Una imagen oblicua y fragmentada gira delante de mis ojos desde hace dos noches. Podría haber escrito: una imagen me mira sin que yo pueda hacer nada para evitarlo. Sería igualmente válido. El viernes, sin haberlo previsto anticipadamente, acabé en un cine donde proyectaban una película sin especiales atractivos para mí. (Dos veces "sin" suena a pecado, a reiteración injustificada, a una cárcel donde cumplir penas lingüísticas. Hace calor, mucho calor. No es tiempo para escrituras refinadas.)
"Es una historia de chinos en San Francisco", había dicho Vanessa por teléfono, tratando de agregar interés a un programa algo desvencijado. "Mi amiga Martina dice que está muy bien". De inmediato pensé, y por este mismísimo orden, en situaciones alargadas, lentas y bastante aburridas con el fondo de una ciudad que me gusta especialmente; también en un encuentro agradable con Vanessa e Isabel y en una larga, distendida charla, en cualquier local bien refrigerado. El pequeño objeto "a" esperaba una respuesta. Lancé alguna tontería sobre su creciente especialización en productos de origen chino-lacanianos y después agregué: "Sí, iremos".
La calle era un infiernillo. Y estoy usando la palabra exacta, esa que da nombre a un aparato eléctrico productor de calor; lo más parecido a una pequeña cocina portátil. Es que puedo imaginarme todos esos infiernos de opereta o sacristía, con cuerpos desnudos retorciéndose entre las llamas y aullidos de dolor superponiéndose a las plegarias, ruegos e imprecaciones de los condenados. Por el contrario, la calle estaba casi desierta, casi silenciosa. Supuse a los barceloneses escondidos en herméticos apartamentos con aire acondicionado, aferrados a cualquier entretenimiento que los distrajera siquiera unas horas de tanto bochorno continuado.
Pringados, sudorosos, llegamos al cine. No voy a detenerme demasiado en el encuentro con las amigas. Hablamos de calor, de libros, de políticos ignorantes, de árboles arrancados y de ciudades bonitas, todas ellas lejanas.
Última función de la noche. Seríamos poco más de veinte espectadores; vimos el final solamente unos catorce. La princesa de Nebraska es una película alejada de toda pretensión comercial. En ella, un puñado de personajes nada simpáticos gastan las horas de un día cualquiera preguntándose por el futuro de sus vidas sin obtener la más mínima respuesta. El director es el chino-estadounidense Wayne Wang, tan versátil como para atesorar en su currículum Smoke y Sucedió en Manhattan. En la primera el guionista era Paul Auster; en la segunda, un cuento de hadas neoyorquino, dirigió a la latinísima Jennifer López y al siempre atildado Ralph Fiennes. A pesar de su título, en La princesa de Nebraska no hay hadas, princesas ni guionistas prestigiosos, sólo primerísimos planos que parecen rodados con cámara en mano. Una cámara inquieta y desprejuiciada, capaz de encontrar similar interés a un par de zapatos de color indefinible, a una uña quebrada y rebelde o a la mirada agresivamente evasiva de una muchacha china que ha decidido desprenderse de un embarazo de tres meses porque el padre, un joven cantante bisexual de la Ópera de Pekín, no quiere saber nada del futuro hijo. Esa misma tarde y por casualidad, había visto por primera vez un trozo de India Song, una de las películas dirigidas por la escritora francesa Marguerite Duras. Sabía de ella por mi amigo Carlos D'Alessio, autor de la música; para mí, lo mejor del invento. Viene a cuento, porque tanto ésta como la película de Wayne Wang intentan romper con los cánones cinematográficos clásicos. La de la Duras, olvidándose del cine como un arte visual con lenguaje propio; logrando que la puesta en escena sea poco más que una ilustración pedante, superficial, falsamente sofisticada de unos textos de por sí pretenciosos. La de Wayne Wang, de profunda concepción cinematográfica, intentando desprenderse lo máximo posible de toda apoyatura ajena a la narración en imágenes. India Song pretendió ser en su momento una película de culto. Desde su aparente humildad, La princesa de Nebraska pretende algo parecido. ¿Existe esa posibilidad con los tiempos que corren, epidérmicos y consumistas? Entre una y otra han transcurrido más de tres décadas y las aguas que pasaron bajo los puentes han arrastrado hasta los mismos puentes.
ilustra : imagen del filme de Wayne Wang
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Between the connections we build with others, and the physical locations
that ground us, Berlin choral ...
Hace 1 día