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martes, mayo 03, 2011

MUERTOS FAMOSOS


Podría decir que estos son días de muertes y asesinatos, pero, ¿acaso hay algún día que se evada de las necrológicas? Tan normal como el transcurso de las horas, las muertes se suceden de la misma manera que lo hacen los nacimientos, sin que nada podamos hacer para detener este proceso.
En los últimos días falleció con casi cien años el escritor Ernesto Sábato. Amargo y contradictorio, el ex matemático que devino celebrado literato y mediocre pintor, desbarató con una última huida varias celebraciones preparadas para festejar su primer, y con toda seguridad último, siglo de vida.
Algo más afortunado que Borges, si bien tampoco logró el Nobel, al menos no tuvo que agradecer como este un Premio Cervantes inexplicablemente demediado.
Autor poco laborioso -confesaba que la escritura no lo hacía feliz, que, por el contrario, lo enfermaba y deprimía- con páginas tan contundentes como las de su Informe sobre ciegos, pequeña obra maestra del terror contenida entre las páginas de su novela más exitosa, Sobre héroes y tumbas, ha dejado de vivir en la que fue su casa durante décadas, una construcción sencilla ubicada en un pueblo con nombre literario y vocación oscilante, entre religiosa y fúnebre: Santos Lugares.
Con menos difusión mediática, ha muerto también Gonzalo Rojas, generoso poeta a quien no llegué a conocer porque su estado de salud no le permitió acercarse a España para presentar un libro en el cual fui responsable, junto a Jorge Chapuis, de la colorida imagen gráfica.
De los asesinatos mejor no hablar. Vivimos en una época pragmática donde las palabras se redefinen de acuerdo a las necesidades de los poderosos que las pronuncian.
Que los dioses se apiaden de nosotros.

Ilustra: calavera pintada de Gabriel Orozco.

miércoles, marzo 23, 2011

Liz, la de los ojos color violeta






Hampstead, Londres, 27 de febrero de 1932
Los Ángeles, California, 23 de marzo de 2011
National Velvet, La gata sobre el tejado de zinc caliente, Reflejos en un ojo dorado, Cleopatra, Gigante, De repente el último verano, Identikit, Mujercitas, Ceremonia secreta, El árbol de la vida, Quién le teme a Virginia Woolf...

Adiós niña prodigio, mujer prodigiosa, talentosa actriz...
Prefiero recordarte en el esplendor de tu incuestionable belleza.


viernes, septiembre 03, 2010

el mareo, los días, el adiós



Compro flores en el pequeño quiosco de la esquina; dentífrico, bebidas, tarjetas telefónicas, chocolates o analgésicos en el maxiquiosco que está justo enfrente del edificio donde vivo; buenos fiambres, quesos, pan árabe, alguna mermelada y miel en el almacén de la calle Thames con Güemes; pan, tartas y facturas en varias de las panaderías de la zona. Mi ropa sucia la lava una familia china que, cuando voy a buscarla, me ofrece rociarla con perfume de rosas. Todos los despachantes me saludan como si me conocieran desde siempre y algunos hasta aconsejan masajes y ungüentos cuando me ven renguear ligeramente a causa de un movimiento desafortunado que pretendía, y logró, evitar una caída en plena calle. Las aceras de Buenos Aires obligan a caminar con la mirada baja, la testuz inclinada hacia las desparejas, muchas veces ausentes baldosas.
Me pregunto si está sera una manera encubierta, sumamente retorcida, de tener a los porteños, tan afectos a la crítica rebelde, ocupados en cuidar el paso como si fueran secundarios de la Metrópolis de Fritz Lang o esforzados soldados rasos en formación y no simples ciudadanos de una gran urbe populosa y vibrante. Reconozco que por momentos resulta una empresa difícil -casi imposible para los que somos visitantes eventuales- pasearse con relajada despreocupación si al mismo tiempo estás esquivando baches de distinta calaña y contenido, sobre todo porque las calles están llenas de hallazgos sorprendentes, dignos de ser mirados con cercanía y de frente, sin molestas, innecesarias subordinaciones.

¡Tango, al fin! Al día siguiente de una sesión nocturna de jazz en el Virasoro de Palermo, me invitaron al Bien Porteño de la calle Rivadavia. La noche del sábado, después de un mes y medio en Buenos Aires, fui a uno de los muchos bailongos de la ciudad. Por veinte pesos, cuatro euros de nada, puedes tomar una clase de una hora con un risueño, afable, encantador flaco de coleta que te guía por los primeros y balbuceantes pasos de esta danza concentrada y romántica, tan sensual como literaria.
En este local céntrico las parejas se arman por puro capricho personal, sin distinción de edades, contexturas físicas o sexos. Hombres y mujeres eligen con total desprejuicio sus parejas de baile en un ambiente relajado, amistoso y sin humos molestos de tabaco, una insana polución desterrada por completo de todos los lugares públicos de Buenos Aires.
Divertido, feliz, aunque con las lágrimas bordeándome los ojos, asistí conmovido a este ritual pagano en el que dos cuerpos, conductor y conducido, se entregan al firulete y la improvisación a partir de unos pocos pasos bien aprendidos.
Después de décadas de ocultamientos, mentiras y persecuciones, las diferencias ganan la calle, se abrazan sin complejos en los salones de tango.
Mientras descansaba de mis primeros balbuceos tanguísticos en brazos de un veinteañero encantador, informal partenaire sin engolamientos ni prejuicios, me preguntaba por qué entre las tandas de tres o cuatro tangos había una pequeña interrupción de música foránea. Se lo pregunté a Sergio Cabrera, tierno anfitrión y apasionado bailarín del tres por cuatro. Al contestarme desveló otra de mis incertidumbres: los compases de jazz, cumbia o pop son la excusa elegante para separarse de ese partenaire ocasional que por alguna razón ya no te interesa.
Dios está en los detalles, es evidente.

Ayer fue hoy ayer, dice Andrés Calamaro en una de sus canciones.
En dos días más estaré lejos de esta ciudad fascinante: la misma, aunque muy cambiada, donde nací hace un montón de años. Cosas de la vida... También yo he cambiado mucho y espero que el tiempo me dé más tiempo para seguir haciéndolo.
Este no ha sido todo el viaje, sólo algunas de sus anécdotas. Me quedan mil cosas por contar. Algunas, por discreción, por pudor, no llegarán nunca al blog; otras esperan una necesaria sedimentación que supongo le darán los días posteriores al regreso, marcados por la alegría del reencuentro.
Tanto, seguramente, como por la melancólica sensación de haberme alejado, demasiado y sin verdaderas ganas, de algunas, varias en realidad, cosas, lugares y personas que mucho quiero.

domingo, mayo 30, 2010

Adiós, muchacho...




Una noticia doblemente desagradable.
Una muerte siempre lo es, máxime si el idiota que la transmite, a media mañana y por radio, dice que el finado se ha ido de la vida de forma "poco gloriosa".
¿Cómo te vas a morir tú, desgraciado? Si Dennis Hopper, el personaje, te hubiera oído, ahora mismo estarías luciendo una botella rota en medio de la cabeza o un balazo certero en medio de la frente.
El joven cowboy motorizado que nunca quiso crecer, hacerse viejo, desaparecer de esta pantalla nuestra de cada día, se ha muerto de cáncer de próstata, anciano, en su casa y rodeado de la que era su familia.
¿Esperaba que lo acribillaran a balazos en una emboscada a pleno sol o terminara en una oscura, cinematográfica calle del Bronx, con una sobredosis de heroína en vena y un puñal clavado en el corazón?
Poco antes, ya al borde de la tumba, tuvo un gesto que a su personaje le iba tan bien como un anillo de sello a un dedo meñique de uña bien cuidada: pedir el divorcio de su ultima esposa, también actriz.
No conozco los detalles ni me interesan. Querría partir sin compromisos, tan solo y descasado como había llegado al mundo.
Hizo muchas cosas, no todas tan bien como los demás esperaban. Hace algunos años, bastantes ya, Barcelona organizó una exposición con sus fotografías. Mostraban la mirada curiosa, aunque sin sorpresas, de un muchacho vagabundo y solitario, decidido a recuperar con la cámara algo de todo aquello que había perdido alguna vez. Quizás en el mismo momento en que murió su único, según él, amigo de juventud: el mítico James Dean.



ilustra: fotografías de y por Dennis Hopper, incluída el retrato de Paul Newman, realizado durante el rodaje de La leyenda del indomable (Cool Hand Luke)