A veces me pregunto si todo sucedió en los años ochenta o si acaso la memoria se instala por un tiempo en una época precisa para así poder desmenuzar su médula, catar mejor, más profundamente, su particular esencia.
En aquella década yo viajaba más que ahora, tal vez porque viajar no era un suplicio parecido al de los nazarenos cargando la cruz, con sus diversas paradas humillantes, sus variados escarnios y flagelaciones. Puedo soportar el paso por una máquina que radiografía mis pertenencias; sacarme los zapatos me resulta excesivo. Desde un viaje a Los Angeles en un airbus de la Virgin, comprimido entre el asiento delantero y el trasero y flanqueado por dos ancianos australianos excedidos de peso, he dejado de sentir que viajo por propia decisión para empezar a verme como un evacuado más de vaya a saber qué catástrofe que nadie ha tenido la delicadeza de anunciar. Y no es porque sea muy amante de lugares exóticos o rincones inexplorados. Prefiero caminar por las ciudades, donde el infortunio de perderse se puede solucionar de forma inmediata si tienes dinero suficiente para pagarte un taxi.
Siguiendo los ¿objetuales?, desinteresados consejos de Vanessa Núñez, compré el primer número español de Vanity Fair. Si pensamos que Condé Nast lanzó la archiconocida revista estadounidense en el año 1913, tal vez nos suene algo rancia esta supuesta novedad editorial, lanzada, eso sí, con el despliegue que su espléndida trayectoria internacional merece. A mí me costó bastante invertir tres euros y medio en ella, tal vez porque la algo cacofónica reina Rania de la portada se parece demasiado a Silvia Jato, la añorada ex presentadora de Pasapalabra, el único programa televisivo de entretenimientos que frecuentaba con cierta asiduidad y al que veo convertirse día tras día en un programa más de famoseo, zafiamente sazonado con una buena cantidad de chistes groseros.
¿Por dónde iba? Creo que me he perdido.
¡Ey, taxi! ¿Podría devolverme al punto de partida?
Muchas gracias. Puede quedarse con el vuelto... o la vuelta, si le gusta más oírlo en femenino.
Estamos nuevamente en los años ochenta. París todavía era una fiesta, aunque aquel largo invierno tuvo mañanas soleadas de quince grados bajo cero. Vivíamos en la rue du Bac, enfrente de lo que había sido el domicilio de Jacques Lacan, rodeados de galerías de arte extremadamente posmoderno y anticuarios especializados en delicadezas no menos extremas. No había ido a París con la intención de encerrarme en un apartamento a escuchar melancólicas gymnopédies de Satie o marejadas impresionistas de Claude Debussy, así que salía a flanear bien pertrechado -jerseys, abrigo de piel vuelta, bufandas, guantes, botas y gruesas gorras de lana caladas hasta las orejas- para volver una hora después a meterme de cabeza en un baño de agua caliente, temiendo que tal vez ni siquiera así recuperaría la movilidad de mis extremidades, absolutamente insensibilizadas por el frío. A la vuelta mismo de nuestra casa, sobre la rue de Verneuil, estaba la del actor, compositor y cantante Serge Gainsbourg, que por aquellos días había causado un, otro más, pequeño escándalo, apareciendo travestido en la cubierta de su nuevo disco. Nunca lo vimos -tampoco estaba el clima para quedarse esperando en la calle a que saliera- pero una noche que volvíamos de trajinar nuestros cuerpos por brumosos bares de moda, encontramos, como apoyada en la puerta de la mancebía, una exquisita silla tijera de tubo de acero inoxidable en impecable estado. Como habíamos ido a París con nuestro Renault cuatro color verde musgo, el más viajero de los tres o cuatro coches que tuvimos, el primero y hasta ahora único de primera mano, decidimos meter la silla en el maletero para traérnosla a España cuando decidiéramos volver. Sólida y brillante, de cuidada terminación y sobrio diseño, la silla de Gainsbourg vivió con nosotros hasta que abandonamos Ibiza para instalarnos en Barcelona. El pequeño ático ibicenco de la calle San Carlos, en la amurallada Dalt Vila, fue saqueado sin la más mínima piedad durante uno de nuestros desplazamientos y la silla se convirtió en parte de un botín de objetos que recuerdo hasta hoy con nostálgico cariño. Ayer, gracias (?) al bien nutrido Vanity Fair español, he vuelto a ver el antaño impecable frente de la casa de los Gainsbourg cubierto de grafitis sin ningún arte más notable que el del vandalismo puro y duro.Charlotte, hija de Jane Birkin y Serge, parece preocuparse mucho más por la moral, siempre en entredicho, de sus famosos padres. "Ni papá era un drogadicto ni mamá era una puta", asegura, echando por tierra toda la labor de sus padres a favor de una sociedad menos hipócrita. No siempre el tiempo pone las cosas en su sitio; a veces las descoloca definitivamente. A la desaparecida silla de Gainsbourg la reencontramos muchos años después prestando servicio en casa de una conocida a la que alguna vez habíamos llamado amiga. La dejamos allí sin decir nada. Ya no tenía el mismo brillo.
Posdata : el jueves, en Almazen, calle Guifré, Nº 9, del Raval de Barcelona
(Tel. 93 4426215 – 93443 8486)
[image: Sound & Vision: Home]Sound & Vision: Home
Between the connections we build with others, and the physical locations
that ground us, Berlin choral ...
Hace 1 día