En Barcelona está haciendo calor... Mucho, mucho, muchísimo calor.
Este "fenómeno" climatológico, bastante natural en épocas veraniegas, hace que todo funcione ostensiblemente peor, desde nuestro humor habitual hasta el habitual (mal)humor de los urbanitas que pasan por nuestro lado.
Bochorno se llama(ba) en España a esta sensación de agobio intolerable. Frente a la duda dejo el pretérito entre paréntesis. No podría asegurar que esta palabra tan redonda, tan obesa y pesada, siga siendo de uso normal en nuestra actualidad más inmediata. Demasiado larga y complicada para la comunicación por SMS.
¡Qué bochorno!, decían algunas señoras bonaerenses algo tradicionales frente a cualquier situación que excediera los límites de lo permitido por las convenciones al uso.
Un vestido, un gesto, una manera de decir, una situación cualquiera, podían causar, según parece, sensaciones parecidas a las que mi cuerpo, y por tanto también mi espíritu (otro vocablo de uso restringido en los últimos tiempos), sintieron durante casi todo el bochornoso y abochornante día de ayer.
Debido a esto, y después de una sesión de yoga especialmente meditativa, opté por copiar en todo lo posible al gato Federico, tirándome panza arriba en cuanta superficie horizontal encontraba en mi camino. Si él soporta el infierno climático en esa relajada actitud, teniendo en cuenta además su insoslayable abrigo de piel tricolor, a mí, bastante menos velludo, ¿no debería resultarme mucho más satisfactorio yacer que estar de pie?
Pues lo he probado y no es así. Sólo logro sentir calor horizontalmente, como un vulgar trozo de carne a la plancha o un huevo estrellado por accidente sobre el tórrido macadam de una carretera.
Intenté olvidarme de estos problemas epidérmicos propios, sumergiéndome, ¡ay, esos azules, transparentes y lejanos mares del sud!, en otros conflictos de carácter meramente multinacional. Una forma rebuscada, algo bochornosa, de decir "púseme, sin tener otro mejor quehacer por delante, a leer algunos periódicos del día".
Díspuesto a caer de una vez para siempre de las estanterías de mi respeto para hacerse añicos contra el duro embaldosado de mi decepción, mister Ford "Only One Face" Coppola, declara en las páginas de un suplemento:
-A pesar de lo que puedan opinar muchos críticos, no me parezco en nada a Orson Welles. Él murió pobre y yo me muevo en mi avión particular.
¿Será que el siempre risueño Orson tenía otra idea del vuelo, mi otrora estimado señor Francis?
Sigo pasando páginas. Como parece corresponder a estos tiempos de liquidación y derribo, gran parte del diario está dedicado a las necrológicas. Ha muerto Baltasar Porcel, discutido escritor mallorquín que,
aprés son décès, se ha convertido en una figura irreemplazable de las letras catalanas. Ya todos sabemos demasiado de la muerte de Michael Jackson -los herederos se ocupan de alimentar con más carroña su ya nutrida leyenda-, de las desapariciones menos mediáticas de Pina Bausch, bailarina y coreógrafa, y Vicente Ferrer, cooperante, y de las aún más oscurecidas de los actores Farrah Fawcet Majors y Karl "narizotas" Malden.
¿No somos nada? Sí, somos algo justo hasta el momento en que dejamos de serlo.
Para ahondar bochornosamente en mi desaforada melancolía, me detengo a leer la nota necrológica de un desconocido que, a pesar de la falta de cartel mediático, merece un buen trozo de página, abajo a la derecha, en medio del extenso obituario "vanguardista".
Cartelista de la Guerra Civil: Vicente Vila (1908-2009), pintor y profesor. Debajo de este titular explicativo, la nota ahondaba un poco más en el curriculum de este hombre que, según el diario, "nunca consiguió ser profeta en su tierra".
Creador de los decorados de la superproducida
55 días en Pekín, bastante tiempo antes, durante la guerra, había diseñado carteles para el bando republicano, destacándose aquel que ponía:
Soldado instrúyete, el analfabetismo ciega el espíritu. Al leerlo pienso: "podría reeditarse con algún cambio más generalizador en relación a los destinatarios", y casi de inmediato, harto de mi irónica negrofilia, decido refrescar la parte tangible de mi alma debajo de la ducha. Después del agua fría, ya más templado, puedo prepararme para una cita nocturna con
Anna Caixach, coordinadora del Año Grotowski en Barcelona. Gracias a ella y a su pareja, el pianista y compositor
Lluis Coloma, bajo por primera vez las escaleras de
Bel-Luna,
un club de jazz frente a cuya puerta he pasado multitud de veces "sin atreverme nunca a entrar". ¡Sorpresa! Es un lugar lleno de detalles, con buena atención, buena comida y muy buena música. Después de un exquisito salmón con salsa de limones y de una ensalada verde con aguacate y mango, me olvido durante hora y media del mundo tratando de seguir con los ojos el movimiento de los dedos vertiginosos de Lluis, empeñados, él y su trío, en dejar suficientemente claro que al menos el boogie-woogie no necesita ninguna necrológica. Rabiosamente vivo, este ritmo vibrante de raíces negras continúa dispuesto a hacernos mover el esqueleto... al menos mientras éste todavía conserve su no tan frágil, aunque siempre sensible encarnadura.