a esta pregunta. Seguramente lo harían mejor las agendas de los psicoanalistas aquí presentes. Por mi parte, y viendo el sonido y la furia conque casi todos estamos obligados a enfrentarnos cada día, minuto a minuto, en nuestra vida cotidiana, sería de rogar que el psicoanálisis siga vivo, que sigamos teniendo gente interesada en paliar algunos molestos síntomas, con algo más que cápsulas, grageas y bisturís.
Gracias a la lista de la
librería Xoroi, poco antes de escribir este texto me enteré de la existencia de un medicamento muy de moda. Si mis piernas se movieran sin aparente necesidad, preferiría, antes de ensayar la ingesta más o menos controlada de
Rivotril, salir a comprarme una antigua máquina de coser a pedal para sustituir al ordenador, subirme a una cinta rodante o flanear alegremente por algunas de las ciudades que me gustan.
Los otros dos ítems que proponía
Manuel, deberían, supongo, poder resumirse en uno.
Tuve tres cortas experiencias psicoanalíticas en mi vida, la primera a mis enfervorizados, quijotescos, apasionados, a la distancia tiernos, diecinueve años.
Dos o tres años después, arrastrado por las nuevas corrientes terapéuticas llegadas de Londres, -no sólo nos mandaban canciones de
los Rolling y
los Beatles o minifaldas de
Mary Quant- hice otra corta experiencia con una novia psicoanalista del inglés
David Cooper, presunto inventor de la
antipsiquiatría.
Todo fue relativamente bien hasta que un día ella me dijo que no debía confundirla con su novio inglés:
-Soy de la escuela freudiana. No espere de mí terapias alternativas-, y para que no quedaran dudas al respecto me invitó a recostarme en el diván.
Aquello me desilusionó bastante. Yo esperaba que saliéramos a caminar libremente por los parques y, como quien no quiere la cosa, ayudados tal vez por alguna sustancia alucinógena, ella, la novia porteña de
Cooper, se atreviera a develarme la verdad de la vida.
La última experiencia analítica, por hallarse muy cercana en el tiempo pero aún más en el espacio, prefiero pasarla por alto.
Los pocos libros que tengo publicados, todos los que escribí hasta el momento, son frutos de la edad madura.
Podría decir que nací como escritor, me permití creer que podía serlo, poco antes de llegar a los cincuenta años. O sea que entre mi primer encuentro con un encantador analista freudiano argentino en la ciudad de
Buenos Aires y mi primer libro escrito en un piso del
Eixample en la
Barcelona post-olímpica, pasaron nada menos que tres décadas. Tres décadas en las que jamás me había planteado convertirme en "escritor profesional". Tampoco hoy me planteo semejante cosa, pero como más de una vez he leído esta escueta descripción acompañando mi nombre, se hace necesario aclarar que no soy el responsable.
Fui, y esto sí puedo atribuírmelo, un lector muy precoz,
pre-sicoanalítico.
Cuando agoté las clásicas lecturas infantiles de la segunda mitad del siglo pasado -
Defoe, Dumas, Verne, Louise May Alcott, Mark Twain- me lancé a leer a
Sartre y Camus. Lo hice apenas cumplidos los trece años y aconsejado por una profesora de lengua castellana que me consideraba suficientemente maduro como para emprender semejante tarea sin embarrancarme para siempre en la autodestrucción. Casi se equivoca, por supuesto. Dicen que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, aunque nadie nos aclara que estas peligrosas bondades, estas buenas intenciones, también pueden ser ajenas.
A estos, mis años "existencialistas", de cabellera revuelta y jerséis oscuros de cuello vuelto, siguieron otros muchos años en los que devoraba ansiosamente todo lo que caía en mis manos.
Este
todo incluye también obras literarias, de gente tan dispar como
Steinbeck, Pavese y Leon Tolstoi; Simone de Beauvoir y
Francoise Sagan;
Neruda, Lautreamont, Rimbaud, Oliverio Girondo y
Alfonsina Storni, el teatro de "
William" Shakespeare y el de
Tennesssee "William(s)", el de
O´Neill y el de
Ionesco, ambos llamados
Eugene.
Tanta literatura sin freno ni guía me arrojó a los brazos de las juventudes comunistas, que, disfrazadas de un literario marxismo leninismo, me prohibieron leer a
Madame Flaubert por considerarlo burgués y decadente.
Nunca pude soportar la censura y aún menos ejercida por los que se llaman a sí mismos "progresistas".
Semejante decepción en mis convicciones político-sociales, unida a algunas otras de carácter erótico-amoroso, me hundieron en un nihilismo desesperanzado y solitario del que sólo me rescataban mis amigos de siempre: el cine y la lectura.
Más o menos por esta época, la misma en que comencé a interesarme por
Freud y sus discípulos, tuve la suerte de leer al extravagante y prácticamente desconocido escritor
Witold Gombrowitz. Lo hice aconsejado por un joven librero porteño convertido con los años en un reconocido sicoanalista lacaniano. En medio de una improvisada charla literaria nocturna en la librería donde trabajaba,
Germán Leopoldo García extrajo de un estante semi oculto, un ejemplar amarillento de la primera edición, fechada en 1947, de
Ferdidurke. Y uso el verbo extraer de forma muy deliberada, ya que el amigo que me acompañaba y yo tuvimos la sensación de haber presenciado un pase de prestidigitador, un abracadabrante truco de magia.
Devoré una y otra vez aquella particular novela, la asombrosa narración de ese misterioso polaco "anclado" durante años en una
Buenos Aires que lo negaba como autor al mismo tiempo que traducía y publicaba sus escritos.
Gombrowitz ganó mi razón con su aparente locura. Encontré que toda aquella invención de estructura lógica y aspecto surreal, ofrecía una coartada plausible a la forma en que yo había vivido hasta aquel momento, y, algo quizá mucho más importante, a la manera en que quería vivir en el futuro. Usando sus propias palabras, las iniciales del prólogo a esa primera edición argentina:
Los dos problemas capitales de Ferdidurke son: el de la Inmadurez y el de la Forma. Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues sólo se presta a la exteriorización lo que ya está maduro en nosotros. Ferdidurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros, vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño.
Gombrowitz, siempre crítico con toda forma de identidad colectiva, defendía la inmadurez, la no profesionalidad, ese libre albedrío que yo siempre he asociado con la tan seductora como displicente
Pantera Rosa, un personaje que, lejos de SER definitiva y tozudamente "algo", recorriendo un camino que supone único y prefijado, se permite IR SIENDO, mientras transita ese terreno desconocido que la vida va desplegando frente a sí.
En este mundo de imágenes, espejo “
Lewiscarolliano” del mundo real, el ambiguo felino de color rosado acepta hacer uso de esa natural flexibilidad que el budismo zen y el fantasma publicitario de
Bruce Lee atribuyen al agua o al aire.
En definitiva: gracias a un polaco exiliado, a la librería
Fausto de la porteña calle
Corrientes, a un estudiante de psicología que trabajaba en ella, al dibujante
Fritz Freleng y a la música de
Henry Mancini, logré aceptarme como un ser moderno, un producto de mi época. Ningún libro, sin embargo, ninguna teoría política o filosófica, ningún film estadounidense, sueco o francés, respondía de forma creíble y certera a una pregunta siempre presente durante aquella época de mi vida. Y aquí -redoble de tambores- vuelve a entrar en escena mi primer analista. Aunque decirlo así es un tanto egocéntrico, bastante narcisista. En realidad fui yo quien se introdujo en su consulta para ¿atormentarlo?, exigiendo una revelación definitiva, CONCLUYENTE, para esa pregunta que podía tener todas las respuestas o no tener ninguna.
Aquí termina, debería terminar, este espiche, perorata, alocución, ponencia.
Llámese como se llame, podría seguir con ella hasta el fin de mis días. Supongo que ustedes no se quedarían para verlo, aunque nunca se sabe: a los seres humanos nos gusta ser imprevisibles. Pasa que, como se trataba de hablar de psicoanálisis y de la incidencia que éste tiene en nuestras vidas, me he dejado llevar más o menos libremente por la asociación libre, un método usado por un buen montón de gente, desde
Sigmund Freud a
Jack Kerouac.
Al terminar de escribirlo, por esas cosas del azar, que aún cuando no perfuma está siempre presente, apareció ante mí una cita de
Michel Houellebecq, ese escritor llamado en realidad
Michel Thomas. Dice así:
El humor no nos salva; no sirve prácticamente para nada. Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte.Me ha hecho pensar, lo reconozco. Todo lo escrito por mí para este encuentro –y esta palabra, encuentro, me parece la más apropiada para lo que estamos haciendo aquí y ahora- tiene un tono de broma que
Thomas Houellebecq encontraría inútil.
La duda abría ante mí sus temibles agujeros negros.
No tenía tiempo para escribir otra cosa. En realidad, tampoco quería hacerlo.
Apenas unos segundos después logré tranquilizarme.
No estaba de acuerdo con
Michel Houellebecq Thomas.
Es tan importante no burlarse de las cosas serias como tomarse con buen humor casi todo.
Total, al fin de cuentas, sólo queda la muerte.
Ilustración anónima encontrada en la red (gracias, vanessa)