Hago una dieta que me obliga a comer varias veces al día. Poco cada vez, pero varias veces. Según dicen los que saben es la forma de entretener el hambre, no sentir la necesidad de atiborrarse apenas te sientas frente a un plato de comida, no importa qué o cuánto tenga dentro. Cerca del mediodía me toca una ración de algo y yo he decidido que ese algo tiene que resultarme lo más gratificante posible, así que lo consumo en un lugar que me sea particularmente grato. A la vuelta de mi casa tengo el Hábaluc y enfrente "el hotel tanatorio"; si decido ir un poco más lejos la lista de cafeterías y bares se hace casi interminable.
Sin embargo, y a pesar de que no todos sus camareros son especialmente simpáticos, voy bastante a un Farggi que está flanqueado por dos edificios emblemáticos: la Pedrera y Vinçon. Puedo tomarme un café corto acompañado de un integral de queso fresco sin salirme del régimen, y después trotar, un poco más contento, hasta las cintas y aparatos del gimnasio donde me castigo por haber sido glotón durante los tres o cuatro últimos años. Eso sí, no miro los exquisitos cruasanes de mantequilla porque me producen una forma especial de vértigo que me hace caer de cuerpo entero en la obesidad.
Hoy estaba allí, tomando mi ración de pie junto a la barra para no perder demasiado tiempo, cuando de pronto escuché una voz femenina a mis espaldas que decía algo de un tal Enrique. Me dí la vuelta para enterarme de qué se trataba y encontré muy cerca de mí a una señora de gafas con el cabello entre rubio y canoso recogido sobre la nuca. Llevaba un sombrero de fieltro pequeño color verde musgo y un abrigo del mismo color, todo nuevo, limpio, bien cortado. Sobre el pecho, entre cariñosa y precavida, apretaba una cartera de color marrón más varios periódicos y publicaciones de distinto tipo.
"Perdón", me dijo, "¿usted es Enrique?".
"No", le contesté, mientras recordaba a uno de mis amigos del alma, muerto hace varios años.
La mujer movió la cabeza como si negara algo.
"Siento molestarlo, pero es que quedé en encontrarme aquí con una persona a la que no veo desde hace treinta años. No sé si lo reconoceré... Lo dudo muchísimo. Y yo he cambiado tanto que supongo que él no sabrá que soy la misma de aquella época. Lo siento de verdad, señor. Me da tanta vergüenza molestar a la gente..."
Mientras pensaba "mejor no lo hagas" me ofrecí a preguntar mesa por mesa. No había demasiados señores maduros y entre ellos no encontré a ningún Enrique.
Cuando volvía hacia el lugar donde me esperaba la mujer del sombrero de musgo, una de las camareras me detuvo y llevándome hacia un rincón, al costado mismo del aparador de las comandas, me dijo en voz muy baja:
"No se tome ese trabajo, señor. No encontrará a ningún Enrique, y si lo encuentra no será el que ella espera. Esa vieja viene cada tanto, desde hace muchos años. Siempre con la misma historia. Suponemos que no está muy bien, la pobre."
"Gracias", le dije por pura cortesía. En realidad no me caía nada bien lo que me había contado.
Cuando me acerqué nuevamente a la mujer que esperaba a Enrique ví que llevaba chanclas de andar por casa. "Un detalle doméstico", pensé, y enseguida: "¡Dios mío, qué siniestro!"
Aproveché que miraba hacia otro lado para pasar a su lado sin detenerme.
"¡Suerte señora! Espero que lo encuentre."
Estuve quince minutos pedaleando en la bicicleta estática, pero no pude alejarme de la mujer que esperaba a Enrique.
(photo : richard avedon)