No lo impactaron demasiado la Castellana ni el Paseo del Prado. Tampoco se le movió un pelo cuando encontramos un "Manolo", exhibido como si fuera una escultura de Rodin, en mitad mismo de la renovada calle Serrano. Había uno solo, eso sí, no vaya a ser cosa que a alguna de las desnutridas rubias que pasean por allí se le ocurriera romper el cristal, trepar sobre ellos y salir corriendo hacia una vida más glamourosa y sexy.
Se sorprendió alegremente con la gorda desnuda de Botero y su espejo minúsculo y disfrutó con la decoración decadente y el chocolate espeso del bar de El Espejo, pero lo vi observar sin inmutarse algunos edificios que suelen producirme una particular felicidad y el trajín variopinto y cosmopolita de la ciudad le recordó al de otras, sudamericanas, que, según me dijo, le resultan molestas, ruidosas, insoportables. Barcelona estaba ganando, sin saberlo, un adepto más.
Entre los restaurantes, elogió entusiasmado un mesón cercano al Museo de la Baronesa Cervera-Thyssen donde le sirvieron un gustoso caldo de cocido, filetes de buey acompañados de tomate y patatas fritas y, como postre, unas natillas que según el extrovertido, charlatán camarero del lugar, harían que jamás nos olvidáramos de él.
"¿Qué son las natillas?", preguntó, y yo de dije que eran como una crema catalana sin azucar quemada encima.
"¿Qué es la crema catalana?"
Había olvidado que lleva poco menos de un mes en España, el muy extranjero, así que recurrí a un lugar común de la cultura nacional argentina:
"¿Conocés la crema pastelera, verdad? Pues es igualita."
Limpio, pequeño, muy concurrido, el restaurante de las natillas inolvidables lucía como decoración navideña un pesebre tradicional montado dentro de la carcasa de un televisor años sesenta, detalle
ideal para un rinconcito cualquiera del hogar
vintage de la rotunda Alaska y su descarnado, vaquerizo marido.
Podría decirse que AM tiene suerte: no hace demasiadas comparaciones, todo lo que come le gusta y en las cuatro horas que dedicamos al Prado pudo ver lo mejor de Velázquez y el Greco, las dos tablas con el Adán y Eva de Durero recién restaurados, El Jardín de las delicias del Bosco, la bellísima Anunciación de Fra Angélico, algunos
Rafaeles, varios
Tizianos y los bustos de Adriano y Antinoo como punto final, visualmente estratégico, de una sala oval con otros mármoles de igual o mayor belleza.
Tal cual me pasó a mí en su momento, ni siquiera se detuvo frente a las icónicas, ¿sobrevaloradas? majas de Goya, pero lo vi excitado y feliz con las pinturas negras de la Quinta del Sordo, sobre todo
el Saturno devorador e infanticida que alguna vez había visto mal reproducido en un libro de estudio.
Nuestra visita al Prado fue corta. "De médico", hubiera dicho mi madre. Pasábamos de salón en salón tratando de detenernos sólo en aquellas obras que llamaran poderosamente su, nuestra, atención. A las nueve volvíamos a Barcelona y antes de embarcar en el AVE debíamos recoger los pocos trastos viajeros que habíamos dejado guardados en la consigna de la estación de Atocha.
En el mismo momento que abandonábamos el Museo me dijo:
-Siempre pensé que no me interesaba la pintura. Ahora me doy cuenta de que nunca antes había visto pintura que me interesara.
El Niño suele ser así. Le gusta sacar conclusiones y, salvo en aquellos momentos en que se parapeta tras un silencio meditativo, profundo y melancólico, le gusta todavía más compartir esas conclusiones con la gente que aprecia.
Todas las fotos -reflejos, Manolo en serrano, Mickey Madrid, deslumbrado- son de(c)Dante Bertini