Tal vez porque a pesar de toda su fanfarria visual, de los personajes extravagantes usados como parte maleable del atrezzo, de su aire de circo ambulante y su música pegadiza de provinciano parque de diversiones, los filmes de Fellini suelen moverse en los oscuros, menos espectaculares paisajes del inconsciente, esta película-homenaje no gustará a muchos admiradores del autor de La Strada, Roma y La nave va. Demasiadas estrellas, demasiado despliegue promocional, demasiadas canciones, excesivas plumas.
Cuando realizó una versión muy libre del clásico Satiricón, el exuberante director italiano había sembrado el plató de carteles que ponían "¡No olvides que estás filmando una comedia!". Se negaba a caer una vez más en su habitual manera, entre melancólica y operística, de ver/mostrar el mundo.
Pienso que como él, un segundo antes antes de sacar su entrada, los posibles espectadores de
Nine deberían meterse en la cabeza una idea, básica para poder disfrutar minímamente de las dos horas que dura esta película: "estoy por ver un
musical basado en una obra teatral de éxito, que a su vez está inspirada en un filme histórico, producto de un autor imprescindible".
Egocéntrico, vanidoso, excesivo, según lo describen aquellos que lo conocieron, casi podría asegurar que Fellini hubiera quedado satisfecho, aunque con críticas, burlas y abundancia de resquemores, con esta película tan hollywoodense, rebosante de estrellas oscarizadas y al mismo tiempo duramente castigada por las críticas.
Obra maestra del cine, elucubración desbocada sobre las dudas y temores de un creador que se supone en crisis, fantasmagórico retrato del mundo evanescente de esas
celebrities que no existirían sin la fotografía como soporte archivador de enormes egos y prescindibles pequeñeces púbicas,
Otto e mezzo es tan clásica como
Romeo y Julieta o el
Ulises de Joyce. Cincuenta años después de su aparición, aclamada por los críticos y ninguneada por el gran público, ¿no es más que lógica una revisión del mito?
Es indudable que Rob Marshall no es Federico Fellini ni Bob Fosse, pero tampoco el mundo actual se parece demasiado a aquél que estos, con incisiva pero a la vez preci(o)sa mirada de caricaturistas, se ocuparon de retratar una vez tras otra.
Rendido admirador de ambos, Marshall no se atreve a romper los límites del obsecuente, y por otra parte muy apreciable, respeto a los mayores. Si lo hubiera hecho, si hubiera tenido el talento necesario para hacerlo, posiblemente estaríamos ante otra obra maestra del cine universal o, al menos, ante otro inolvidable musical cinematográfico, bastante más próximo a los de Stanley Donen y Gene Kelly, a Cabaret, Sweet Charity (basado también en un filme de Fellini) Pennies from Heaven o la primera Fama, por nombrar sólo algunos de los que ahora mismo recuerdo. Entonces, se preguntarán muchos de ustedes, si no es importante, genial ni recordable como estas otras películas, ¿vale la pena verla?
Soy un amante de los, las musicales, y todos sabemos que en eso del amor, la ceguera prima. Lo pasé muy bien en mi butaca durante casi todo el metraje (quizás le sobren unos quince o veinte minutos) y estoy convencido que volveré a ver algunas escenas de este filme otras muchas veces. Chicago, también dirigida por Marshall -con unos de los repartos más abominables posibles, en el que quizás sólo brillen Christine (Ally McBeal) Baranski y Queen Latifa-, figura entre las películas de mi no demasiado nutrida cedeteca solamente porque sus números musicales recuerdan, por no decir copian, a los del admirable Bob Fosse.
Ahora, gracias a Nine, recuperé mi antigua estima por el siempre erizado Daniel Day-Lewis -cómodo y creíble en su difícil personificación de Guido-Marcello-Federico- y pude aceptar la profesionalidad de una por lo general sobrevalorada Penélope Cruz, inobjetable aquí en su papel de amante vulgar, menos calculadora y arribista, más inestable y apasionada que en el original de la perversa Sandra Milo.
Memorioso de imágenes, soy consciente de la cotidianeidad doméstica, de la cercanía televisiva de todas estas actrices actuales. Marion Cotillard es preciosa sin rozar siquiera la turbia, enigmática belleza de Anouk Aimée (una sofisticada, grave, nada naive versión de Giullieta Massina en el Otto e mezzo felliniano), y Nicole Kidman, aunque hieratizada por el botox y las cirugías, nunca logrará ser tan helada como la escultórica Anita Eckberg. ¿Por qué no se le habrá regalado este papel a alguna de esas diosas redondeadas de las actuales pasarelas de Victoria's Secret? También allí las hay australianas, por si esta producción exigía un reparto tan cosmopolita, o globalizado, como los habituales de Fellini, donde solían mezclarse actores, y sobre todo actrices, provenientes de distintos lugares del planeta.
Película con abundantes estrellas femeninas, Kate Hudson -casi un clon modelo 2000 de su mamá, Goldie Hawn- aprovecha esta ocasión al límite, mientras la para mí
desconocida Fergie recrea una Sarracena sin obesidades ni extravíos, más acorde con la era del gym, las dietas y el consumo habitual de píldoras psicoestabilizadoras. Entre las más veteranas, Sofía Loren luce su fama de mito inalcanzable, de esfinge imponente algo demolida por las arenas del tiempo, mientras la inglesa Judi Dench pasea con altiva gallardía una peluca infame que la acerca peligrosamente a otra diseñadora de cine:
Edna Mode, de Los increíbles.
Si todo esto les parece poco, es mejor que gasten su dinero con La cinta blanca o Up in the Air, dos películas serias, sin bailes ni canciones, o se pongan gafas de la tercera dimensión y vayan a ver el Avatar de James Cameron, con su abuso de elfos verdes y efectos espAciales.
Es que estoy pasando un momento de agudizada sensibilidad y prefiero no hacerme responsable de quejas ni reclamaciones.
Un detalle al margen, de puro egotismo. Cada vez que en la pantalla nombraban al productor de Guido Contini, un tal Dante (Ricky Tognazzi, hijo del inolvidable Ugo), me daban ganas de levantar la mano.
Igual que en el colegio, vamos.
ilustran: Sandra Milo y Marcello Mastroianni en una escena de Ocho y medio; Day-Lewis y Kate Hudson en Nine; retrato de Anouk Aimée por William Klein (1961) y Sandra Milo en la fimación de Ocho y medio, con Fellini a la cámara.