Doblaba la esquina de mi casa con el corazón en un puño y la respiración contenida, los deseos convertidos en un único miedo, mis pobres culpas inocentes transformadas en invocaciones mántricas que pretendían detener lo que al mismo tiempo suponía inexorable.
Imaginaba mi calle bloqueada por un puñado de ambulancias de color blanco fantasmal, grafiteadas con siglas incomprensibles y enormes cruces de colores; atravesada en todo su ancho de avenida importante -nada menos que la más larga del mundo, Rivadavia- por sangrantes camiones repletos de bomberos; atestada de curiosos que, sudando, enrojecidos por el esfuerzo, estiraban el cuello para traspasar los cordones policiales que les impedían el paso.
Se había convertido en una obsesión que no podía quitar de mi cabeza. Mientras volvía del colegio de curas para almorzar junto a mis padres, un segundo antes de doblar la esquina desde donde podía ver mi casa, imaginaba que nada más hacerlo algún vecino correría hacia mí con cara compungida, dispuesto a consolarme con abrazos de amigo al mismo tiempo que me comunicaba la brutal noticia. Mientras tanto su mujer, uniéndose a otras tan solidarias como ella, todas con actitudes igualmente graves, formarían un apretado coro de lloronas, torciendo la cabeza en señal de duelo frente a los restos humeantes de lo que había sido mi casa.
Solitario oficiante de un secreto ritual íntimo que repetía semana tras semana, de lunes a viernes y poco después del mediodía, todavía no me era dado comprender el porqué de aquellas catastróficas fantasías.
Yo pensaba que eran premonitorias, sin embargo la realidad nunca confirmó aquellos temores recurrentes y aungustiosos. Jamás lo siniestro se presentó en forma de incendio, derrumbe o terremoto. La sangre no corrió por las altas escaleras que comunicaban mi casa con la calle ni las llamas devoraron la falsa boiserie del salón donde imperaba, como un trono candente que nadie se atrevía a ocupar, la chimenea de mármol jaspeado, jamás encendida. Mi madre no pereció en una explosión de gas ni fue encontrada nunca bajo los escombros de aquella cocina estrecha con paredes de azulejos color verde nilo que tanto frecuentaba.
Todo lo deshizo el tiempo con su ritmo impasible. Segundo a segundo, sin necesidad de estruendos ni gritos; sin alarmas, sirenas, imprecaciones ruidosas o extravagantes alharacas. Sin descanso ni piedad.
Terca y silenciosamente, como acostumbra hacerlo.
Ilustra foto de Francesca Woodman
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Between the connections we build with others, and the physical locations
that ground us, Berlin choral ...
Hace 1 día