Veo
Pina, la última película de Win Wenders. Está rodada en 3D, un artilugio tecnológico resucitado del baúl de los recuerdos cincuenteros para que los insatisfechos de siempre crean ver algo más que danza, más que sentimientos, más que destreza y trabajo, más que arte puro en absoluto estado de gracia.
Esta mujer descarnada, de puro nervio y hueso, no sólo tenía ideas, además sabía muy bien lo que era un espectáculo teatral. Win Wenders, el del amigo americano, el cielo sobre Berlín y alguna otra película de cuyo nombre prefiero olvidarme, a veces, por momentos, posee ese profundo conocimiento de la Bausch o al menos se deja llevar por él. En este film Wenders se olvida bastante de si mismo, de sus habituales escarceos con "lo poético", para adentrarse en el mundo de la protagonista, Pina : un paisaje nada fácil, en absoluto celestial, poblado por seres inquietos, ansiosos, magullados, alejados de todo gesto o intento angélico.
¿O acaso podríamos confundir a esos partenaires estáticos que apenas sostienen a su pareja -vacía de voluntad, hueca, entregada al abandono de sí misma- con aquellos seres alados del cielo berlinés? Sin embargo, puestos los pies sobre esta tierra hostil, la mirada del director alemán sabe descubrir, y descubrirse, la ternura infinita de la compatriota, su capacidad para rescatar el susurro de una leve caricia entre el ensordecedor fragor de la batalla.
Más allá del prescindible 3D, resulta brillante la idea de mostrarnos las coreografías de Pina Bausch bailadas al mismo tiempo por los jóvenes bailarines de la compañía actual y algunos de los intérpretes que las estrenaron y, milagro de la danza y el trabajo duro, serio, sostenido, aún hoy siguen haciéndolo con la delicadeza, la fuerza, la entrega, la precisión del primer día.
"Danzad, danzad, si no lo hacéis estamos perdidos", decía Pina Bausch, como si la danza fuera un exorcismo que puede librarnos de todas las desgracias humanas o tal vez un gesto mágico capaz de liberarnos de esas desolaciones del alma, de esos castigos de un cuerpo que, al no encontrar destino en otros cuerpos, se vuelve ciego, hundiéndose en la desesperación, la locura y el estremecimiento.
Al día siguiente y por una invitación afortunada, voy al pase previo de
La sombra de Evita, un "documental histórico" dirigido por Xavier Gassió, sobre la figura y la vida de la cada día más moderna Eva Duarte de Perón. Centrada en su exitosa visita oficial a España -"Cuando quiera llenar de nuevo la plaza, me avisa", cuentan que le dijo en algún momento al por ella poco apreciado General Franco- el film resulta esclarecedor en muchos aspectos y contiene algunos documentos gráficos tan reveladores como poco conocidos. Entre tanta joya documental hábil y cuidadosamente guardada, encontré un detalle mínimo que encuentro define la personalidad de esta mujer fascinante, tan sensible como arrolladora: al bajar del avión que la trajo a España, con toda la tiesa corte del
Generalísimo formada para cumplir con la ceremonia oficial de recepción, Evita se detiene para dar la mano a la azafata que espera al pie de la escalerilla. Con ese gesto cotidiano echaba por tierra todo el protocolo reverencial previsto, de auténtica jefa de estado, mostrando una vez más que su lugar no estaba al lado de aquellos personajes sombríos, defensores acérrimos de unas estructuras que ella se había propuesto conmover.
Sin duda alguna,
La sombra de Evita ilumina algo más la imagen de esta mujer deslumbrante que en solo 33 años de vida cambió la historia de un país, convirtiéndose en uno de los mitos insoslayables del siglo veinte.
Quizás sea interesante ver que hacen los artistas jóvenes argentinos con ella, convertida ahora
en personaje de un dibujo animado que narra, también, su historia.