viernes, febrero 26, 2010

Benjamin Biolay, le superbe!

Recibo un email desde Francia. Llegó ayer, y supongo que ha sido enviado por los productores de este hombre joven con cara de lobezno, amante de los tonos oscuros, las ruinas de una historia reciente, los fotogénicos techos parisinos y, más que nada y sobre todo, de las historias románticas envueltas en melodías hipnóticas. Compositor y cantante, Benjamin Biolay aparece por segunda o tercera vez en este espacio. Cuando años atrás supe de su existencia, me llamó la atención ese nombre que para mí -e insisto a pesar de la oposición de algunos amigos franceses que se niegan a aceptar esta lectura- refiere, con un ligero, casi imperceptible matiz en su pronunciación, a jovencitos violentados sexualmente, aunque no me asombró menos la apropiación de esa sigla, BB, que parecía de propiedad absoluta de la gran, inolvidable Bardot, la actual Santa Brigitte de los Animales. Ahora él como compositor y cantante, su último álbum y este tema que le da nombre, están entre los favoritos de los premios Victoires de la Musique que se entregarán el 6 de marzo próximo. En el email se pide apoyo a esta candidatura, y como creo que se lo merece, les dejo su precioso video junto a mis deseos de un ¡superbe fin de semana!.

miércoles, febrero 24, 2010

LoS TiLoS De BaLMeS


Durante el tiempo que escribí una columna semanal en el diario El Mundo, cada martes de todo un año, siempre tenía presente en mi cabeza como un mantra pragmático lo que me había pedido, en el momento de ofrecerme el trabajo, el ya desaparecido Xavier Domingo, gastrónomo, periodista, escritor y responsable de aquel espacio. Nunca llegamos a conocernos personalmente. Todo el trato se hizo por teléfono y no hubo demasiadas explicaciones en cuanto a mi cometido allí, salvo la cantidad que me pagarían y: "debes escribir tanta cantidad de líneas, no pasarte de tantos caracteres y envíarnos el texto por fax la mañana antes de su publicación". Dije "bien, entendido" y un segundo después pregunté con una ingenuidad que supongo característica de cualquier recién llegado al circo mediático: "¿Qué se espera de mí?". Mi interlocutor teléfonico, amable y lacónico a partes iguales, respondió: "nada en especial, aunque si resulta escandaloso es mucho mejor".
Pasado un tiempo entendí mejor lo que en un primer momento me había parecido casi una proposición obscena: si quieres que alguien, aunque sea una sola persona, te lea, tienes que llamar de cualquier manera su atención. Frente a semejante desafío me sentí vencido de antemano. Se suponía que yo, un tipo que había llamado al sexo por varios de sus nombres más impúdicos en dos novelas de específico contenido erótico, sabría muy bien de qué iba el escándalo. No era en absoluto así. Soy un tímido recuperado de su adicción al ostracismo y apenas el bullicio me roza me convierto en estatua de sal o, más sencillamente, en una vulgar cacerolita. No pretendan entender esto último: es parte de una anécdota que contaré otro día.
Luchando contra aquel mantra que amenazaba con paralizarme cada lunes por la mañana, durante medio centenar de semanas escribí otra tantas columnas que hablaban de casos y cosas ciudadanas y alguna vez hasta me quejé de la fealdad de Balmes, la calle que cruza la de la esquina más cercana al piso donde vivo.
Ahora, después de varios meses de ruido, volátil polvo de cemento tiñendo nuestra ropas recién lavadas y todo otro tipo de complicaciones exasperantes, gracias al plan que lleva como nombre la E mayúscula de España tenemos una Balmes que parece nueva, con aceras más amplias salpicadas de tilos jóvenes y unas paradas con resguardo para aquellos que esperan autobuses.
Como todo no ha de ser críticas, agradezco que mis quejas del año 1996 hayan sido al fin escuchadas.
Catorce años son menos que veinte, y veinte, ¡quién no lo sabe a esta altura!, son nada.

El post anterior sobre mi presentación en un lugar llamado Nostromo era provisorio y no esperaba comentarios. Como los ha tenido y no puedo dejarlos en el aire, allí queda, como rastro de un evento plagado de dificultades que ha llegado a buen puerto por la presencia de un puñado de bloggers cariñosos que han querido asistir a él desafiando al partido diario del Barça, a mil otros eventos culturales con invitados de tanto renombre como Carmen Riera, y a las huestes obreras, magras en realidad, convocadas a movilizarse por los sindicatos.
Creo que, como lo hacía yo con mis columnas, los organizadores de estos actos se han equivocado de forma radical con las consignas desplegadas.
La gente trabajadora no teme a la jubilación sino al desempleo.

La imagen algo escandalosa (sigo los consejos de Dalí y Xavier Domingo para atraer lectores) es del descomunal fotógrafo australiano de origen alemán Helmut Newton.
Y ahora, fuera de bromas, había puesto una de tilos en la avenida Tolosa de Donosti, pero tuve problemas con el servidor y, en pleno ataque de paranoia, la cambié por esta.

martes, febrero 23, 2010

lunes, febrero 22, 2010

susurros, gritos, susurros


Cincuenta años, medio siglo.
Una buena cantidad de tiempo para una vida humana, realmente poco, casi nada, para la historia del planeta.
En este año, durante el último mes en realidad, han cumplido cincuenta años años los gritos de Janet Leight en la impoluta bañera del espigado y nervioso Norman Bates.
Motel, ducha, sombra, cuchillo, sangre y como resultado Psicosis. Una película inmensa, sobre todo durante su primera mitad, cuando Alfred Hitchcock decide inaugurar la modernidad en el cine. Lo había intentado antes con un experimento que basculaba entre el teatro clásico y la recién aparecida televisión: The rope, pero aquel tour de force auto-impuesto -largas escenas rodadas sin corte ni montaje alguno- sólo había demostrado que el nuevo medio no podría con él.  Psicosis debía ratificarlo en ese lugar de privilegio dentro de la modernidad que la aparición de la nouvelle vague francesa parecía poner en duda.



Otros cincuenta años, el mismo medio siglo.
La edad de la bella cantante nigeriano-británica Sade.
Críticos y periodistas suponían que su retirada del mundo de la música sería definitiva.
Afortunadamente se equivocaban.
Para que todos aquellos gourmets, y gourmands, de su música susurrante podamos festejarlo, ha sacado un nuevo disco.
Se llama Soldiers of Love y en él sigue tan fiel a sí misma como muchos deseábamos.

viernes, febrero 19, 2010

diamantes y cenizas


Mientras J. y R. lacanean en el salón de casa, yo intento organizar alguna comida rápida para cuando decidan acabar con sus topologías psicológicas. Compro una docena de empanadas argentinas en el Delicatessen de Plaza Letamendi y pierdo algún tiempo más mirando serigrafías numeradas de Saura, Tápies y Alechinsky en la galería de arte Barcelona, a unos pasos del pequeño local de productos argentinos. La tarde está lluviosa, nada fría, tranquila, y yo, sin paraguas pero con gorra de visera, me pregunto si alguna vez, cuando era un pibe porteño que flaneaba por aquella ciudad lejana que nunca dormía, me habré imaginado en esta situación de primer mundo europeo, donde se mezclan las comidas que alguna vez fueron típicas con la obra de artistas que rara vez estaban  al alcance de nuestros ojos.
Soy el único que se pasea por la galería. Detrás de un alto mostrador presidido por un jarrón de cristal con liliums blancos, dos mujeres de unos cuarenta años, una rubia, la otra morena, clavan su mirada en los ordenadores que tienen delante.
Pregunto el precio de la, según me dicen, última obra gráfica de Antonio Saura: un entrecruzamiento de sus habituales líneas sueltas, siempre hábilmente sostenidas por una lacónica y austera contención castellana, con el aflamencado ritmo de los faralaes sureños.
Como era previsible, el dinero que llevo en los bolsillos no me alcanza ni para comprar el marco.
Balmes sigue en obras. Tendremos aceras más anchas con jóvenes tilos y bancos de madera. También paradas de autobús protegidas de las inclemencias del tiempo. Las dos que han puesto hace escasas tres semanas, lucen ya sobre sus cristales los estúpidos grafismos de algún  vándalo poco imaginativo con pretensiones de inmortalidad. Suelen garabatear torpemente con unas pinturas corrosivas que no permiten la recuperación de la superficie sobre las que las depositan, sea esta cristal, mármol o plástico. ¿Un fenómeno actual? No lo creo. Siempre los niños quisieron escribir en las paredes, la única diferencia es que ahora los adultos ya no se atreven a a reprimirlos.
-¿Y si fuera una nueva forma de arte?
-¿Y si quedáramos como paletos?
-¿Y si no nos votaran en las próximas elecciones?
Otros de esos inmaduros, supongo que para economizar pintura, ocupan su tiempo rayando con cualquier objeto afilado todo lo cristalino que encuentran a su paso. Al ritmo que van, en unos años sólo podremos ver lo que ofrecen las tiendas metiéndonos en ellas.
Leía ayer en un diario barcelonés que el ayuntamiento se gastará cuatro millones y medio de euros en repintar una tercera parte de los postes de la ciudad. Han descubierto que la pintura que usaban no era la adecuada para repeler la acción constante de todos los presuntos artistas gestuales espontáneos, esos que prefieren el muro al lienzo, los postes de alumbrado al papel hecho a mano, la destrucción paulatina de los bienes comunes al uso relajado y maduro de medios de expresión menos devastadores.
Vuelvo a casa con las empanadas y un Napoleón de plomo pintado a mano que compré por un euro en un quiosco de revistas. Imagino un ejército de cuatro millones y medio de pequeños napoleones limpiando todo lo que hiciera falta.
Es mejor que prepare la mesa para los lacanianos. Un momento antes de terminar con mi faena, suena el teléfono. El rectangulito confidente del aparato fijo anuncia un llamado desde Argentina. Es la hermana de J. con malas noticias: un pariente cercano muy querido está al borde de la muerte. Médico prestigioso, director de uno de los hospitales más importantes de Buenos Aires, es además y sobre todo un hombre bueno a la manera machadiana. Hace muchos años, en un viaje de cien  kilómetros a la provincia de Buenos Aires, supo ajustarle con sabias y sencillas palabras algunos tornillos bailones al jovencito melancólico que viajaba con él.
Desde la distancia física, al borde mismo de otra que será insalvable, este hombre que ahora soy quisiera darle las gracias por todo lo que aquel joven problematizado que fuí no supo agradecer en su momento.

Fotografía de Philippe Halsman

martes, febrero 16, 2010

las Salvajes Mimosas

A principios de los años noventa del siglo pasado (¡!) decidí abandonar Ibiza para radicarme en la más que cercana ciudad de Barcelona. Después de una década de residencia isleña, los muchos amigos que habían muerto allí estaban pesando demasiado en mi memoria: comenzaba a confundir sus fantasmales presencias con la de algunos recién llegados que repetían, con sus rasgos físicos o simplemente por una forma especial de moverse por la vida, las características personales de aquellos que yo había supuesto irremplazables. Hasta el día de hoy no logro saber si el dolor se acrecentaba por la constatación de este error inocente o por la evidencia de que el inexorable recambio vital sólo nos dolía a los afectivamente implicados.
Me había adjudicado un largo año sabático. Necesitaba ese tiempo para acostumbrarme a vivir en una ciudad que, si bien pequeña y provincial, tenía un ritmo diferente al siempre más aletargado y pasotista de las islas Pitiusas. Partí de Ibiza con el corazón roto. Suponía que allí se quedaba mi auténtica juventud, los años dorados de mi vida.
Durante meses vivimos en un gran piso del Ensanche que habíamos alquilado vacío y en el que no entró la televisión durante casi un año. Las horas se hacían largas: teníamos pocos amigos y, tal cual lo habíamos planeado, ningún trabajo fuera de casa. Un buen día, a raíz de un anuncio en un pet-shop del barrio pidiendo un gato guapo y bondadoso para una gatita en celo, conocí a Hella W, una alemana rubia, simpática y amante de los animales que compartía vivienda con tres gatos y su hija pequeña, tan clara y comunicativa como ella. Una de las primeras veces que visite su apartamento vi que tenía detrás de la puerta un pequeño procesador de textos (no creo que se pudiera llamar a ese rudimentario artefacto ordenador o personal computer) de la marca Amstrad. Pensaba tirarlo, me dijo, entonces yo, que nunca había tenido algo parecido a mano, me lo llevé muy contento a casa.
Fué así, guiado por un modelo de carta comercial insertado en el aparato, que empecé a escribir sin siquiera sospechar que lo estaba haciendo, mi primera novela. A partir de las treinta o cuarenta carillas apareció la necesidad de un título. Era incapaz de ponerle alguno, pero una noche soñé con uno de aquellos amigos ibicencos muertos trayéndome dos pequeñas cajas de zapatos, una en cada mano.
"Son un regalo para tí", me dijo. "Trátalos con cuidado:  los de una caja son salvajes y los de la otra son mimosos". Levanté las dos tapas a un tiempo y dentro de las cajas de cartón encontré dos puñados de pequenísimos gatitos recién nacidos. El juego de palabras fue posterior: me gustaba que aparecieran por allí el aroma y el color de las mimosas, una de mis acacias predilectas.
Siempre me pregunto cómo me atreví a presentar ese primer libro a un premio literario con la enjundia de La sonrisa vertical, sin embargo en aquel momento lo hice sin preguntarme demasiado. Mi novela era abiertamente erótica, y si de alguna escondida manera fantaseaba conque fuera publicada, el único lugar posible era la conocida colección de las tapas color rosa bombón.
Fue una ayuda ganar el primer premio de cien mil pesetas otorgado por un jurado de Palamós al ganador, yo mismo, del concurso para el cartel publicitario de las fiestas carnavalescas del año noventa y dos. Decidí que ese dinero inesperado debía invertirlo en el libro que escribía. Llegaba el verano y con él las vacaciones, pero yo no quería abandonar la escritura de la novela durante todo un mes, ya que conocía mi habitual propensión al abandono inacabado de las cosas. Creo que un dibujo puede soportar, e inclusive ganar, si no intentamos "acabar con él" agregándole trazos;  por el contrario, una novela necesita una conclusión, un final, un remate de algún tipo.
Alquilé un bungalow -así llamaban sus dueños a un chalet de dos plantas con jardín al frente- en una urbanización de Playa de Aro, a escasos trescientos metros de la playa. Como no tenía patente de escritor se hacía necesario cumplimentar los supuestos requisitos producidos por mis fantasías de cinéfilo en torno a esta profesión tan cinematográfica. No fumaba en pipa -en realidad había dejado de fumar absolutamente todo al abandonar Ibiza- y el alcohol no figuraba entre mis debilidades, así que debía construírme un personaje de escritor saludable, con poca resaca y abundancia de sol y playa. A falta de un gran perro lanudo tenía a mis dos gatos, Nicolás y Coquito; a cambio de un descapotable rojo o negro, un viejo Renault 5 color verde musgo. En aquel mes terminé mi novela y al regresar de las vacaciones me acerqué temeroso hasta la antigua sede de Tusquets, desconocida para mí hasta ese momento. Atravesé el pequeño jardín delantero y empujé la puerta de entrada. No temo a los perros, sino hubiera salido corriendo ante la presencia de aquel mastín negro de gran tamaño -si la memoria no me falla se llamaba Pancho- que salió a mi encuentro. Antes de que apareciera Rosa María, la por entonces secretaria administrativa de la editorial, el imponente Pancho y yo ya éramos amigos.
Me olvidé del premio hasta que un día cualquiera, paseando por las Ramblas, vi ramos de mimosas frescas en los puestos de flores. Telefoneé a la editorial y otra vez fue Rosa María la que atendió mi llamado. Me comunicó que de haber sido elegido finalista ya me habrían avisado por teléfono.
"Lo siento mucho", dijo, y cuando iba a colgar me preguntó el nombre de mi novela para poder devolvérmela por correo.
"Salvajes mimosas", contesté yo.
"¡Hombre! ¿Eres tú? ¡No has dejado nada más que un seudónimo! ¿Cómo podíamos encontrarte? Ponte contento: tu novela está entre las finalistas."
Lo demás fue como un sueño que tal vez merezca una segunda parte. Quizás cuando haya pasado este frío, lluvioso, triste y ajeno carnaval que aventó el aluvión de recuerdos hasta quedarse con los más amables, decida contarlo. 

jueves, febrero 11, 2010

amour, amore, love...

Queridos míos: amigos, visitantes-comentaristas, y, como se dice, o se decía, en algunos eventos oficiales, público en general,  por si no se habían percatado,
¡se acerca la festividad de San Valentín y con ella el día de los enamorados!

Las tiendas de ropa interior lo anuncian en sus escaparates, dejando al descubierto, y nunca mejor dicho si nos atenemos al tamaño de las prendas que exhiben, el verdadero cuerpo del amor romántico.
A esta altura de mi vida yo no podría asegurar que "lo único que necesitas es amor". Una casa, algo de dinero, un trabajo que te guste, un móvil con buena cobertura, un ordenador de última generación, también son importantes. Cierto es que si te aman tan apasionadamente, con tanto brío como el que demuestra Luis Miguel en su presentación de Buenos Aires (¿alguien podría decirme si lo que agita el público femenino es realmente lo que yo imagino?), quizás no importe demasiado alguna carencia, pero me parece improbable que este hombracho con cara de niño, a pesar de toda la energía desplegada, pueda prodigarse tanto como para cubrir semejante cantidad de necesidades solitarias.

A pesar de todos los pesares, San Valentín aterrizará el próximo domingo catorce de febrero, de la misma manera que llegan año tras año el mes de Agosto y sus vacaciones, Santa Claus con sus renos, las uvas y sus campanadas y los Reyes de Oriente con sus cada año más míseros regalos.
Así que, para que empiecen a ponerse a tono, dejo a continuación algunos videos musicales cargados de cariño:
1) Canciones que nos hablan de ese sentimiento indefinible, el amor, que, según algunos, mueve al mundo. Supongo que aquellos que lo afirman se refieren en realidad a la pasión. Es la única manera de entender muchas de las atrocidades que suceden en nuestro planeta...
2) Entre estas canciones, hay una especial para los nostálgicos, con un video que, entre otras imágenes enternecedoras por su ingenuidad, muestra, muy al pasar, la belleza casi adolescente de Mick Jagger... (debo confesarlo: él siempre me gustó más que cualquiera de los flequilludos de Liverpool).

3) Para acompañar tanta música, un buen puñado de ¡flores, flores, flores! Dibujadas, virtuales, pero con el aroma inconfundible de los libros del señor Taschen.
4) Mis mejores deseos. Que tengan cerca a alguien que realmente quieran besar... y puedan hacerlo. Que si aún no lo tienen, aparezca precisamente ese santificado día con los labios llenos de besos, todos ellos destinados a vuestros receptivos labios.
Ilustran fotos de David Puel y Thomas Libé, 
de su serie Selfkiss

lunes, febrero 08, 2010

Trámite bancario

El documento era poco claro, como si hubiera sido traducido directamente de alguna lengua extranjera por alguien que no hablaba castellano. Intentó solucionar el supuesto embrollo por teléfono pero nadie contestó a su llamado.
"Estarán tomándose un café en el bar de la esquina", pensó para alimentar su mala leche. Tendría que acercarse al banco, así que iba a aprovechar ese desplazamiento no deseado para quejarse de varias cosas que le molestaban, entre las que la desatención telefónica ocupaba un lugar preferente.
El día estaba desapacible, nublado y lluvioso. Acostumbrado a trabajar desde su casa, Belisario Damián decía preferir el invierno al verano y esto resultaba ser verdad siempre y cuando sus obligaciones no lo obligaran a enfrentarse con la calle.
"El verano es para los ricos", solía decir, "para estar tirado en la cubierta de un yate tomando refrescos de frutas exóticas mientras se mira el horizonte lejano".
Iba a cumplir sesenta años, aunque según le decían todos, su imagen no correspondía a esa edad.
"¿Cincuenta y ocho, quizás?", bromeaba él cada vez que algún conocido reciente hacía un comentario favorable sobre su aspecto juvenil y desenfadado.
Trataba de mirarse al espejo con ojos ajenos, imparciales, como si nunca se hubiera visto antes, aún sabiendo que aquello era tan imposible como pretender ser objetivo con alguien de quien se está muy enamorado.
Aquella mañana estaba suficientemente disgustado con la vida como para que su imagen le interesara menos que el pepino en una ensalada. Las huestes malignas atacaban de nuevo escudándose tras consignas impregnadas de racismo a las que pretendían dar carácter de reivindicación popular. Sabía que en la calle no podría apartar sus ojos de todos aquellos carteles exigiendo una sola bandera, una sola lengua, un solo y único pensamiento. Habían proliferado en los últimos tiempos, y aunque nadie parecía percatarse de ello, las consignas discriminatorias ganaban día a a día más espacio en las charlas callejeras, se transformaban en parte del lenguaje cotidiano de la gente.
Se puso un abrigo, guardó en el bolsillo el documento que le había hecho llegar el banco y se calzó las gafas más oscuras que encontró sobre la mesa donde arrojaba los atrezzos de uso diario. La sucursal bancaria quedaba a unos doscientos metros de su casa, por lo que no podía permitirse invertir en aquel trámite mucho más de diez o quince minutos.
Un rato después había cruzado las dos puertas de seguridad de la entidad bancaria y, con un "buen día" formal por medio, alcanzaba la carta-documento a una empleada joven de mirada hosca y gesto despreciativo. Era evidente que la pobre tipa odiaba estar allí, manipulando un dinero ajeno que, ella suponía, hubiera estado mejor en su bolsillo. En ese momento el hilo musical pasó de una melodía de romance veneciano con violines a una canción dulce y machacona que conocía muy bien:

Sintió que sus pies se despegaban de aquella oficina tan fría como pretensiosa para aterrizar en una pista de baile de otra época. Arrastró los pies siguiendo el ritmo y antes de que pudiera darse cuenta ya estaba moviendo todo el cuerpo como lo hacía treinta años atrás.
"Esta va a creer que estoy loco", se dijo, pensando en la empleada que ni siquiera había levantado la vista de sus papeles, "pero en realidad me da igual: creo que ella está perdida en su melancolía".
De pronto sintió que le tocaban suavemente un hombro. Se giró y allí estaba el señor calvo con gafas de pasta gris oscuro y cara de letal aburrimiento que había entrado poco después que él y esperaba sentado en una incómoda butaca de plástico azul a que llegara su turno.
Había dejado maletín y abrigo sobre el asiento y, con temerosa timidez en la mirada pero absoluta convicción en la voz, le preguntaba:
"¿Bailamos?"


ilustra : retrato de Mikhail Barishnikov por Mark Seliger

sábado, febrero 06, 2010

Medio siglo de Dolce Vita

Algo despistado por esto de la crisis económica y el cambio climático, recién ayer me entero que en estos días se cumplen 50 años del estreno de La Dolce Vita, la película que llenó de bolsos, zapatos y cinturones dorados los escaparates de la todavía afrancesada ciudad de Buenos Aires, para, muy poco después, brillar con luz propia en el atuendo de toda burguesa porteña que pretendiera estar "à la page".
Visionario como todo artista que se precie, Federico Fellini se servía de esa jet set decadente y minoritaria que supuestamente poblaba las noches romanas, para retratar a partir de ella el mundo que viviríamos como especie, virtualmente globalizados, varias décadas después. 
Figuras de papel impreso convertidas en auténticos ídolos de masa;  relaciones humanas carentes de todo interés, basadas en encuentros tan mundanos como superficiales; amoríos de quita y pon y sexualidad de pon y quita; intelectuales áridos que eligen el ostracismo o el suicidio como única forma de escape posible; fotógrafos de flash fácil y seudo periodistas, tan mediocres como faltos de ética, en busca de una noticia sucia para la primera plana de sus revistas basura, pueblan los más de 170 minutos de esta mítica película, rodada en el mismo blanco y negro de los periódicos de la época.
Años después Woody Allen, admirador confeso de Fellini, dirigiría Celebrity, digna revisión-homenaje de esa amarga Dolce Vita que ahora cumple unos maduros, que no obsoletos, cincuenta años.
Un buen programa doble para un fin de semana casero sin gastos excesivos.

miércoles, febrero 03, 2010

semana luctuosa, semana negra

Escribir fue siempre para mí un ejercicio de libertad. El único por el que mi Yo se pasea sin rendir cuentas...

Lo dijo en una de sus últimas entrevistas Tomás Eloy Martínez, un argentino nacido en Tucumán, provincia norteña de tierras color rojo sangre que lleva prendida a su nombre, luciéndolo como si fuera un valiosísimo broche de brillantes, una descripción, si no necesariamente veraz, sí de lo más halagüeña: "El Jardín de la República".
T.E.M. se ha muerto ayer, y hoy, martes, todos los periódicos le dedicaron notas, elogios, semblanzas. Era, además de un buen escritor -autor de novelas, guiones, ensayos y cuentos- un periodista que supo revolucionar esa profesión en los países de habla castellana.
Cuando yo era un jovencito que empezaba a interesarme por el mundo exterior, él, con pocos años más, sacudía a fuerza de palabras las polvorientas redacciones de los tradicionales diarios argentinos o daba vida a una revista semanal, Primera Plana, que nos hablaba con un idioma reconocible, tan culto e inteligente como alejado de las engoladas cursilerías habituales.
Más de una vez colgué escritos suyos en un blog que ahora tengo bastante abandonado: La verdad verdadera. En esta semana luctuosa, a la que no se si definir como necro-lógica o como necro-fílica, se han muerto también J.D.Salinger, el huidizo, y una espléndida actriz argentina: Inda Ledesma, pero aunque muy apreciados por mí en su momento, ninguno de los dos se paseó jamás entre los escritorios de una redacción donde yo trabajara, como sí lo hizo más de una vez Tomás Eloy Martínez visitando a alguno de sus colegas del también desaparecido diario La Opinión de Buenos Aires.
Para ilustrar esta dolorosa, breve, apresurada despedida, busqué alguna foto suya de aquella época, cuando se lo veía optimista, joven y barbado, pero sólo encontré esta, de una todavía temprana madurez, que cuelgo ahora aquí.
Supongo que finalmente pasará a la historia tal cual fuera en los últimos años, su sonrisa algo enturbiada por un golpe de volante enloquecido que arrancó de su mano para siempre a la mujer que amaba.

El último libro que escribió se llama Purgatorio. No creo que mi estimado Tomás Eloy Martínez merezca nada similar a eso.