El viernes pasado fui invitado por el Casal Lambda para hablar sobre mi país natal, Argentina. En realidad la gente del Casal quería que me centrara especialmente en el antes y después de la aprobación de la Ley de Igualdad de Derechos entre heteros y homosexuales, en los cambios posibles a raíz de la promulgación de esta ley, y si, de existir estos, eran muy evidentes.
Llevaba conmigo unas veinte carillas escritas que pensaba leer si el público asistente no me demostraba cansancio o, simplemente y sin más, abandonaba la sala con gesto de aburrimiento y desagrado.
Los papeles quedaron sobre la mesa, porque cuando Joan Sebastian, organizador de estos polifacéticos Viernes del Casal, lanzó sin demasiado preaviso sus dos primeras preguntas, cogí el hilo del discurso, -no se si llamarlo espontáneo por haberlo hecho sin apoyaturas escritas- y no lo solté hasta que, hora y pico después, me anunciaron que debíamos despejar la sala y pasar a otro espacio donde servirían la cena a la que también había sido invitado.
Dado que estaba pensado como un introito anómalo, un hors d'oeuvre que no encajaba fácilmente en el tema central de la charla, antes de pasar a la mesa leí el corto texto que publico a continuación, escrito momentos antes del encuentro.El homeópata catalán que me atendía hace unos años (¿cómo eludir una consulta con el Doctor
Pros cuando nos sentimos rodeados de inumerables
contras?) pretendía que yo, una auténtica personalidad
pulsatilla, siempre algo dada al ensueño y a la melancolía, aceptara el carácter, según él
impermanente, de las cosas.
No terminaba de entender, o yo no sabía dejárselo claro, que en realidad podía comprender desde muy pequeño que “lo nuestro es pasar”, pero sin embargo no lograba aceptar internamente, sorteando esa irremediable y profunda pena, que la realidad fuera así, porque en ese pasar, en esa provisionalidad, en esa
impermanencia de las cosas, se perdían algunas de ellas muy queridas.
Los seres humanos somos muy afectos a acumular recuerdos. Lo hacemos en la memoria, pero también en cajones, estantes, novelas, diarios personales y ahora, en estos tiempos de informatización y ordenadores personales, en blogs y páginas de facebook.
Una de las enfermedades
de la época, también una de las más temidas, es sin duda alguna el alzheimer.
Será porque si perdemos los recuerdos lo perdemos todo, definitiva y fatalmente.
Jorge Luis Borges, uno de los grandes poetas de la lengua castellana, dijo alguna vez, y sé muy bien que me repito citándolo,“si algo no existe es el olvido”.
O era demasiado optimista, cosa que dudo y él mismo se ha encargado de negar más de una vez, o simplemente estaba hablando de su propia capacidad de recordar, tan memoriosa como la de su personaje, Funes.
Yo lo recuerdo a él ahora porque el mismo día que el escritor peruano-español Vargas Llosa se ganó el Premio Nobel, un ilustrador de periódico llamado Erlich, dibujó al escritor argentino sentado en una nube, provisto de alas, su bastón de ciego y preguntándose:
“¿No era que a mí nunca me otorgaron el Premio Nobel por ser de derechas?”
Mientras alguien mostraba excelente memoria, muchos diarios progresistas parecían haber olvidado que Vargas Llosa se presentó como candidato a presidente de su país con un programa que no era precisamente de izquierdas, dedicándole páginas y páginas de elogios y ensalzándolo como si fuera un auténtico Mesías, el letrado y omnisciente Salvador de nuestra humanidad y nuestra lengua, ambas siempre al borde del abismo.
Pocos días después, para corroborar su bien nutrido currículum de burgués medio, defensor de la familia tradicional y de las buenas costumbres, el nuevo Nobel de literatura se presentó en una Universidad de Estados Unidos con una conferencia en la que defenestró el recuerdo y la trayectoria del filósofo francés Michel Foucault, acusándolo de que, en vez de buscar
la sabiduría en las bibliotecas y los libros, lo hacía en los saunas y bares gays de San Francisco (sic).
¿Olvidaremos por causa de su ahora premiada homofobia (¿cómo se puede entender, sino como homófoba, esta mención ramplona y desvalorizadora de las actividades privadas del filósofo francés?), por su indudable y menos refulgente resentimiento “intelectual” (¿qué estaba haciendo usted, señor Vargas “Losa” en Mayo del 68?), por esta amarillista y descalificadora mirada sobre la vida de alguien que, como Michel Foucault, aportó toda su calidad intelectual a los debates abiertos sobre “las otras sexualidades”, que luchó comprometidamente por la aceptación de la igualdad de derechos y donó pensamiento y palabra a los combativos movimientos gays de(sde) finales de los años sesenta?
¿Podrá la fuerza calculadora de este premio tan mediático como manipulado(r), sepultar para siempre a Foucault entre los escombros desechables de los años ya pasados, como si se tratara de una marca más de ropa, de una nueva dieta infalible o de una línea de cosmética milagrosa, día a día presumiblemente superada por otra que lo es aún más?
No se si esto viene a cuento, pero como los días se suceden y ya hace más un mes que fui invitado a darles esta charla, mis intereses van cambiando de lugar… o voy aceptando gozosamente otros que anteayer no tenía.
He venido aquí para hablarles de Argentina y su nueva ley de igualdad, no me confundo. Este introito de último momento, aupado a las últimas noticias del último periódico, sólo me sirve para no olvidar, intentando al mismo tiempo que tampoco olviden ustedes, que el señor Vargas Llosa no es un
gay friendly y que su concepto de la seriedad intelectual, de la praxis y el compromiso, elude cualquier posibilidad diferente a la que pueda prestar un libro cualquiera, a ser posible lujosamente encuadernado.
Dibujos de David Levine y Matt Groening