viernes, diciembre 31, 2010

¡F.A.N!


Dicen que empieza un año y acaba otro, como si estuviéramos hablando de tabletas de turrón o de paquetes de galletitas.
En realidad no hay finales ni comienzos: las horas se suceden una tras otra y somos los hombres los que las contabilizamos, bautizándolas además, y no siempre de la misma manera.
Sin embargo reconozco que estas fechas de reuniones y excesos gastronómicos sirven también para hacer balances o limpieza de armarios, agendas y desvanes.
Lo haré con las páginas amigas que guardan silencio hace demasiado tiempo. Si acaso me equivoco con alguna y queréis seguir estando aquí, en esta página, con sólo decir ¡hola!, vuelvo a poneros en la lista, ¿vale?

Esta página, tan afecta a recordatorios, adioses y nostalgias, los deja hasta el año que viene con esta perfo-mujer 2010, su inescrutable cara de póker y lo que supongo un silencioso homenaje a quien la precedió en la práctica de los estrambóticos disfraces escénicos: la estilizadísima Grace Jones (Goude). Que se diviertan.
(La sigla F.A.N. corresponde a ese Feliz Año Nuevo que no me atrevo a pronunciar.)



martes, diciembre 28, 2010

Inocentes


Queríamos ver Europa; conocerla recorriéndola, caminarla.
Estábamos convencidos de que con sólo pisar este continente, algo cambiaría en nosotros.
Hijos o nietos de inmigrantes europeos, suponíamos que aquí estaban nuestras verdaderas raíces, el principio de nuestra historia.
Apuestos príncipes azules y sonrosadas, adormecidas, princesas; brujas, elfos y hechiceros; cruzados, tribunos, descubridores; aguerridos héroes y dulces heroínas; artistas, literatos, filósofos, creadores, arquitectos; compositores, músicos, poetas, aventureros, inventores... Personajes muy propios de estas tierras, para nosotros muy lejanas: las tierras donde habían nacido nuestros padres o nuestros abuelos.
Leyendas y misterios, ficciones y encantamientos, romances y embelesos, eran propios de la vieja Europa, no de nuestras pampas párvulas, ingenuas, supuestamente bárbaras.
Un 27 de diciembre abandonamos la más que cálida Buenos Aires rumbo a Madrid, una ciudad que nos recibiría envuelta en nieves, frío, humedad, capotes verde musgo, lluvias e indescifrables, amenazadores por cercanos a la vez que desconocidos, cielos color plomo.
Ni siquiera sabíamos que día estábamos atravesando: presente y futuro tenían la forma del avión que nos acercaba, entre rumores y turbulencias, a un paisaje novedoso y feliz, de paz y esperanza.
Recién comprendimos la importancia de la fecha cuando, poco antes de tocar tierra, la voz con acento español de una azafata nos comunicó que era 28 de diciembre, Día de los Inocentes.

35 años después me pregunto adónde la habremos dejado, si es que la hemos perdido o nos la han robado. 

A la inocencia, digo.

miércoles, diciembre 22, 2010

¡escandalosos enlaces!


Encuentro a don Javier Solís mientras busco un tema del atiplado Rosamel Araya ("...no sé por qué, no sé por qué me enamoré de tí...".
Mexicano el primero, chileno el segundo, ambos fueron exitosos cantantes melódicos de enorme proyección en toda América. Solís murió con treinta y pocos años, dejando documentos tan extraños como este fragmento de una película suya en blanco y negro, con vaqueros que parecen esperar a ese Godot que recién llegaría cuarenta años después, a caballo de Brockeback Mountain, filmada en vibrantes colores y con Heath Ledger y Jake Gyllenhaal como amorosos jinetes.





Por si no me hubiera dado cuenta del escabroso enlace, a un costado de la pantalla, junto a Javier y su escándalo particular, aparecía uno de los protagonistas de la bella, sensible película de Ang Lee (¿por qué el apellido de este chino prodigioso es casi un apócope incruento de angustia?) promocionando otro filme (Love and others drugs) de amores apasionados y sexualidades desbordadas.
Todavía no la he visto, pero allí el personaje de Jake Gyllenhaal se pregunta:
¿Cómo es posible que conociendo tanta gente, una sola persona haya cambiado mi vida para siempre?



LES DESEO A TODOS UNAS FELICES Y AMOROSAS FIESTAS.
¡HASTA UNO DE ESTOS DÍAS!

Ilustra un retrato del director Michael Powell.

viernes, diciembre 17, 2010

Once, que no dos...


Tenía algo más de veinte años y una relación de pocos meses cuando descubrí que el ideal de pareja no era el número dos, sino el once.
La revelación se confirmó el mismo día en que decidí romper con mi "otra mitad" de aquella época, y lo hizo, según mi mágica, pre-psicoanalítica interpretación del mundo, a través de una foto que encontré en la calle, frente mismo a la puerta de la casa que habíamos compartido hasta ese momento con quien yo suponía el gran amor de mi vida.
En la imagen fotográfica, impresa sobre una cartulina cuadrada, se destacaban los dos unos con diáfana claridad: blanco neto, brillante, sobre un fondo verde esperanza que fue después, viviendo, igual al mío.
Por aquel entonces yo probaba por primera vez las mieles amargas del amor romántico conviviendo con alguien que ya había catado ese perverso manjar otras dos veces.
Ese alguien era tan superficial y mentiroso que aseguraba amar con total entrega y para siempre. Me costó comprender que no mentía. Su amor propio era inalterable y podría asegurar sin temor a equivocarme que lo acompañará sin renuncias ni olvidos hasta la mismísima tumba.
No entraré en detalles. A pesar de sus encendidas proclamas pre-matrimoniales, después de un tiempo de convivencia el candidato demostró ser una réplica clonada de cualquier político ambicioso: mentiroso, acomodaticio y desleal, sus promesas se desvanecieron en el aire apenas se sintió con aquello que se había propuesto conseguir, en este caso yo, en sus manos. Mi príncipe de cuento se bajó del caballo para mostrarme que su altura era la misma del equino y su azul un vulgar (d)efecto óptico, más cercano a la miopía que al deslumbramiento. En muy poco tiempo la eternidad prometida se desvaneció en el aire y el personaje de cuento fue mostrándose, a pesar de sus disfraces y ocultamientos, como una persona sin la más mínima credibilidad: corrupta y desleal, absolutamente infiel. Era tan cínica como para mantener sus mentiras en pie aunque la pescaras con tres robustos amantes ocultos en el ropero, tan estúpida como para olvidarse al día siguiente de lo que te había contado el día anterior, tan práctica como para citarte en un lugar lejano, de difícil acceso, y así tener tiempo y espacio libres en los que meterte los cuernos.
Yo era bastante ingenuo y había vivido siempre en una casa grande con familia numerosa. Demasiados caracteres diferentes y muy pocas habitaciones para airearlos con la comodidad necesaria. Quería mi propio rancho; montar un nido de amor dual a mi manera para no tener que compartir la mesa con tantos personajes desnortados que ni siquiera buscaban un autor italiano que les escribiera los diálogos. Mi inocencia era tal por aquellos tiempos que imaginaba la felicidad con las imágenes y el sonido de los anuncios de Coca Cola; escenarios de sueño donde todos eran felices mientras reían al sol tomados de la mano.
Aquella primer pareja "estable" me enseñó, con suficiente dolor y no pocas lágrimas, a discernir con claridad los límites entre las inmaduras fantasías adolescentes y mis auténticas posibilidades; a conocer el margen, habitualmente insalvable, entre mis propios deseos balbuceantes y los también imprecisos deseos ajenos.
Fue así como, después de mi primera experiencia frustrante con el dos, me convencí de que la única posibilidad de acercamiento amoroso, era la de dos individuos que eligen formar una cifra única sin abandonar sus individualidades.

Pero por vaya a saber qué ironías de un destino ajeno a las afirmaciones absolutas o tal vez por culpa de los caprichos del lenguaje, siempre deslizándose hacia terrenos farragosos, poco después me instalaría en España, donde el once es "la Once" y sirve para denominar a la poderosa, archiconocida, Organización Nacional de Ciegos.

Imagen de autor desconocido.

viernes, diciembre 10, 2010

¿Writers?


Durante el último viaje a Madrid pude comprobar -una vez más y con desesperanzada tristeza- que si acercas un instrumento cualquiera a una persona con sensibilidad creativa tienes la posibilidad de encontrarte poco después con una obra de arte, pero si se lo das a un vándalo descerebrado posiblemente se le ocurra destruir lo primero que tenga a mano, ya sea un monumento histórico, un muro recién reparado o el cristal impecable de un escaparate.
Cuando el año pasado estuve por algunos días en Sevilla, me asombró ver el estado en que se encontraban las vidrieras de los locales comerciales del centro de la ciudad.
La cantidad de pintadas, grafitis o raspones simulando firmas sobre los cristales de las tiendas eran tan numerosas, que en algunos locales se hacía realmente complicado ver lo que estaban exhibiendo en sus escaparates.





Lenta, aunque no pausadamente, la moda de agredir cristales ha llegado a todas las ciudades que transito. Los municipios, aparentemente ajenos a estos nada espontáneos destrozos, distraídos o ciegos frente a lo más que evidente, insisten en poner vallas acristaladas en muchos elementos urbanos. Una solución ligera en más de un aspecto y que pareciera funcionar como desafío para las dotes escribientes de los aficionados al writing, una forma bastarda, primaria y especialmente vandálica de acercarse a la escritura.
Descendientes "letrados" de los grafiteros, estos personajes sin oficio ni beneficio gozan dejando su garabateada impronta sobre cualquier superficie impecable, como si de esta manera ganaran un pasaje desde el anonimato a la popularidad, desde su evidente mediocridad cotidiana a esa fama mediática que sólo ellos pueden suponer gloriosa, satisfactoria, menos desgraciada.



Los supongo pobres niñatos de la cada día más devaluada clase media -¿quién si no puede malgastar tiempo y dinero en una labor sin sueldo?-, a los que unos desorientados padres -adictos al orden impuesto por la lejía Conejo, los salva-uñas Vilela y el musculado Señor Limpio- han prohibido escribir sobre las intocables paredes de la casa familiar pero jamás le han enseñado a respetar lo ajeno.
Ahora, ya más creciditos y con la semanada paterna para comprar pinturas, se desquitan de las anteriores prohibiciones estropeando todo aquello que otros se empeñan en conservar de la mejor manera.

No sería extraño que algún día se queden sin cristales y decidan estampar su corrosiva firma sobre nuestras, hasta ese mismo momento, desprevenidas, impávidas caras.

Fotos, Diesel, puertas y cristales por (c)Dante Bertini.

viernes, diciembre 03, 2010

con "El Niño" por Madrid


No lo impactaron demasiado la Castellana ni el Paseo del Prado. Tampoco se le movió un pelo cuando encontramos un "Manolo", exhibido como si fuera una escultura de Rodin, en mitad mismo de la renovada calle Serrano. Había uno solo, eso sí, no vaya a ser cosa que a alguna de las desnutridas rubias que pasean por allí se le ocurriera romper el cristal, trepar sobre ellos y salir corriendo hacia una vida más glamourosa y sexy.
Se sorprendió alegremente con la gorda desnuda de Botero y su espejo minúsculo y disfrutó con la decoración decadente y el chocolate espeso del bar de El Espejo, pero lo vi observar sin inmutarse algunos edificios que suelen producirme una particular felicidad y el trajín variopinto y cosmopolita de la ciudad le recordó al de otras, sudamericanas, que, según me dijo, le resultan molestas, ruidosas, insoportables. Barcelona estaba ganando, sin saberlo, un adepto más.


Entre los restaurantes, elogió entusiasmado un mesón cercano al Museo de la Baronesa Cervera-Thyssen donde le sirvieron un gustoso caldo de cocido, filetes de buey acompañados de tomate y patatas fritas y, como postre, unas natillas que según el extrovertido, charlatán camarero del lugar, harían que jamás nos olvidáramos de él.
"¿Qué son las natillas?", preguntó, y yo de dije que eran como una crema catalana sin azucar quemada encima.
"¿Qué es la crema catalana?"
Había olvidado que lleva poco menos de un mes en España, el muy extranjero, así que recurrí a un lugar común de la cultura nacional argentina:
"¿Conocés la crema pastelera, verdad? Pues es igualita."
Limpio, pequeño, muy concurrido, el restaurante de las natillas inolvidables lucía como decoración navideña un pesebre tradicional montado dentro de la carcasa de un televisor años sesenta, detalle ideal para un rinconcito cualquiera del hogar vintage de la rotunda Alaska y su descarnado, vaquerizo marido.


Podría decirse que AM tiene suerte: no hace demasiadas comparaciones, todo lo que come le gusta y en las cuatro horas que dedicamos al Prado pudo ver lo mejor de Velázquez y el Greco, las dos tablas con el Adán y Eva de Durero recién restaurados, El Jardín de las delicias del Bosco, la bellísima Anunciación de Fra Angélico, algunos Rafaeles, varios Tizianos y los bustos de Adriano y Antinoo como punto final, visualmente estratégico, de una sala oval con otros mármoles de igual o mayor belleza.
Tal cual me pasó a mí en su momento, ni siquiera se detuvo frente a las icónicas, ¿sobrevaloradas? majas de Goya, pero lo vi excitado y feliz con las pinturas negras de la Quinta del Sordo, sobre todo el Saturno devorador e infanticida que alguna vez había visto mal reproducido en un libro de estudio.
Nuestra visita al Prado fue corta. "De médico", hubiera dicho mi madre. Pasábamos de salón en salón tratando de detenernos sólo en aquellas obras que llamaran poderosamente su, nuestra, atención. A las nueve volvíamos a Barcelona y antes de embarcar en el AVE debíamos recoger los pocos trastos viajeros que habíamos dejado guardados en la consigna de la estación de Atocha.
En el mismo momento que abandonábamos el Museo me dijo:
-Siempre pensé que no me interesaba la pintura. Ahora me doy cuenta de que nunca antes había visto pintura que me interesara.
El Niño suele ser así. Le gusta sacar conclusiones y, salvo en aquellos momentos en que se parapeta tras un silencio meditativo, profundo y melancólico, le gusta todavía más compartir esas conclusiones con la gente que aprecia.



Todas las fotos -reflejos, Manolo en serrano, Mickey Madrid, deslumbrado- son de(c)Dante Bertini