"Para empezar, cómprese una cartulina del color que más le guste". Negro, pensó inmediatamente, pero Mary Louise descartaba de lleno aquella posibilidad: "Aunque su ropa sea habitualmente muy oscura o negra, le aconsejo que descarte por esta vez los colores sombríos y se incline por aquellos que estén asociados con la naturaleza, como pueden ser el verde, el azul, los naranjas y amarillos, el rojo, los lilas y los fucsias". Se imaginó un rectángulo fucsia colgando en la pared enfrentada a su cama -allí debía poner el mapa de los deseos para poder verlo cada día nada más despertarse-, y sintió una especie de descarga eléctrica recorriéndole el cuerpo. Sin pensárselo demasiado optó por un sobrio color arena clara -más natural imposible-, y apenas se sorprendió, sin llegar a cambiar de parecer, cuando la empleada de la papelería lo llamó "té con leche". La mujer demostraba tal certeza profesional que hacía imposible, e innecesaria, cualquier discusión al respecto.
Extendió la cartulina sobre la mesa del comedor. La de trabajo estaba llena de facturas, libros a medio leer, invitaciones a eventos ya pasados y fotos, cartas y postales que, alguna vez, se repetía cada cinco minutos, debería ordenar. Sosteniendo aquellas pilas inestables de papeles diversos, aparecían cacharros con lápices, lapiceras, bolígrafos, abrecartas y tijeras de distinto tipo y tamaño, todos utensilios convertidos en inútiles desde la llegada del todopoderoso ordenador. ¿Qué deseaba en realidad? ¿Qué cosas podían producirle un poco de felicidad? Descartado desde el vamos "el vocablo amor con toda su porquería", había empezado recortando la foto de un Jaguar clásico de los años sesenta y la de esa casa rodeada de árboles en algún rincón de Costa Rica, ideada especialmente para el poseedor de una biblioteca con miles de volúmenes. Le gustaban los animales, pero nunca había tenido decisión ni tiempo para adoptar alguno. Hojeando revistas -ni siquiera se le había pasado por la cabeza destrozar sus queridísimos libros -encontró fotos de un golden retriever de cara sonriente, del perro que anunciaba una popular lotería, de dos galgos y una gata snow shoe rodeada de sus cachorros. Un suplemento dominical bastante envejecido le regaló la imagen a toda página de un fondo marino con peces tropicales y también la de un espléndido tucán posado sobre una gruesa caña de bambú. Abrió el cajón superior de un mueble con ruedas que tenía en su estudio con el convencimiento de que encontraría dentro la barra de cola transparente guardada allí hacía al menos...¿tres años? ¿Habían pasado ya tres años desde la última vez que usó aquel pegamento? La barra de pegamento estaba totalmente seca, era más que evidente, sin embargo necesitó cerciorarse restregándola varias veces sobre una hoja de diario donde un titular catastrófico anunciaba el fin de unas negociaciones de paz en algún lugar del mundo. ¿Qué podía hacer ahora? Eran las ocho y cuarto de la noche de un sábado de invierno en un barrio elegante donde para su desgracia no había comercios chinos o pakistaníes. ¿Tendría que soportar una nueva frustración, esperar hasta algún otro día donde el ocio coincidiera con esas ganas, de verdad poco frecuentes, de tontear con los deseos? El mapa aquel era una estupidez, quién podía dudarlo, pero el hecho de haber intentado montar aquel collage sin finalmente llegar a hacerlo, ¿no le acarrearía un sinfín de desgracias?
"Todo el mundo tiene algún adhesivo en casa", pensó, mientras se dirigía de forma resuelta a la de sus vecinos más cercanos. Ni siquiera sabía con quien o quienes compartía el rellano: había oído ruido de otras mudanzas poco después de su llegada al edificio, pero nunca se había preocupado por enterarse de la identidad de los nuevos inquilinos.
Tocó el timbre y esperó a que abrieran con la espalda rígida y los brazos cruzados sobre el pecho. "Una actitud defensiva", se dijo. No le pareció en absoluto ilógico: el mundo estaba lleno de psicópatas.
La puerta se abrió de pronto, sin ruidos, dejando ver una silueta oscura que se recortaba sobre la claridad luminosa de las paredes, pintadas con un amarillo áspero que imitaba el color de algún cereal maduro. La sonrisa amplia, fresca, clara, sin duda alguna deslumbrante, flotaba juguetona, como suspendida en el aire. "El gato de Cheshire", pensó, dejando caer lentamente los brazos.
-¡Buenas noches!
-Buenas noches!...
Después del saludo algo forzado se produjo un silencio espectante. ¿Podía ser que los planetas hubieran decidido detenerse para observar con atención aquella escena carente de trascendencia? Ajenas a todo, las dos figuras se mantuvieron en su sitio, una a cada lado del vano de la puerta. Finalmente, y después de un suspiro, la boca de la amplia sonrisa en suspenso volvió a hablar:
-Bueno...Sólo se me ocurre darte la bienvenida. ¡No sabes qué alegría me das! Empezaba a pensar que jamás tendríamos la posibilidad de conocernos.
BSO : Lakmé de Delibes. Ilustra : Poster con errata sacado de la web