Teníamos veintipocos años y vivíamos en una ciudad enorme y aislada que amenazaba con tragarnos despaciosamente, sin alharacas ni bambollas, sin el más mínimo estrépito. No todos éramos hijos de hogares de clase media-media, alejados de forma equidistante de solturas y apremios económicos. Algunos, y este era mi caso, chapoteábamos en una mediocre medianía mediáticamente mimada por censos y estadísticas. No lo hacíamos por auténtica pertenencia sino por pura y devota convicción espiritual, por el desesperado deseo de no caer un peldaño más abajo de aquel, absolutamente ficticio, en el que pretendíamos encontrarnos. Para que nuestra sensación de ingravidez fuera completa, y a pesar de nuestra notable juventud, de nuestra más que evidente inmadurez, se suponía que pertenecíamos a una (otra más) generación perdida. Como inútiles deshechos del mayo francés, perdedores de una lucha que en realidad nos había caído muy lejana, teníamos que mostrarnos desencantados de las militancias familiares, estudiantiles, políticas. Al mismo tiempo se nos incitaba a sospechar de que nuestros eventuales, casi siempre futuros, encuentros eróticos, las más que esporádicas y fantaseadas batallitas sexuales, jamás llegarían a satisfacernos completamente por más empeño que pusiéramos en ello. Al menos nunca tanto como desde la más tierna infancia habíamos esperado que lo harían. Arrastrados por la indomable vorágine de nuestras energías juveniles, las gubias y la carbonilla, el lápiz y el pincel, la terracota o la máquina fotográfica, -herramientas artísticas clásicas tan cuestionadas como las otrora llamadas
Bellas Artes, convertidas por la sacrosanta palabra de la modernidad vanguardista en
Bestias despreciables- tampoco cubrían nuestras presuntas capacidades expresivas, nuestras ansiosas necesidades de comunicación. Tal vez por eso, en el mismo momento en que Osvaldo Rao -un ser bastante extraño, alto, robusto, desgarbado, con barbada presencia de místico rasputiniano- nos invitó a integrarnos en un grupo de investigación teatral, dimos nuestro sí sin preocuparnos por pedir demasiadas explicaciones. Supongo que a muchos se nos había despertado una nueva vocación artística, menos introvertida y posiblemente mucho más rentable.
Nos equivocábamos una vez más. Este teatro negaba cualquier posibilidad de estrellato o enriquecimiento. Sus actores debían ser monjes austeros dispuestos a entregar hasta su última gota de sangre en aras de una imprecisa búsqueda interior, más cercana a la revelación mística que al conocimiento intelectual. Trabajaríamos con temas universales cargados de significados religiosos: la Pasión de Cristo, los siete pecados capitales, el Apocalipsis bíblico y la zoológicamente preservadora Arca de Noé.
Fue toda una experiencia que en poco más de medio año cambió notablemente el curso de mi vida. Del grupo original, unas veinte personas, solamente dos eran profesionales de la escena:
el actor Víctor Laplace y una contundente morena con experiencias en el mundo de la revista de la que ahora no recuerdo el nombre.
Durante varios meses estuvimos acercándonos, conociéndonos, golpeándonos, sufriendo, riendo a carcajadas o llorando a lágrima viva. Finalmente decidimos hacer una función para mostrar nuestro trabajo en el mismo lugar donde nos concentrábamos varias veces por semana para sacar a la luz inhibiciones y fantasmas. Unas setenta personas pudieron ver lo que hacíamos; presenciaron, incómodamente sentados en el suelo, aquella ceremonia que se pretendía purificadora. No hubo aplausos: los habíamos prohibido terminantemente antes de comenzar la función.
Al día siguiente el grupo decidió separarse. Muchos estaban rotos psicológicamente, habían descubierto facetas de su personalidad demasiado inquietantes. Volvíamos a nuestra cotidianeidad arrastrando los restos de una vida anterior desgajada, maltrecha, puesta en discusión hasta sus últimas consecuencias. "El teatro es para los actores", predicaba el polaco Jerzy Grotowski, patriarca, ideólogo, fundador de aquella búsqueda. En aquel momento sus actores estábamos cansados, doloridos, quejosos. Queríamos abandonar esa escena demasiado intensa para refugiarnos en nuestras domésticas cuevas a lamernos solitaria y melancólicamente las heridas.
Durante décadas, hasta hace poco más de un mes, arrumbé estos recuerdos en algún rincón sombrío de mi memoria. Pasa que mañana,
martes 26, comienzan las celebraciones del año Grotowski en Barcelona y, gracias a Anna Caixach, su coordinadora, nos ha tocado realizar todo el trabajo gráfico para este evento en el que se recuerda la figura del creador polaco diez años después de su muerte en Pontedera, Italia.
A veces los senderos se bifurcan para volver a encontrarse sin que podamos desentrañar su caprichoso trazado.
Foto: Grotowski frente al Teatro Polsky. Wroclew, 1966