Un viaje angélico requiere la presencia de alados y serviciales ayudantes. Alejo y Julián, sobrinos de
Monsieur Chapuis, van a esperarme al aeropuerto General Pistarini, el mismo al que todo el mundo conoce como aeropuerto "de Ezeiza".
Son las cinco de la madrugada. Uno de los dos hermanos ha dormido unas pocas horas, el otro llega de un concierto de rock alternativo. Como tienen menos de treinta años se ven tan frescos y rozagantes como si volvieran de unas vacaciones en la playa. No puedo decir lo mismo de mí: trece horas de vuelo dejan marca en el más pintado y yo no suelo pintarme ni para una noche de estreno en la ópera.
Cuando le doy la tarjeta de embarque, el controlador del aeropuerto de Barcelona me dice:
-¿Buenos Aires? Me parece que por allí, ahora mismo no están muy buenos. Hace un frío del copón...
Ya instalado en la magnífica Ciudad Autónoma de los Buenos Aires, la enorme y siempre vanidosa Capital de las Américas, la gardeliana Reina del Plata, todos me previenen:
-¡No salgas desabrigado...Hace un frío que pela!
-¡Tenga cuidado, mire que el frío es insoportable!
-¡Abrigate bien, mirá que la calle está helada!
Para mí el frío bonaerense resulta inexistente. Ni siquiera necesito ponerme jerseys de lana debajo del abrigo; ando con camiseta y alguna otra prenda de algodón y suelo volver de mis largas caminatas bastante acalorado.
¿Será que el calor humano es más poderoso que la tan mentada sensación térmica de los informes metereológicos?
Hoy informan de que, después del supuesto frio polar de los últimos días, se acerca una semana con temperatura primaveral. ¡Y yo que no me traje el bañador ni los bermudas!
Dos señoras de "mediana edad" pasan por mi lado. Van ateridas, cogidas del brazo, con los cuerpos apretados uno junto al otro para darse calor. Oigo como una le dice a la otra:
-Es el colmo de lo superyoico...
Primer desayuno en
El Galeón. Sabiendo lo afecto que soy a ritos, enhebramientos y metáforas, este lugar resulta perfecto para el aterrizaje.
Pido un desayuno de café con leche. Los camareros llevan uniforme, son rápidos y cordiales; el lugar conserva todo el estilo de los bares vieneses, el mismo de las confiterías porteñas de toda la vida.
Me traen tres cruasanes -medialunas le decimos aquí-, una copa de zumo de naranjas recién exprimidas y un gran vaso de agua con gas. También un cacharrito de acero inoxidable con azúcares y sacarina. Con mi futuro enfrente, no estoy para observar vidas ajenas, pero puedo ver cómo en las mesas cercanas hay hombres y mujeres leyendo sus diarios con devoción eucarística.
Encuentro con el pasado en la Plaza Cortázar. Noemí, una amiga de mi adolescencia, me espera junto a los tenderetes de productos artesanales.
¿De dónde es este lugar extraño? ¿En qué ciudad me encuentro? Comercios de ropa, de objetos, de comida, de libros y de discos, con muros exteriores de colores fuertes y ambientaciones que van desde el minimal al barroco pasando por el muy recurrido y cosmopolita
Shabby Chic. A pesar de la insistencia de algunos medios con el tema de la inseguridad, hay casas con ventanas a la calle que no muestran protección alguna. Paseo bajo los ficus benjaminas hechos árbol, bajo las desparramadas tipas y los enormes plátanos, con más tranquilidad de la habitual, gozando con una siesta de sábado en la ciudad donde nací y viví una parte muy importante de mi ya larga existencia.
Coqueta, variable, femenina, Buenos Aires ahora se muestra ante mí con otras galas: bella como siempre, aunque totalmente irreconocible.
Un detalle curioso. Hay tantos quioscos de flores en esta ciudad como comercios de
nail care hay en la de Los Ángeles.
Liliums, crisantemos, junquillos y rosas se recortan limpiamente sobre el verde oscuro,
inglés lo llamábamos en otra época, de los abundantes puestos callejeros.
Vienen tres amigos a festejar mi llegada. Compro empanadas en el
Cümen-Cümen de la calle Borges. Ofrecen cerca de veinte rellenos posibles. La elección se hace difícil, pero el dependiente ayuda con consejos y caras de diferente calibre. Después de pedir las que me parecen más apetecibles le pregunto cómo haré para saber qué tiene adentro cada una.
-No se preocupe. Todas vienen personalizadas.
Cuando, ya en casa, abro la bandeja, las encuentro agrupadas de acuerdo a su repulgue, siempre diferente, y con tarjetas impresas sobre papel blanco para que no queden dudas en cuanto a su relleno.
Al menos en lo que a comida se refiere, piensan en todo estos argentinos.
Adrián y yo entramos a una de las muchas panaderías de la zona. Buscamos "facturas", pastas, bollería, para la merienda. Una de las dependientas, sonriente y movediza, habla desde atrás del mostrador para el escaso público asistente:
-¿Qué hago yo en una panadería? Soy maestra jardinera y profesora de inglés especializada en niños...pero aquí estoy, ¡vendiendo sandwiches de miga!
Mientras lanza su discurso nos acerca una larga pinza plateada con una pequeña madalena en la punta.
-¡Tomen chicos! ¡No voy a engordar yo sola!
Un minuto después le pregunto por el gusto de una pasta de forma desconocida y sin decir nada me acerca, con el mismo sistema de la pinza, una para que la pruebe.
Toda la gente del barrio conoce el local. Se llama
Piccolo y tiene dos puertas: la más grande y evidente está cerrada con cadenas; la otra, la que sirve de entrada, es más estrecha y con dos escalones algo desgastados en los que todo el mundo tropieza.
Esta ciudad es así. Sofisticadamente amable, detallista y absurda, tan deslumbrante como imprevisible.
Ilustr
a: autorretrato transeúnte de Bertini.