Woody Allen no tiene más vergüenza. O quizás sería más preciso decir que a esta altura de su vida el brillante intelectual neoyorquino ya ha perdido todos los pudores.
Decenas de años cumplidos, un sinfín de experiencias, una enorme cantidad de películas realizadas y la compañía constante de Mia Farrow con todos sus hijos adoptivos durante una larga temporada de su vida, parecen haberlo inmunizado contra la siempre castradora, estéril, inoperante autocensura creativa. Lo digo porque pocos se atreverían a sacar adelante una idea tan ingenua, tan de primerizo como esta: "el sueño del pibe", que dirían los porteños, la fantasía de un chaval, como podríamos traducirla aquí para los no-porteños que me lean.
Midnight in Paris, su última invención, es, además de esto, un descarado homenaje a la ciudad y la cultura francesas y una leve, ligera elucubración sobre el paso del tiempo y sus avatares. Como si no quisiera dejar duda alguna sobre los porqués de su fascinación con la Ciudad Luz, la película comienza con un repertorio de postales vivas de los lugares más bellos de la capital francesa; algunos nada más, porque a esta vieja dama indigna, oronda depositaria de gran parte de la historia cultural de los últimos siglos, le sobran rincones deliciosos, paisajes impactantes y monumentos espectaculares.
Quizás el carisma de Woody Allen se deba a su cercanía sentimental, a que somos muchos los que pensamos, sentimos, deseamos como él.
En un buen día de ambos, y con más de un esfuerzo lingüístico, podríamos pasearnos juntos por esos paisajes urbanos que él fotografía tan bien; rememorando historias pasadas, asombrándonos de las bellezas presentes, imaginando el impredecible, aunque para nosotros fatalmente acotado, futuro.
¿Hay algo más que tiempo, acaso? ¿Todo lo demás no es sueño, ilusión, delirio fantasioso?
"Es que ustedes son surrealistas y yo soy una persona normal", dice con cara alelada el protagonista de Medianoche en París a las reencarnaciones de Buñuel, Dalí y Man Ray en la escena en que estos intentan ayudarlo con extravagantes consejos sobre el amor y sus desvelos, usando frases absurdas, incomprensibles, extraídas de la siempre esotérica poética Dadá.
Pero, ¿se puede considerar normal a este guionista estadounidense de mediado éxito decidido a devenir literato de culto en la deslumbradora París? Posiblemente sean mucho más normales su rubia futura esposa y los encorsetados padres de esta, empeñados en llevarse la ciudad - o al menos gran parte de sus iconos- en varias bolsas caras de boutiques de lujo.
Mientras transita el presente de una Ciudad Luz conservadora de sus antiguos fastos, acompañado de una cámara piadosa que evita mostrar los dolorosos, quizás necesarios, deterioros de tanta última mediocridad globalizada, el autor de la película se pregunta:
¿Todo tiempo pasado fue mejor?,
dispuesto a encontrar una respuesta válida a sus inquietudes en las andanzas de ese otro autor desconocido que sin ninguna duda lo representa.
Más joven sí, mucho, más alto y quizás también más guapo, ¿pero no se trata de hacer realidad esas fantasías que también son nuestras? Para lograr el encantamiento, Woody Allen nos envuelve además en músicas de Django Reinhardt, Josephine Baker o Cole Porter y, a medida que el filme avanza, nos da, y se da, supongo, variadas respuestas, todas ellas tan válidas como contradictorias.
Es que antes del húmedo final con puente y medianoche, el rubio guionista estadounidense enamorado de la bohemia parisina ha visitado la casa de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, ha flirteado con una joven amante de Picasso y ha compartido charlas, charleston y saraos con los eternamente alcoholizados Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald.
Fábula con moraleja, parábola con final feliz, Woody Allen parece aceptar para si mismo lo que la Stein aconseja al escritor protagonista de su película -debería iluminar sus textos, aligerarlos: la gente necesita distraerse- y ofrece al público su visión más ligera y conciliadora de la vida, muy alejada de la sordidez pesimista de Match Point o Delitos y faltas, dos obras maestras.