Viernes por la mañana. Hay una nota-reportaje al escritor marciano Ray Bradbury en un suplemento literario algo manoseado que encuentro en el
Crustó.
Nada más verla me alegro. ¡Mira qué bien!, pienso. Lo habrá escrito mi estimado Marcial (Souto: gallego de Orense, escritor, traductor, el mayor especialista castellano en literatura de ciencia ficción anglosajona).
No es así, por supuesto. ¿Para qué vamos a acudir a especialistas cuando podemos pedírselo directamente a nuestros amigotes más cercanos?
Las palabras no dicen nada nuevo; las fotografías de Bradbury en su pequeño mundo atiborrado de objetos variopintos y acompañado de Halloween, el último de sus 22 gatos, me produce tanta tristeza como enterarme de la muerte de otro nonagenario imprescindible, Merce Cunningham. Gracias a un príncipe particular, vallisoletano él, me entero al mismo tiempo de la relación del revolucionario bailarín y coreógrafo estadounidense con el no menos vanguardista músico John Cage. Según parece, y yo no sabía, fueron pareja durante varias décadas. No creo que la revista
Hola! se haya ocupado del asunto, ya que estos auténticos artistas no actuaban en plazas de toros, vivían en apartamentos muy pequeños, nunca publicitaron bombones, joyas ni ropa deportiva y jamás los encontraron besándose semidesnudos en playas de Marbella.
Un verdadero cielo, mister Merce. Cuando hace varios años un cronista amarillento le pidió detalles sobre su relación amorosa, el bailarín soltó una frase tan tierna como escueta.
-Él cocinaba. Yo lavaba los platos.
Conozco bastante bien ese reparto de papeles domésticos. El olor del detergente biodegradable unido al sonido del agua escurriéndose por el desagüe, despierta en mí multitud de imágenes y un sinfín de palabras. Podría decir que mi mundo literario nace en la cocina, entre cazos, cubertería y estropajos. Tengo una antigua deuda nunca saldada con todos esos objetos de uso cotidiano. Para el próximo reportaje me haré fotografiar sobre un fondo de tarros y utensilios variados en vez de hacerlo apoyado en las clásicas bibliotecas atiborradas de volúmenes, tan propias de Ferran Adriá o Martín Berazategui.
Parece que John Cage no amaba solamente la cocina y los pentagramas. Según me cuenta Marta Binetti, su pequeño apartamento neoyorkino tenía más plantas que metros cuadrados. Yo, poco amante del guisar y los fogones, tampoco puedo vivir sin plantas a mi alrededor. Desde anoche, y gracias a la versión ¿postmoderna? del
Don Carlos de Schiller ofrecida por el Festival de Barcelona en el mismísimo Teatro Grec, puedo enorgullecerme de esta afición tan poco valorada: ¡también Felipe II, Rey de España, tenía su propio invernadero! Y qué jolgorio había en él, con grafiteros fantasmales y música diabólica de los Rolling Stones, con pasodobles cañís y quebrados pases de toreo, con lonas que se desprenden con estrépito y cirios que pasean de mano en mano entre el siempre dispuesto público barcelonés.
Y eso no es todo, ¡hay que ver cuánta audacia en los cuerpos desnudos semicubiertos con turba abonada de vivero, cuánta libertad en esos pezones reales lanzados como palomitas de maíz al aire de la noche surcado de bostezos, cuánto atrevimiento en los pequeños y oscuros testículos principescos, asomándose sin rubor, una y otra vez, tal cual el pajarito de un reloj de cuco, al deconstruído palco escénico! Frente a tanta imaginería de alocada vanguardia ¿a quién puede importarle si los actores destruyen durante la función unos cuantos ficus benjamina, varios helechos de jardín y algún que otro potus variegata?
Últimamente me he volcado sin quererlo en la crítica teatral. No me gusta demasiado ponerme una vez más en este papel poco simpático, pero cuando me dejo llevar por mis impulsos, sale esto. Podría disculparme aludiendo al excesivo calor, al precio algo excesivo de las entradas, al excesivo incendio de los bosques y a otros excesos peores que no quiero ni siquiera nombrar. Es más, si a ustedes les parecen realmente necesarias mis disculpas yo se las doy ahora mismo:
-Discúlpenme. Tengo demasiado calor, las entradas al Grec son caras y las 75.000 hectáreas de bosque perdidas en menos de una semana me ponen en situación de humor extremo. Como ven, de los sangrientos atentados de los últimos días no diré ni una sola palabra.
Hoy mismo una buena amiga del Face comentaba, apiadándose de ello, la lamentable desgracia que suponía ir al teatro pagando para que la obra no te guste nada.
El goce suele ser ambiguo -le he dicho-, muy tortuoso. No debes preocuparte.
Ir al teatro tiene gracia per se, por más que veas un bodrio sin sentido ni remedio. Y además este no es el caso. En medio de tanto orquestado desbarajuste se destaca la voz clara, preciosa, de la muy adecuada Begonia (¡vaya coherencia con la ambientación arbórea!) Alberdi, el toque profesional de Don Carlos Hipólito haciendo de Felipe II y la presencia sin remilgos de la comunicativa y vibrante Ángels Bassas en el papel de la por entonces no tuerta Princesa de Éboli. Es bastante más de lo que nos ofrece cada día Telecinco. Y al menos a este espectáculo lo pasan sin presentador, sobreimpresos ni cortes publicitarios.
Ilustra: Cunningham y Cage fotografiados por Hans Wild en 1962.