A principios de los años noventa del siglo pasado (¡!) decidí abandonar Ibiza para radicarme en la más que cercana ciudad de Barcelona. Después de una década de residencia isleña, los muchos amigos que habían muerto allí estaban pesando demasiado en mi memoria: comenzaba a confundir sus fantasmales presencias con la de algunos recién llegados que repetían, con sus rasgos físicos o simplemente por una forma especial de moverse por la vida, las características personales de aquellos que yo había supuesto irremplazables. Hasta el día de hoy no logro saber si el dolor se acrecentaba por la constatación de este error inocente o por la evidencia de que el inexorable recambio vital sólo nos dolía a los afectivamente implicados.
Me había adjudicado un largo año sabático. Necesitaba ese tiempo para acostumbrarme a vivir en una ciudad que, si bien pequeña y provincial, tenía un ritmo diferente al siempre más aletargado y pasotista de las islas Pitiusas. Partí de Ibiza con el corazón roto. Suponía que allí se quedaba mi auténtica juventud, los años dorados de mi vida.
Durante meses vivimos en un gran piso del Ensanche que habíamos alquilado vacío y en el que no entró la televisión durante casi un año. Las horas se hacían largas: teníamos pocos amigos y, tal cual lo habíamos planeado, ningún trabajo fuera de casa. Un buen día, a raíz de un anuncio en un pet-shop del barrio pidiendo un gato guapo y bondadoso para una gatita en celo, conocí a Hella W, una alemana rubia, simpática y amante de los animales que compartía vivienda con tres gatos y su hija pequeña, tan clara y comunicativa como ella. Una de las primeras veces que visite su apartamento vi que tenía detrás de la puerta un pequeño procesador de textos (no creo que se pudiera llamar a ese rudimentario artefacto ordenador o personal computer) de la marca Amstrad. Pensaba tirarlo, me dijo, entonces yo, que nunca había tenido algo parecido a mano, me lo llevé muy contento a casa.
Fué así, guiado por un modelo de carta comercial insertado en el aparato, que empecé a escribir sin siquiera sospechar que lo estaba haciendo, mi primera novela. A partir de las treinta o cuarenta carillas apareció la necesidad de un título. Era incapaz de ponerle alguno, pero una noche soñé con uno de aquellos amigos ibicencos muertos trayéndome dos pequeñas cajas de zapatos, una en cada mano.
"Son un regalo para tí", me dijo. "Trátalos con cuidado: los de una caja son salvajes y los de la otra son mimosos". Levanté las dos tapas a un tiempo y dentro de las cajas de cartón encontré dos puñados de pequenísimos gatitos recién nacidos. El juego de palabras fue posterior: me gustaba que aparecieran por allí el aroma y el color de las mimosas, una de mis acacias predilectas.
Siempre me pregunto cómo me atreví a presentar ese primer libro a un premio literario con la enjundia de
La sonrisa vertical, sin embargo en aquel momento lo hice sin preguntarme demasiado. Mi novela era abiertamente erótica, y si de alguna escondida manera fantaseaba conque fuera publicada, el único lugar posible era la conocida colección de las tapas color
rosa bombón.
Fue una ayuda ganar el primer premio de cien mil pesetas otorgado por un jurado de Palamós al ganador, yo mismo, del concurso para el cartel publicitario de las fiestas carnavalescas del año noventa y dos. Decidí que ese dinero inesperado debía invertirlo en el libro que escribía. Llegaba el verano y con él las vacaciones, pero yo no quería abandonar la escritura de la novela durante todo un mes, ya que conocía mi habitual propensión al abandono inacabado de las cosas. Creo que un dibujo puede soportar, e inclusive ganar, si no intentamos "acabar con él" agregándole trazos; por el contrario, una novela necesita una conclusión, un final, un remate de algún tipo.
Alquilé un bungalow -así llamaban sus dueños a un chalet de dos plantas con jardín al frente- en una urbanización de Playa de Aro, a escasos trescientos metros de la playa. Como no tenía patente de escritor se hacía necesario cumplimentar los supuestos requisitos producidos por mis fantasías de cinéfilo en torno a esta profesión tan cinematográfica. No fumaba en pipa -en realidad había dejado de fumar absolutamente todo al abandonar Ibiza- y el alcohol no figuraba entre mis debilidades, así que debía construírme un personaje de escritor saludable, con poca resaca y abundancia de sol y playa. A falta de un gran perro lanudo tenía a mis dos gatos, Nicolás y Coquito; a cambio de un descapotable rojo o negro, un viejo Renault 5 color verde musgo. En aquel mes terminé mi novela y al regresar de las vacaciones me acerqué temeroso hasta la antigua sede de Tusquets, desconocida para mí hasta ese momento. Atravesé el pequeño jardín delantero y empujé la puerta de entrada. No temo a los perros, sino hubiera salido corriendo ante la presencia de aquel mastín negro de gran tamaño -si la memoria no me falla se llamaba Pancho- que salió a mi encuentro. Antes de que apareciera Rosa María, la por entonces secretaria administrativa de la editorial, el imponente Pancho y yo ya éramos amigos.
Me olvidé del premio hasta que un día cualquiera, paseando por las Ramblas, vi ramos de mimosas frescas en los puestos de flores. Telefoneé a la editorial y otra vez fue Rosa María la que atendió mi llamado. Me comunicó que de haber sido elegido finalista ya me habrían avisado por teléfono.
"Lo siento mucho", dijo, y cuando iba a colgar me preguntó el nombre de mi novela para poder devolvérmela por correo.
"Salvajes mimosas", contesté yo.
"¡Hombre! ¿Eres tú? ¡No has dejado nada más que un seudónimo! ¿Cómo podíamos encontrarte? Ponte contento: tu novela está entre las finalistas."
Lo demás fue como un sueño que tal vez merezca una segunda parte. Quizás cuando haya pasado este frío, lluvioso, triste y ajeno carnaval que aventó el aluvión de recuerdos hasta quedarse con los más amables, decida contarlo.