Manuel Puig se trasladó a Méjico cuando terminaban los ochenta, con intenciones de radicarse definitivamente en tierras aztecas. Aquella década había traído al mundo, entre otros regalos igualmente desgraciados, la popularización de la heroína, el virus del SIDA y la entronización globalizada de la violencia urbana. Enamorado desde su más tierna infancia del cine “americano” de los años cuarenta y cincuenta, rebosante de estrellas arquetípicas, refinado glamour e inocente sentimentalismo, el escritor llegaba escapando de su último refugio: un Brasil hundido en la miseria y cada día más azotado por el desorden y la delincuencia callejera. Cuernavaca le ofrecía un dorado retiro a la antigua. Bellísimo entorno, clima benigno y unos pocos y escogidos vecinos con abultadas cuentas bancarias e interesantes, y no menos voluminosas, biografías. Allí había vivido hasta su muerte (marzo de 1980), otra apasionada devota del glamour cosmopolita: la artista polaca Tamara de Lempicka. Definida con cierto velado menosprecio como “pintora Art Déco” por los críticos especializados, esta bella mujer, sofisticada y mundana, fue autora de un buen número de retratos elegantes y sugestivos, cargados siempre, como ella misma, de perversa sensualidad.
(Casi como un regalo, la editora de Tusquets, Beatriz de Moura, conocedora de mi afección por la obra de Tamara de Lempicka, usó un fragmento de "Adán y Eva" para la portada de "El hombre de sus sueños".)Eclipsada por la aparición del “primer movimiento pictórico moderno auténticamente estadounidense”, el más intelectual y ascético expresionismo abstracto, la pintora decidió abandonar el trepidante Nueva York para refugiarse en las más sosegadas tierras aztecas.
Al contrario de la Lempicka, Manuel Puig se instala en Cuernavaca cuando está pasando por su mejor momento profesional. La madurez había aquietado muchas ansiedades, permitiéndole gozar sin complejos de su cada día más creciente popularidad, y el éxito de
El beso de la mujer araña le abría al fin las puertas de Hollywood, donde lo esperaban varios proyectos de indudable interés.
Para que todo aquel sueño fuera perfecto, de comedia cinematográfica con final feliz, Manuel Puig compró una mansión de lujo algo venida a menos en la calle Orquídea número 210 del distrito residencial Las Delicias, un exclusivo y protegido barrio de las colinas de Cuernavaca. La casa, tan imponente y anacrónica como la de Gloria “Norma Desmond” Swanson en
Sunset Boulevard, se encontraba en medio de un terreno de 3000 metros, rodeado de buganvillas floridas, altas rejas con portones de hierro y gruesos e inexpugnables muros de piedra.
El costo de la propiedad, que incluyó diversas reformas y una nueva piscina diseñada especialmente por un arquitecto joven de notable belleza, fue de 750.000 dólares. Por primera vez el escritor iba a vivir como aquello que siempre había soñado ser: una auténtica estrella. Desgraciadamente, esta situación de privilegio duró apenas unos meses. El 22 de julio de 1990, Manuel Puig moría a causa de lo que algunos allegados describieron como “estúpida negligencia médica”. Algo muy parecido a lo que había sucedido tres años antes con otro artista homosexual sin tapujos: el hierático y revulsivo Andy Warhol.
La cuestión es que una vez muerto Manuel, su madre, Malé, y Carlos, el hijo menor de ésta, decidieron que los restos del escritor retornaran a su país de origen, Argentina. Las complicaciones que presentaba el traslado del cuerpo eran tantas que finalmente parientes y amigos optaron por cremarlo. La urna que contenía las cenizas fue entregada a Malé, quien la ubicó sobre un estante de caoba del penumbroso estudio de su casa de la calle Charcas, el mismo que utilizaba Manuel para escribir sus novelas durante sus estadías porteñas. Cerca de la urna la devota madre puso una fotografía del escritor a los treinta años: en ella aparecía con gesto serio y concentrado frente a uno de sus primeros manuscritos.
Sin embargo, cuando
Carlos Monsiváis, conocido ensayista y crítico de cine mexicano, amigo íntimo de Manuel Puig, comentó que estaba contento porque finalmente las cenizas del escritor reposaban en su país, Manuel y Javier, dos jóvenes profesionales mexicanos que compartían con Puig charlas, aficiones y largas veladas de melodramas cinematográficos y a los que el escritor, además de bautizarlos como “Rebecca” y “Jazmine”, llamaba cariñosamente “mis hijas”, lo miraron con sorna y, entre serios y divertidos, dijeron: “Las cenizas de la mamá están donde deben estar, donde ella hubiera querido quedarse”, mientras señalaban con furtivas miradas una espléndida caja de madera que se destacaba entre decenas de otras de cartón o plástico con cintas de video dentro.
Éramos cinco personas alrededor de una mesa del desaparecido café “La puñalada” del Paseo de Gracia, cuando la escritora argentina
Tununa Mercado, de fugaz paso por Barcelona, nos hizo conocer esta última anécdota. Según confesó aquel caluroso día de 1993, había conocido la existencia de las dos urnas diferentes por boca del mismo Carlos Monsiváis. Cuando pregunté qué tipo de cenizas viajaron a Buenos Aires, Tununa fijó sus oscuros y brillantes ojos de pájaro en los míos y me contestó que en la espléndida casa de Cuernavaca había, además de una ostentosa chimenea, varios adictos al tabaco...
Muchos años después busqué una corroboración de esta cenicienta historia en “Manuel Puig y la mujer araña”, biografía del escritor argentino escrita por la estadounidense
Suzanne Jill Levine y editada por Seix Barral en su colección Los tres mundos. Al margen de algunas interpretaciones demasiado subjetivas y de la inclusión de varios desenfadados amigos que yo supongo póstumos del biografiado, brindando sus opiniones como si lo hubieran tratado desde la misma cuna, el libro está exhaustivamente documentado y muestra al escritor en todas las tan contradictorias como carismáticas facetas de su personalidad. Sin embargo en ningún momento se habla de las segundas cenizas del escritor, aquellas que supuestamente quedaron en la casa de Cuernavaca, custodiadas por las dos extravagantes hijas putativas de Manuel Puig, acompañadas por todas esas películas que tanto él había amado.
THE END
(Me voy por unos días a París de Francia. Os dejo lectura suficiente como para que no me olvidéis. Besos.)
pintura : autorretrato de Tamara de Lempicka
photo : retrato de Tamara por Camuzzi