Salgo del Club Coliseum de Rambla Cataluña, un cine que forma parte de ese lujo de otro tiempo que deberíamos preservar: espacios amplios, techos altos, alfombras mullidas, sillones cómodos donde esperar el comienzo de la función, esculturas de firma, aseos bien aseados y hasta un puñado de
lámparas Pipistrello de Gae Aulenti para alumbrar suavemente los rincones. Como estoy bastante satisfecho con la película que he visto -
El secreto de sus ojos-, vuelvo caminando sin ninguna prisa por Rambla Cataluña hasta mi casa, seis o siete calles más arriba.
Las terrazas están llenas de gente que consume ruidosamente y a destajo para festejar la crisis, mientras en un segundo plano ganado por las sombras, hay adolescentes abúlicos sentados en los bancos del paseo con botellas de alcohol entre sus manos y mucha suciedad a sus pies. Doblando por Mallorca, a cien metros de casa, me cruzo con otros grupos de muchachos que caminan igual que yo, aunque sin destino fijo. Llevan bolsas de plástico con botellas de alcohol dentro y van bebiendo del pico que asoma apenas, como si pretendieran esconder lo que están haciendo. Fingen, por supuesto; todos sabemos que quieren exhibirse emborrachándose para ver si alguien les da una buena razón para hacerlo. Ellos no la tienen. Si la tuvieran se los vería relativamente felices o al menos más realizados. Un suicida que logra su comentido descansa en paz, uno que ni siquiera se atreve a llegar al final vive lleno de ansiedad, desesperado.
Si yo encontrara alguna razón valedera para hablar con ellos les haría preguntas sencillas, de fácil respuesta.
-¿Estudias o trabajas?
-¿Vives con tus padres o ya te has independizado?
-¿Te emborrachas porque te gusta el sabor de lo que bebes, para desinhibirte, bailar desenfrenadamente, echarte un polvo o sólo para quedar semidormido como un zombie y no pensar en nada?
La otra noche, en el
vernissage-inauguración de
Modernologías, una exposición de arte con folleto explicativo -soy de emocionarme hasta las lágrimas frente a
un Matisse, así que imaginen como me siento en estas muestras tan actuales-, servían, además de un recorrido incomprensible por no sé qué cosas, copas pagadas por Moritz, la cervecera. Todo el mundo hizo lo que yo: darse una vuelta por las salas, transitar los pasillos, subir y bajar las pasarelas del impoluto MACBA y terminar reunido con sus conocidos, si los tenía, alrededor de la gran mesa con mantel negro donde los camareros despachaban cerveza de la marca anunciante, cava de bajo costo o edulcoradas cocacolas. Casi todos los que estaban allí tenían una copa de alcohol en la mano, y varios, era notable, las llevaban ya dentro del cuerpo. Entre estos últimos sobresalía un grupo de adolescentes con look entre rastafari urbano y
Woodstock's Original, que, triunfadores de nada, fantaseaban con ser pilotos ganadores de fórmula uno y se entretenían agitando los botellines de la cerveza patrocinadora para que el contenido se derramara como exitosa espuma alcohólica sobre sus ropas y el suelo.
El arte despierta sensibilidades y pasiones, no hay duda.
Después de ver esto decidí marcharme. No puedo soportar los vómitos ajenos.
La calle se mostraba animada, sin embargo muchos
homeless ya empezaban a armar esa cama precaria donde pasarían la noche. Desde hace varios años, el refinado edificio de Maier tiene algunas alambradas provisorias para proteger sus flancos de estos seres extraños que fabrican alcobas en los rincones inútiles de las
Obras Maestras de la Arquitectura. Como nunca falta un resquicio -Borges dixit-, allí están, durmiendo cada noche tras las vallas supuestamente disuasorias.
Vuelvo a ese cine que abandoné un momento antes de distraerme con el paseo por las ramblas, la exposición del MACBA y los borrachos.
El secreto de sus ojos es una película clásica dirigida por el argentino Juan José Campanella. Y digo clásica porque en ella se cuenta una historia intrincada con principio, desarrollo y un desenlace que no excluye el contenido moral. El protagonista se llama Expósito, como se llamaron muchos de los neonatos que se abandonaban sin nombre ni apellido en las casas cuna de otras épocas. Este tipo resulta ser, más que un solitario, un solo, y lo interpreta, es un decir, Ricardo Darín, un actor con cara y carisma suficiente como para convertirse en el personaje que le ha tocado en suerte y desde esa impostura hacernos creer cualquier cosa que el autor nos proponga. Gran parte de la historia transcurre en la Argentina de los primeros años setenta, por lo que resulta casi natural la abundancia de malos. El peor de todos se llama Morales y, como es de suponer, no tiene ninguna. Campanella ha dirigido varias películas exitosas, quince capítulos de House, varios de Ley y Orden y una decena de Sopranos. Se nota bastante. Sirviéndose de un espléndido guión y, sobre todo, de unos diálogos contundentes, ingeniosos, creíbles, convierte una historia mínima en una película compleja de difícil catalogación genérica. Quizás no se merezca recibir Concha de metal alguno -en realidad ni siquiera la necesita- pero es una buena película de casting modélico y espléndidas actuaciones, capaz de atraparnos durante todo su largo metraje.
Un detalle clave de la historia me llega especialmente. Darín-Expósito, oficial de Tribunales ya jubilado, quiere escribir una novela para sacarse de encima sangrientos fantasmas del pasado. Una noche de pesadillas recurrentes, garabatea como puede la palabra TEMO en una pequeña libreta de espiral que tiene al lado de su cama.
¿Cómo no tener miedo en un lugar así, dónde la justicia es una broma de mal gusto y el asesinato un expediente más que se pretende archivar sin siquiera mirarlo?
Como es obvio, yo no soy Darín; tampoco un personaje de película. Sin embargo, por un sentimiento muy similar a éste estoy viviendo donde vivo.
Ilustra: Fuera de catálogo, fotos de Dante Bertini sobre origamis de autor desconocido, abandonados en la inauguración de Modernologías (MACBA, BCN).