El pasado lunes, a las tres en punto de la tarde, estaba citado en la cafetería del Instituto del Teatro.
Anna Caixac, organizadora del Año Jerzy Grotowski en Barcelona, cerraba una hora después los actos de homenaje al investigador teatral polaco con una mesa redonda en la que interveníamos Jordi Coca, Pere Planella, Enric Majó, Inés Castell-Branco y este Cacho de Pan memorioso y hablador.
Salvo la portuguesa Inés Castell-Branco, editora de la traducción catalana de los pocos textos existentes de Grotowski, y el que esto escribe,
autor de la imagen gráfica del evento conmemorativo, todos los participantes eran reconocida gente de teatro. Yo, siempre algo outsider, había sido invitado en mi condición de ex componente de un grupo grotowskiano porteño, de corta aunque contundente vida durante los lejanísimos y revulsivos años sesenta.
No llevaba nada preparado. Ni siquiera había rebuscado demasiado en mi memoria, temeroso de perder una espontaneidad que pretendía resguardar lo máximo posible. Estaba convencido de que aquello era lo único que tenía algún valor como aportación propia a tantas experiencias teatrales de largo y exitoso recorrido.
La mesa redonda se haría en una pequeña sala ubicada en el segundo subsuelo del Instituto. Siendo el teatro de Grotowski marginal, underground, subterráneo, aquel lugar algo escondido entre salas de ensayo y talleres de escenografía y vestuario, parecía de lo más adecuado. Bautizado como sala Scanner, un instrumento más cercano a la gráfica que al teatro, el espacio está totalmente tapizado en negro. Nombre y color, dos detalles accesorios, me resultaron tan familiares como tranquilizadores. Nos ubicamos en el escenario a ras de suelo, detrás de dos largas mesas unidas por un mantel también negro e iluminadas por potentes focos teatrales. Delante de nosotros, una gradería con una decena de filas de butacas componen un aforo cercano a las ciento cincuenta personas. El espacio se llenó a medias con hombres y mujeres de diferentes edades. Un verdadero éxito, teniendo en cuenta la hora tan intempestiva y la falta casi absoluta de promoción del evento.
Anna Caixac, sonrisa cálida, voz potente, espalda recta, cabeza siempre erguida, daba paso a nuestras intervenciones. Mientras los demás hablaban de sus experiencias como espectadores o estudiosos de Grotowski, yo, sin proponérmelo, empecé a recordar hechos muy concretos y diversos personajes de aquella, la única experiencia "actoral" de mi vida. Algunos rostros, muy pocos nombres y distintas situaciones aparecían desordenadamente, acompañados por involuntarios epígrafes referentes a nuestro entorno en aquellos años.
El dinero era escaso, tirando a inexistente. No teníamos ordenador, cámaras digitales ni teléfonos móviles. Haber pensado en cualquiera de estas cosas, hoy tan cotidianas, nos hubiera parecido pura psicodelia de ciencia ficción. Una cosa era apasionarse por Bradbury, Olaf Stapledon, Theodore Sturgeon o Richard Matheson y otra muy distinta pensar en la posibilidad de comunicarse casi telepáticamente, sin cables ni enchufes por medio.
Vivíamos bajo una de las habituales dictaduras militares, encabezada en esta ocasión por un general, Juan Carlos Onganía, que tapaba su labio leporino con un bigote a lo Emiliano Zapata. A pesar del
Estado de Sitio permanente, los cines estrenaban películas de la nouvelle vague francesa, del new cinema inglés, de Fellini, Antonioni, Monicelli, Francesco Rosi y todo ese potente cine italiano al que los críticos, faltos de un adjetivo mejor, también denominaban nuevo. Mis amigos y yo esperábamos cada filme de Ingmar Bergman, Hitchcock o Visconti con ansia voraz, y hablábamos de Kurosawa, Mankiewicz, Satyajit Ray, Ichikawa, Kawalerowicz, Wajda o Elia Kazan como si hubiéramos desayunado con ellos el día anterior.
Los teatros llamados "independientes" estrenaban dramas de Arnold Wesker, Tennessee Williams, John Osborne, Harold Pinter y Jean Genet y el Instituto DiTella cedía su moderno y tecnificado espacio para que Marilú Marini, el Grupo Lobo o el TSE de Rodríguez Arias pusieran en escena extremados experimentos teatrales. Un arquitecto cordobés apellidado Bonino deliraba y hacía delirar al público con un idioma propio, Nacha Guevara cantaba las canciones de Brel y Boris Vian traducidas al castellano de los argentinos, Piazzolla ponía música a los poemas de Borges y el siempre tradicional Teatro Colón abría sus puertas
al joven y talentoso coreógrafo Oscar Aráiz, posteriormente director del Ballet du Grand Theatre de Ginebra desde 1980 a 1988.
Para su exitoso espectáculo
Crash, yo me estrenaría diseñando una serie de trajes complicadísimos: incluían centenares de pelotas de ping-pong pintadas a mano que, en medio de un desenfrenado charleston, volaban peligrosamente sobre el público.
Todo nos parecía poco. Desde el Mundo, siempre tan lejano, llegaban los ecos psicodélicamente rupestres del Flower Power entremezclándose con los ritmos glamourosos del Swinging London y el creciente ruido de rotas cadenas del muy próximo Mayo del 68. Nosotros, ingenuos jovencitos de un país perteneciente al batallón de los subdesarrollados, creíamos que en los Países Civilizados de Verdad todos llevaban flores en el pelo, considerablemente largo, y vestían cortísimas minifaldas de Mary Quant, cuando en realidad Carnaby Street era poco más que una corta calle comercial y los Beatles cuatro, sólo cuatro, muchachos de Liverpool con mucho talento y mil oportunidades.
El pasado lunes por la tarde, acicateado por la pregunta de un incisivo director de teatro ruso, ahora profesor del instituto barcelonés donde nos hallábamos, terminé contando todo esto que ahora escribo aquí. Trataba de explicar por qué razón, no siendo ni pretendiendo ser actor, me había metido en un grupo de teatro experimental liderado por un místico polaco que proponía hacer de cada intérprete un santo y de cada puesta en escena una ceremonia ritual única.
Todavía no lo sé con certeza, aunque supongo que en aquel tiempo de ilusionados, iluminados y profetas, yo también pretendía cambiar el mundo.
¿Y qué tendrá que ver un boxeador con todo esto? Esta misma semana, para mí muy teatrera, fui a ver
Urtain, la obra de teatro del grupo madrileño
Animalario. Un elenco de actores entregados no logra despegar del ring un texto que suena a biografía ilustrada. Demasiado humo y poca carne. A pesar de ello, algunos aciertos de montaje logran transmitir en varias escenas la mal llamada magia del teatro. No hay truco alguno en un buen espectáculo. Solamente el trabajo consciente y bien intencionado de un grupo de artistas con talento.
Ilustran: fotos promocionales del boxeador vasco Urtain y de la actriz y bailarina argentina Marilú Marini.