El viernes por la noche -y en concentrado, aterido, religioso silencio- vimos la recién estrenada
Never let me go (Nunca me abandones), sobre un libro original del escritor anglo-nipón Kazuo Ishiguro, productor además de la película.
Falto de toda información previa, esperaba una historia romántica con alguna lágrima furtiva y poca cosa más. Los actores, salvo ese bello resto abotagado de quien fuera Charlotte Rampling y la totalidad hiératica de Keyra Knightleit, una versión dura, más antipática y por el momento sin prontuario policial, de Winona Ryder, eran para mí desconocidos, tal vez demasiado jóvenes, y del director, Mark Romanek, ¿quizás un rumano?, no había visto absolutamente nada.
Demasiadas incógnitas para una película de apariencia humilde, sin gran promoción, sin rutilantes estrellas ni galardones conocidos.
Inmediatamente despues del shock post visionado, falto de palabras precisas y con la panza atiborrada de angustia, que no de chocolate ni galletas, me fui a la máquina que todo lo sabe y, gracias a ella, la todopoderosa enchufada, pude enterarme que además de dirigir videos musicales para gente tan importante como David Bowie, Madonna o Michael Jackson, el estadounidense Romanek había hecho anteriormente otra película con Robin Williams,
One Hour Photo (Retratos de una obsesión, 2002), que nunca, nunca, nunca yo había querido ver. Ahora mismo diría
sí quiero, señor cura, por supuesto. Con ansiosa cinefilia además.
Poco puedo decirles de este filme preciosista y cuidado sin destripar toda la historia. Gracias a los diarios y a sus habituales críticos cinematográficos sin opinión alguna (muy pocos hacen algo más que contarnos el argumento y comunicar si la taquilla funciona o no como se esperaba), varios de los lectores visitantes (si estos extraños espécimenes aún existen, si todavía no se han convertido en telegramáticos twiters) ya sabrán más de lo que deberían sobre el nudo argumental de este filme tan tenebroso como dulce y siniestro.
El asesino no es el mayordomo, puedo asegurarlo. Un crimen de película, o toda una matanza sangrienta con mucha casquería, haría que todo resultara menos oscuro y se soportara mejor.
¿Es esta una crítica en contra? Para nada. Pero es que aquí los balazos van dirigidos al alma y conmueven zonas profundas, prácticamente inaccesibles, llenándonos de incómodas preguntas e inquietantes, descorazonadoras respuestas.
Filme inclasificable que he visto anunciar con la misma ligereza dentro de renglones tan distintos como el del thriller, la historia romántica o la comedia dramática, podría en realidad encasillárselo en la ciencia ficción, aunque al contrario de los habituales relatos de este género todo sucede en un pasado demasiado cercano, reconocible, escalofriantemente familiar. Si no fuera por la ausencia total de goce, tanto sacrificio juvenil podría hacernos recordar a la
Saló de Pasolini, otra ceremonia del horror sin atenuantes. Me pareció, eso sí, encontrar notables parentescos entre la renuncia callada y el acatamiento al sacrificio sin resistencia de estos personajes, tan sensibles y bellos como patéticos, con los serviles sirvientes de
Lo que queda del día (The remains of the day, 1993), la inolvidable, también angustiosa, para mí exasperante película de James Ivory.
La auténtica Biblioteca de Babel que es Google me recordó que ambas historias son invenciones del mismo autor, Kazuo Ishiguro, tranquilizándome en cuanto a la disponibilidad de otras capacidades propias que no tengan que ver con la evanescente memoria.
El sábado me preguntaba si era posible recomendar este filme sin perder amigos. Hoy mismo, algunas horas depués de consumado el hecho, me digo que debo hacerlo sin pensar en consecuencias posteriores.
No se trata de lanzar un misil sobre un pueblo cualquiera, ni de talar un árbol centenario para plantar cemento. Tampoco de estafar ilusionados inmigrantes vendiéndoles créditos que no podrán pagar ni con la sangre de sus nietos o de plagiar sin ningún rubor la obra de un artista nada mediático para difundirla como propia desde la impunidad de algún medio que nos tenga como amigo.
Ni siquiera es probable que muy pocos se indignen como deberían, deberíamos, hacerlo y aún menos salgan, salgamos, a la calle con el ánimo dispuesto para no dejarse, dejarnos, cercenar ni una minúscula porción más de su, nuestra, por momentos demasiado adormecida conciencia.